¿De qué es tu libro, mamá?, me pregunta el mediano.
Es una novela de fantasmas.
¿Da miedo?
No, pero da un poco de tristeza.
¿Por qué? ¿Por qué están muertos?
No, no están muertos.
Entonces no son fantasmas.
No, no son fantasmas.
Llevo una temporada leyendo cosas de lo más extrañas: primero fue una historia sin historia de “Nuestro trágico universo”, luego una novela sin trama, “Alma” y ahora una de fantasmas sin fantasmas. El caso es joder.
Personalmente el Facebook no me acaba de convencer y el twitter menos todavía, a ver si el Google+…. Si uso el primero es simplemente para estar al corriente de las novedades de los unos y para saber de qué pie cojean los otros; el segundo lo miro una vez al mes; con el tercero estoy probando. No acostumbro a ir dejando mis sentimientos, ni mis fotografías, ni mi “estado de este momento” porque no creo que a nadie más que a mi le interese lo que pienso cada puto minuto, pero con esta novela hice una excepción: que yo recuerde es la primera vez que digo públicamente que un libro me está gustando antes de terminarlo, arriesgándome a algún giro imprevisto de la trama o el ritmo que afecte al resultado general y me tenga que tragar mis palabras, que es poco más o menos lo que ha ocurrido en esta ocasión.
Miren, a mi me pillan ustedes en un día tontorrón y me emociono más que la Pantoja viendo cantar a Paquirrín. Este fue el caso y probablemente por eso, embargado de la emoción, me dejé llevar y publiqué ese comentario tan entusiasta. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la novela, ahora, unos días después, me parezca una mierda. Nada más lejos. La novela me gustó, quizá porque es una novela que apela más a los sentimientos que a la inteligencia y ante eso no hay raciocinio que valga; es como no querer llorar viendo E.T. pero no poder evitarlo. (De la novela) me gustaron especialmente las conversaciones con los niños, quizá porque soy padre; también me gustó ver como la protagonista miente sobre detalles de su vida privada y cómo afecta esto a quienes la rodean porque no hace nada que me acabe un par de libros de la saga Zuckerman de Philip Roth que trataban precisamente ese mismo asunto. Esto fue lo que más: ver crecer una novela (la que escribe la autora, la que tenemos en nuestras manos) y darse cuenta de lo sencillo que es empañar de ficción la realidad hasta volverla irreconocible con unas simples pinceladas; asistir al desconcierto de los demás y ver cómo crece esa duda sembrada acerca de si tuvo lugar o no tuvo lugar aquello que esta desconocida que duerme conmigo escribe cada noche en su portátil. Un poco, ya saben, lo que acabo de mencionar del síndrome Zuckerman que tan ejemplarmente trató Philip Roth y que pueden leer en el recopilatorio “Zuckerman Encadenado” de Seix Barral (aprovecho así para recomendarlo y evitarme tener que escribir la reseña).
Cuando un libro se entrelaza tanto con la vida privada y los gustos particulares de uno no hay forma humana ni divina de evitar que se desvelen las simpatías que hasta hacía unos minutos dormían plácidamente en la habitación de al lado, no porque yo haya escrito un libro sobre mi vida y haya padecido las consecuencias, sino porque desde este mismo blog incluí en el pasado algunas ficciones que hubieran podido pasar por verdad y así lo creyeron algunos. Esto no es una disculpa, solo quiero que entiendan, antes de gastarse el dinero por mi culpa, que cuando yo interrumpo su sueño para contarles que estoy leyendo una novela que me gusta mucho muchomucho estoy simplemente leyendo una novela que me gusta mucho muchomucho y no leyendo una novela que buenísima buenísimabuenísima.
Pero lo que tiene cara también tiene cruz. La que viene a continuación es la parte de la reseña que menos gracia le va a hacer a Valeria Luiselli:
Me sobran los fantasmas, por ejemplo. Al final, con la tontería, ya ven: me cargo lo más importante. También me sobra la el excesivo protagonismo que se le da a la historia del poeta en la segunda parte. Más de lo mismo. Me quedo, de quedarme, con los motivos de uno y la intención con lo otro. Como “Los muertos” de Carrión: una buena idea mal envasada. Sospecho que Valeria Luiselli ha querido meter demasiado contenido en demasiado poco continente: 140 páginas no son suficientes para hablar de la falsa muerte de los vivos; de la falsa vida de los muertos y de la ficción acabando con la realidad, superándola. Plagarlo de pequeñas historias, personajes, distribuirlo todo en dos líneas temporales (tres, sin contamos la del poeta sobre el que escribe la protagonista) y salpicarlo intermitentemente de líneas de diálogo no es moco de pavo; como tampoco lo es sacarlo adelante con éxito. Creo que Valeria no acaba de conseguirlo aunque ha estado bastante cerca. El ritmo de la segunda mitad se resiente demasiado respecto del [ritmo] de la primera, que puede presumir de excelente.
Al final la novela deja un buen recuerdo, un regusto agradable, la sensación de no haber perdido del todo el tiempo, las ganas de seguir la trayectoria de esta mujer pero también la pena de haber estado tan cerca (es un decir) de haberla encontrado, ya saben, a la joven promesa que cada editorial asegura ocultar. Otra vez será. O no. Veremos.