jueves, 9 de junio de 2011

"Knockemstiff" de Donald Ray Pollock


Knockemstiff existe. Es un pueblucho perdido a los lados de una carretera al sur de Ohio. Es tan miserable que ni el buscador de Google Earth logra dar con él. [Otro google sí, el Maps, pero el Earth no]. Esto tiene su lógica: Knockemstiff es el infierno y como todo el mundo sabe los mapas del infierno son ajenos a las nuevas tecnologías y únicamente accesibles a través de criptogramas ocultos en manuscritos medievales. 

No voy a extenderme mucho porque los relatos no son mi fuerte y la mitad de las veces no sé qué decir. Knockemstiff está de moda porque acaba de publicarse este libro de relatos con su nombre, que trata, en apariencia, de cosas no tanto que pudieron haber ocurrido en semejante lugar como de aquellas que bien pudieran haberlo hecho. Hay un relato - uno de los que creo que más acertadamente refleja lo que es (era) ese lugar y por lo tanto mi favorito- que trata de un tipo de edad indeterminada que se va a vivir con su novia a casa de los padres de ella porque en ese pueblo de mierda no hay futuro ni presente ni perspectivas de nada y todo se ha de hacer de la peor de las maneras. El joven, a cambio de cama (y comida y sexo, pero sobre todo cama) atiende a su suegro que malvive en una silla de ruedas en un estado semicatatónico. Imagínense levantarse cada mañana para hacer lo que más odian, a saber: afeitar la piel acartonada de un viejo decrépito, limpiarle el culo, cambiarle el pañal, darle de comer y acabar desayunando los restos grumosos de su papilla. Imagínense que el resto del día consistiese en no hacer absolutamente nada más que ver una televisión que en el mejor de los casos capta cuatro canales diferentes (lo cual, en palabras de uno de los personajes (que no protagonistas, porque de eso no hay) es algo fantástico porque así "siempre hay algo que ver"). Pues este joven vive esa vida miserable, una vida en la que lo mejor de la noche consiste en acompañar a su chavala, la "hija de", cuando ésta va a buscarle tabaco a su madre al único bar del pueblo, un antro que ya se pueden imaginar. Las copas que él se toma mientras ella (su novia) se está follando todo lo que se mueve en la parte trasera de local corren por cuenta de quien tenga a bien invitarle porque no tener dinero en ese pueblo no es no tener dinero para comprarse el último libro de Stephen King o no tener dinero para ir al cine o a cenar. No. Allí no tener dinero es no tener dinero. Punto. Es morirse de hambre si no te dan de comer; es no tener ni para un autobús que te saque de allí; es tener que llevarle el tabaco a tu suegra mientras tu novia sigue follando ahora ya no sabes ni con quien y sentarte a su lado y ver la enésima repetición de “Vacaciones en el mar” y creer que eso es lo mejor que te ha pasado en el mes; es acabar la noche borracho en compañía del viejo y enterarte así de que te has quedado sin trabajo porque se ha muerto el muy cabrón. Y como vino se va, nuestro amigo, porque así, sin nada que hacer, ya no sirve de nada y acaba metido en un coche abandonado en sólo dios sabe dónde y pasando un frío de cojones porque está nevando fuera y también dentro porque los cristales del auto están rotos o directamente no están. Y así esperar un mañana que probablemente no acabe nunca de llegar y no pensar que esto es lo peor del mundo aunque en Knockemstiff lo peor del mundo sea no morirte al instante fulminado por un rayo o desastre natural semejante. 

Bienvenidos a Knockemstiff. El tipo que escribió este libro vivió allí y de allí salió y yo no sé si lo que cuenta es verdad o no (él asegura que no) pero en cualquier caso su imaginación da por posible, basándose no sé si en recuerdos o experiencias, que algo o todo de lo narrado en este y otros cuentos bien pudiera ser algo de lo más normal en un día de invierno. Esto incluye hombres que viven con mujeres deficientes con hijos a los que abandonan cada noche y que comen barritas de pescado congeladas cubiertas de las pelusas que se quedan en los fondos de los bolsos mal lavados; tenderos de gasolineras que se dejan fotografiar por los típicos turistas snobs gilipollas amantes de lo gore; hombres que violan y matan a niños incestuosos y luego duermen a pierna suelta. Cosas por el estilo, de lo más normales. Todo eso en ese pueblo de mierda de cincuenta habitantes a cual más carcomido. 



* * * * * * * * * * * * * 

(Y a continuación y excepcionalmente un breve apunte autobiográfico que lo mismo puede ser verdad que mentira o que la simple adulteración de uno de esos recuerdos de la infancia que justifican el placer de ciertas lecturas y establecen nostálgicos y [al menos en este caso] aterradores- paralelismos.) Yo de chaval veraneaba en un pueblecito de las montañas de Lugo. Era una aldea, en realidad, de apenas 50 habitantes. Cruzarse con quince personas en un solo día era un poco el equivalente a meterse en el centro comercial de una gran ciudad una tarde lluviosa de un sábado de invierno. Eso hace treinta años. La última vez que lo visité fue el verano pasado. Toda la familia nos reunimos cada año con motivo de una consagración anual de tiempos remotos, una forma como cualquier otra de mantener vivos los  recuerdos de juventud. Lo que más me impresiona (y me gusta) al llegar, año tras año, es el silencio sepulcral de sus calles sin asfaltar. Me resulta imposible no imaginar al vecindario recogido en sus casas, durmiendo una siesta temprana o, no sé, desollando conejos vivos y vistiéndose los pellejos o quizá simplemente observándonos desconfiados detrás de las ventanas, cocinando o viendo la televisión. Cuando yo era crío no era consciente de todo esto [las miradas, los silencios, los asesinos en serie]. Mi día a día era correr por los montes y los campos, subirme a los árboles y atravesar cuantos bosques encontrase. Yo era el último ser vivo sobre la faz de la tierra. Hoy ni borracho dejaría yo a mi hija corretear sola por aquellos campos, por aquellos montes, por aquellos arroyos pedregosos y la culpa de esto la tienen libros como este de Pollock que nos fuerzan a creer, ante la pasmosa naturalidad del horror, que el infierno es vivir según cómo, según dónde, según con quién.



3 comentarios:

  1. No sé yo si atacaría un libro tan oscurito: ¿hay atisbo de esperanza, alguna manera de vivir decentemente por allí?

    Cuidado con Zuckerman que siempre anda cerca y, al final, te metes en un bosque...

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  2. Yo también conozco un pueblecito en las montañas de Lugo.También veraneaba allí todos los años. Pero de esto no hace 30 años, dado que yo soy infinitamente más joven que tú. Yo si que fuí consciente de los silencios y de las miradas, probablemente porque mi condición de tía buena (como todo el mundo sabe) provocaba esos efectos. Lo cierto es que corto la respiración con tanta facilidad que lo normal es que se haga el silencio a mi paso.
    Pero de lo que nunca tuve conciencia fue de los asesinos en serie, nunca pensé que alguna de las escasas cinco personas con las que me cruzaba cada día (mi pueblecito era sin duda menos poblado que el tuyo)pasase de ser un violador en potencia.
    Mi última visita a la aldeilla de las montañas lucenses fue hace un par de años. Me gustaría volver este verano ya que soy muy de añorar cosas-lugares-personas. Pero esta vez les prohibiré a mis hijas que se alejen ni un poco de mis faldas. Quizás alguno de aquellos vecinos que no pasaban de posibles violadores en potencia vistos a través de las páginas de los libros de Stephen King, hayan derivado en asesinos múltiples a la luz del Sr. Pollock.
    Un bico
    Marieta

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  3. Peri, no, no hay esperanza de ninguna clase. Si algún día pasas en coche por allí, recuerda, no te detengas. (En esta ocasión, y sólo en esta, me siento a salvo de Zuckerman, claro que nunca se sabe...)

    Marieta, no debía ser el mismo pueblo, efectivamente, ya que yo de tías buenas entiendo un rato y no recuerdo ninguna (ni años más tarde, ya con la hormona desatada). Y no temas por tus hijas, probablemente los asesinos en serie, ante la falta de materia prima, hayan acabado exterminándose unos a otros o descubierto los placeres de la automutilación.
    Besos,

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