lunes, 25 de febrero de 2013

“El niño que robó el caballo de Atila” de Iván Repila

Dos hermanos, uno Grande y otro Pequeño, están en el fondo de un pozo. No sabemos cómo han llegado allí pero es de imaginar que voluntariamente no. Pasan los días: mismos niños, mismo pozo. Se alimentan cual simeones estilitas mientras buscan una salida y tratan de no volverse locos. Pero el Grande tiene un plan. 

Antes de “El niño que robó…” Repila escribió una novela de humor que bebía de fuentes lejanas. Pero de esto ya hablé en su momento (ver reseña). Repila vuelve (Repila returns) pero en esta ocasión lo hace cargado de lágrimas de dolor en lugar de risas, por aquello de probar otros registros antes de que le de tiempo de acomodarse en alguno. Me pido dirigir la versión teatral. 

* * * * * * * * 

Cómo preparar una mousse de llanto desconsolado: 

Coja dos niños verdes, uno más que otro. Es importante que ninguno esté maduro o no ligará la mezcla. Métalos en un pozo seco y riéguelo con unas gotas de lluvia. Cuézalos a fuego muy lento. Lentísimo. Cuando los niños se quejen écheles gusanos y raíces. Remueva con una cuchara de palo y añada una mochila con alimentos que no puedan ni oler. Cuando la cosa esté desquiciada añada agua abundantemente. No deje de remover. Insista hasta que se vuelvan locos o se mueran de hambre. Si se dejan.  

Decía que estábamos en lo de siempre. Sin restarle méritos a Repila la novela peca, en el mejor de sentido de la palabra, de ponérselo fácil a la piel de gallina del lector. Los niños son un arma infalible. Meta dos adultos en un pozo y se matarán a polvos pero dos niños… dos niños se matarán de amor, y después de odio y después otra vez de amor y será como ver a tu hijos en las pobrecitas criaturitas. La pena de dar pena. Es un poco el apocalipsis de Cristina Fallarás en “Últimos días en el puesto del este” donde una madre lucha por sus hijos en el entorno salvaje del fin de mundo o “La carretera” de McCarthy y la angustia de saber que no hay esperanza detrás de la esperanza.

Lo del pozo de estos dos no es exactamente lo mismo pero se sobreentiende el esfuerzo de llevar al extremo una situación

Lo mejor de esta novela es la demostración palpable de que hay mucho listo en el panorama. Mucha cara bonita en las portadas de los superventas y un puñado de miserables tratando de hacerse notar desde los restos calcinados de pequeñas editoriales. Volviendo a la novela, Repila no se limita a narrar la incertidumbre y los conflictos internos y externos de los hermanos sino que esos conflictos, llegado el final de la novela, y sin hacer trampa, cobran un sentido distinto al que venían teniendo hasta ese momento (algo que parecía tener que ver con la locura o el desinterés o la falta de afectos). Hay una razón para todo lo que ocurre y como odiante profesional de lo gratuito no puedo por más que agradecérselo. La suya no parece tanto una literatura de ideas sino de homenajes. Homenaje, en su primera novela, al comic americano más gamberro y homenaje, en esta segunda, a los cuentos infantiles alemanes, por ejemplo, pero más próximo a los orígenes salvajes de éstos que a las melosas adaptaciones oficiales actuales.

Personalmente soy muy amigo de este tipo de historias tan de hacer sufrir a los demás (niños incluidos) y de ambientes claustrofóbicos y confieso sentir una querencia natural hacia ellos a pesar de que con algunos, tal como ocurre en este caso, tengamos que tragar pequeñas ruedas de molino y renunciar al realismo descarnado en favor de esa imagen de cuento infantil para adultos de la que hablaba en el párrafo anterior. Pero, así como no puedo salvar una novela por un buen final, tampoco puedo condenarla por todo lo contrario. Lo que estoy insinuando es que no me ha gustado especialmente el cierre de la novela, y no me ha gustado no porque yo sea un tiquismiquis para los finales, que también, sino porque el lector ya había sido ganado para la causa sin necesidad de golpes de efecto finales. 


jueves, 21 de febrero de 2013

“Intemperie” de Jesús Carrasco

Un hombre, un burro y un niño y, tras ellos, un coyote sin gracia. Eso es Intemperie. El resto es decoración. Bueno, quizá no tanto. No le resto mérito como árbol de navidad pero está lejos la cosa de ser la supuesta maravilla. En mi humilde opinión, claro.

Quería dejar pasar algunas semanas antes de sentarme a escribir esta reseña. Quería hacerlo sin el ruido mediático de su estreno, ese runrún insoportable, ese ir y venir del pasmo a la genialidad. Sin darme cuenta, caí en el letargo de la espera. Me saca de él, hoy, mientras escribo estas palabras, Vicente Luis Mora, que la recupera para su blog enfrentándola -en una reseña anormalmente breve para lo que suele ser habitual en él- a la de Ivan Repila (El niño que robó el caballo de Atila). A Vicente le gusta más la segunda. A mí también, honestamente.

Intemperie es un ejemplo perfecto de lo efectivo del marketing salvaje. Me pilló una tarde de enero hablado de ella en Facebook. Veinte minutos después la estaba comprando en Amazon para el Kindle cuando lo que tenía que haber hecho era buscarla pirata, que seguro que ya estaba (de hecho la encontré hace sólo unos días en todos los formatos posibles imaginables y un par de ellos más). Pero bien, me pudo el impulso del momento, que ya supongo que es la clase de impulso para la que se proyectan este tipo de campañas de ensalzamiento.

Dejen que les cuente un secreto: ¿saben qué es eso que tiene intemperie que tanto gusta a críticos y lectores? Un burro. Sí, un burro. No un burro extraordinario, de un mundo de fantasía,  no el burro que llevó al mesías, ni un descendiente directo del bueno de Platero. No; un burro vulgar, corriente, moliente y hasta un poco feo, seguramente. Un burro que llama la atención por los aperos, su andamiaje, todo lo relativo a la logística que lo acompaña. El burro como lección de historia y como vasodilatador. No me creen. Miren, cuando algunos leen esto:

El viejo agarró al burro por la cabezada y tiró de ella hasta que el asno se puso de pie. Sin destrabarlo, colocó sobre su lomo un albardón largo de lona armada. Encima dispuso un ropón de arpillera raída y luego una albarda de centeno cuyo ataharre el viejo pasó por debajo de la cola. Antes de cargar al animal, redistribuyó el relleno de paja, que con el trasiego se había acumulado en las partes bajas del aparejo. Lo aseguró todo con una cincha de esparto gruesa que apretó bajo la panza de la bestia. Encima de la albarda extendió el mandil, lo que hizo al chico recordar el momento de la misa en el que el cura volvía al altar después de haber dado la comunión. Con la ayuda del monaguillo, iba apilando sobre el cáliz el corporal, la patena, el purificador y la llave del sagrario. 

[Cuando algunos leen eso] se les pone como una piedra. Lo juro. Normal, por otro lado. Imagínense: de repente un hombre que utiliza el diccionario y sabe cómo se decora un burro. He visto orgasmos por menos. Y es todo tan de campo, caramba, tan de aquí, de nuestra tierra. Al fin, la literatura nuevamente frente al terruño y lo equino como seña de identidad. Vuelve el escritor de chaleco y dominó los domingos por la tarde. Carrasco, con esa boina y ese bigote y esa pluma, hablando de burros e invirtiendo el apocalipsis macarthyano y pareciendo Delibes ensangrentado y ese burro, cielo santo, ese burro que sube la meseta y baja la meseta con los serones de esparto unas veces llenos y otras vacíos y ese viejo diciéndole al crío, recién violadito él, que parece una amapola todavía, que descargue al burro, cojones y, una vez más, que lo vuelva a cargar. Y toda la puta novela es el crío y el viejo puteando a un pobre burro que no tiene maldito afán protagonista y que nada más que sirve para darle a la novela una página más y otra página más y otra página más. Que ya no hay burros como los de antes, queda cristalino, en la novela. Tiene el cielo ganado, Carrasco, por este rescate de lo tradicional artesano aplicado a la dinámica asnal.

Lamento la exageración, pero es que yo, que soy de natural compasivo, tiendo a ponerme siempre del lado del más débil y en esta ocasión le ha tocado al pobre burro. Menuda jartá de llorar la mía durante la lectura. Menos mal que era chiquito, el libro. Pero eso no quiere decir que no haya sentido pena por los demás. Lo que he sufrido, qué duda cabe, por esos pastos sin pastos, por esas cabras leche ni sin esperanza de futuro. Y por el niño, claro, porque la cosa va de un niño, en realidad. 

Argumentatorio: Un niño huye por una meseta desértica. Un viejo cabrero lo recoge desesperadito y se lo lleva con él. Comen queso curado, duermen a la intemperie. Un hombre los sigue a caballo. Se supone que el hombre es malo o no estarían huyendo. Puestos a suponer podemos suponer por qué huye en niño y por qué lo persigue el hombre. Y, bueno… pasan cosas. Se mueven de aquí para allí, los mazan a hostias, intiman a golpe de recelo… quehaceres propios de la gente del campo. Cualquiera que haya pasado unos días en un torreón abandonado en medio de ninguna parte lo sabe.

Lo más especial que tiene Intemperie es que la película va a costar cuatro duros. Vivimos tiempos difíciles, conviene adaptarse. Por lo demás no es nada del otro mundo, sin pretender ni mucho menos con esto desmerecer sus virtudes: a saber: climatología extrema, rudeza de carácter, villanos duros como tojos y hombres en período de gestación. La vida, en definitiva, lavada a la piedra.

Por lo demás, verborrea, sinónimos y serones de esparto a raudales. También pasarlo fatal por el tanto sufrir de la criatura, que no se ha visto tal desde Ruanda la semana pasada, por ejemplo. 

Imaginó un molino de agua en un hayedo y también horizontes como serruchos mellados. El cielo penetrando en la tierra, derramándose sobre ella y, en dirección contraria, los picos elevándose a lo alto. Morada de los dioses. El paraíso del que tanto hablaba el cura. Un tapiz verde en el que los árboles reposaban negligentes, ajenos a su propia abundancia. Arces, abetos, cedros, robles, pinos de Flandes, helechos. Agua brotando entre rocas siempre húmedas. Fresco musgo tapizándolo todo. Charcas donde la transparencia era ley y el sol iluminaba los lechos pedregosos. Torrentes momentáneamente remansados, donde la luz dibujaba espirales iridiscentes. 

martes, 19 de febrero de 2013

Ponerse el mundo por Montero (DK y12)


UNO: La pelea de gallos
Cuando la semana pasada hablé de Luis García Martín lo hice con la doble y malsana intención de, por un lado, hablar de Martín y su sentido acrítico, y por otro de Martín respecto a Montero, esto es, “El evangelio según San Martín”, toda vez que es harto evidente la veneración del uno hacia el otro. Hoy es mi último día en Diario Kafka. Hoy voy a hacer de chico malo.
Déjenme hacer un poco de historia reciente de la literatura salvaje. Algunos recordarán aquel duelo en el OK Corral Granadino que fue el enfrentamiento entre los profesores Don Luis García Montero y Don José Antonio Fortes Fernández, como tal los dio en llamar el Juzgado de lo Penal nº 5 de Granada donde acabó (es un decir) todo. La cosa tenía que ver con unas risitas de Fortes a las que Montero no respondió demasiado bien, supongo que porque no eran las primeras ni tenían visos de ser las últimas. Es este un hacha de guerra que no quiero desenterrar pero baste decir que el juez consideró que “el hecho de insultar con palabras sumamente groseras al profesor Fortes no encuentra justificación alguna y menos aún procediendo de quien proceden, un reputado escritor y profesor de literatura, y el lugar en que se producen, en pleno Consejo del Departamento de Literatura”, etcétera, etcétera, etcétera (ya saben cómo son estos jueces cuando pillan un procesador de texto). Pero la cosa no quedó ahí. Montero aprovechó en su momento la plataforma facilitada por El País para seguir adelante con su cruzada particular. Desde su columna llamó a Fortes pertubado, tonto indecente o qué sé yo, porque, decía Montero, Fortes predicaba que Lorca era un fascista (ríos de tinta sobre esto, también) y el pobrecito Montero tenía que aguantar que los alumnos de Lucifer fuesen a preguntarle (a él, angelito, que de mayor quería ser Federico García Montero) “compungidos”, si era verdad que Lorca había sido tal cosa. Confieso que imaginar a los poetas cabizbajos, llorosos, inquisitivos, compungidos por el honor perdido de Lorca me produce una hilaridad incontenible y me obliga a preguntarme si lo que yo tomaba por un problema educativo de carácter general lo es en realidad de inteligencia local. Volviendo a nuestro caso, Montero acaba pidiendo disculpas pero ya es demasiado tarde y la cosa termina en los mencionados tribunales con la victoria final de Fortes frente a un Montero que se exilia, con su cartilla de liberado sindical bajo el brazo, de la universidad granadina a pastos más verdes. O más azules. No sé, menos rojos, en cualquier caso.

DOS: Fortes unchained
Tiempo después, en 2010, José Antonio Fortes publica un libro llamado Intelectuales de consumo donde cuenta, con todo lujo de detalles, que “el control sobre las prebendas, cargos políticos, premios, circuito de actos y conmemoraciones culturales, diversas formas de consagración publicitaria, se plantea como un juego entre el poder político y los agentes del mercado para crear un producto de consumo intelectual”. En definitiva y resumiendo hasta la náusea, un estado cultural amañado.
Pues bien, en ese libro hay un ser humano que sale especialmente mal parado: Luis García Montero (un hombre sospechoso de algo, se mire por donde se mire, viendo la pasión que despierta en según quiénes). En el libro de Fortes el nombre de Luis García Montero se repite hasta 76 veces en su forma completa y 95 en la abreviada (LGM). Las he contado. Toda una obsesión la de Fortes. O no. Es decir, quizá el libro tenga a Montero como el epicentro de algo (“intelectual hegemónico en jefe”, le dice) porque Montero ES el epicentro de algo. Viendo lo tupido del entramado literario de este país supongo que nunca llegaremos a descubrirlo. Pero, ¿y a sospechar? ¿Tenemos o no tenemos razones para sospechar de algo? ¿Y de todo, ya puestos?
Juzguen ustedes mismos:
Fortes insiste en que “no son cuestiones personales las cuestiones literarias, son personificaciones los poetas, cantantes, filósofos, etc, cuya obra pública ha de criticarse y situarse en sus posiciones intelectuales de clase”. Habla de mafia roja y personificaciones hegemónicas (a veces a Fortes cuesta quitarle determinadas palabras de la boca) que dan lugar a círculos paralelos y concéntricos respecto al núcleo duro. Es decir, pequeños reinos culturales o tumoraciones paraliterarias varias de las que da ejemplo al final finalísimo del libro, al nombrar una serie de premios de los que conforman el jurado, año tras año, siempre los mismos. A saber: Felipe Benítez Reyes, Luis García Montero, Almudena Grandes, Cabellero Bonald, Benjamín Prado y un, se mire por donde se mire, larguísimo etcétera.
Sé lo que están pensando. ¿Y esto que demuestra? Nada, ¿qué va a demostrar? ¿Cuándo he demostrado yo algo? Hoy he venido -además de a despedirme- a levantar sospechas o, mejor dicho, a recordarles que no se olviden de apagar las luces, cerrar bien los grifos, la llave del agua y dejar las sospechas siempre levantadas antes de irse a dormir cada noche. Por muchas razones, entre ellas las siguientes:




TRES: Martín pescador da con un besugo
Luis García Martín, de quien ya hablé la semana pasada, publica en su blog el 27 de abril de 2010 una crítica del libro de Fortes y seguro que no lo hace porque él también salga en libro tantas veces como siete, cuatro de ellas para destacar su participación como miembro del jurado del Premio Alarcos, el mismo por el que fue acusado de corrupto por el Grupo Addison de Witt (ver artículo anterior); un premio que no ha vuelto a celebrarse, vayan ustedes a saber por qué.
A Martín no le gusta el tono de Fortes y mucho menos su sintaxis, con la que aprovecha para meterse así como de pasada. Tampoco le gusta que salgan a colación en su ensayo los nombres de Bécquer, Lorca, Alberti y Ángel González, entre otras cosas porque ve, en ello, la mala intención de Fortes: todos esos poetas son admirados al punto de haber sido objeto de estudio por… tachán… Luis García Montero. A esto me refería cuando decía, al comienzo del artículo, que da igual hacia dónde miremos, siempre hay un resto de LGM, el hombre sin atributos reconocibles de puro inasible. El resto de la crítica es citar a Fortes y un intento algo desesperado de contextualizar un resentimiento y evidenciar una falta de razonamiento por parte de Fortes: “Un libro como el de José Antonio Fortes da más bien risa (aparte de dolor de cabeza), si se quiere encontrar alguna lógica en sus presuntos razonamientos. Ejemplifica hasta dónde puede llegar el resentimiento aliado a la demagogia y a la falta de sindéresis”. Con la sindéresis hemos topado, amigo Sancho.
Termina con la enésima defensa y exculpación del pobrecito Montero, que tuvo que aguantar las arremetidas constantes por parte de Fortes en la universidad. Montero, dice Martín, prefirió irse con la música a otra parte. Etcétera, etcétera, etcétera. También que si Lorca era genial desde el parto, cuando ya sus desconsolados llantos apuntaban maneras. El sinvivir habitual del bardo.
Ya termino, ya termino. Quizá recuerden (no hace tanto que lo conté) lo que Martín decía al grupo Addison de Witt sobre su sentido crítico y sus continuas denuncias; aquello de que para hacerlo (para criticar) hacían falta algo más que desinformadas buenas intenciones: “Hace falta además de algún indicio, cierto conocimiento del medio literario y, sobre todo, alguna inteligencia”. Todos tontos, otra vez, menos los de siempre. Pues ahora, con Fortes, ídem de lienzo: “La crítica radical y razonada a la sociedad contemporánea ha de hacerse con un pincel algo más fino que la brocha gorda que encontramos en este panfleto y con una documentación que no se limite a un montón de recortes periodísticos y unos pocos libros […] de los que no se conoce más que el título”.
Parece que nada es suficiente para Luis García Martín. Él sabe que la cosa está fatal, que la corrupción campa a sus anchas en el mundillo literario, que los premios están amañados (a excepción del Premio Alarcos, que es un dechado de virtudes) pero también sabe que nadie es lo bastante inteligente, ni está lo suficientemente documentado como para luchar contra ello, o simplemente para llamar la atención sobre ello; para despertar o mantener viva la sospecha.

CUARTO: Ponerse el mundo por Montero
Para ilustrar todo esto, podemos hablar del Premio Ciudad de Burgos 2012. Verán qué divertido.
En Burgos premian a los poetas con 7200 euros, que no los gano yo todos los días. Este país tiene esas cosas. El ganador fue un individuo llamado Daniel Rodríguez Moya, a quien no tengo el placer, por una cosa (dícese también poemario) llamada Las cosas que se dicen en voz baja, como los secretos, las mentiras o las conspiraciones. Sigan el rastro de lágrimas.
El día 27 de octubre dos preseleccionadores (Ricardo Ruíz y Pedro Olaya) denuncian públicamente que el poemario premiado no estaba entre los once finalistas; que se presentó a última hora o que estaba fuera de plazo. Y que ganó.
Y ahora cojan una calculadora y sumen: 1) el ganador es de Granada, 2) de Granada es también LGM, amigo de 3) Chus Visor, también miembro del jurado y 4) editor del poemario ganador que, mira tú qué casualidad, 5) es editado habitualmente por Visor (el Chus, el amigo de Montero, el de Granada). Seguro que Luis García Martín cree que esto es otro argumento sin fundamento propio de imbéciles desinformados de brocha gorda como yo. Pues no le diría yo que no, pero así, de entrada, no lo parece. De hecho, esto, así de entrada, APESTA.
Montero no ve nada raro en esto y así lo explica: “Cuando al responsable de la editorial o a un miembro del jurado le llega la noticia de que alguien se ha presentado al premio, tiene derecho a pedir que su libro se añada a la deliberación. Esa es la costumbre establecida en la inmensa mayoría de los concursos literarios y eso es lo que ocurrió en el Premio Ciudad de Burgos.” (La cursiva es mía). Que traducido del monterítico quiere decir lo siguiente: “Es costumbre entre los premios en los que yo participo como jurado pasarse por el forro las normas y colocar los libros que nos plazca, porque nada como un amigo para valorarte en tu justa medida”. O algo así.
Y, ojito calamar: que igual está bien. Con la misma el libro es la octava maravilla y merecía, no 7200 euros, sino 7200 veces 7200 euros. O más. Pero el caso es que huele y huele mal y huele a chapuza y a amiguismo y a que hay un montón de poetas que se dejan la piel en unos versos para que luego no se tenga en cuanta nada más que lo fraterno, y es injusto, caramba, que luego señores como Luis García Martín -de quien me declaro fan desde YA, porque sí- quieran hacernos creer que si suena como un pato y camina como un pato puede perfectamente ser un gamusino.

CINCO: Cierre y despedida
Y por aquello de repartir las culpas y extender esta red clientelar de Montero y cía., no estaría de más comentar un más que cuestionable ejercicio de periodismo. El 23 de noviembre de 2012, sólo veinticinco días después de saberse que el mencionado queso de Burgos no era comestible, publicaron en esta santa casa (eldiario.es) una entrevista que era a su vez todo un ejercicio de sexo oral a Montero con la excusa de la publicación de su última novela: No me cuentes tu vida(ed. Planeta). En la entrevista no se habla ni medio minuto de la novela ('no me cuentes tu novela') pero sí de política, que es lo que a Montero realmente parece interesarle ahora mismo, mucho más que los versos y que los besos y que todo, quizá porque la corrupción llama a la corrupción. La supuesta periodista le formula 38 preguntas (¡38!) pero ni una que trate sobre el espinoso asunto de Burgos. No digo que haya que ir a por el muchacho con un punzón en la mano, pero no estaría de más acompañar esa imagen de hombre comprometido con la justicia social con esa otra de hombre comprometido con la injusticia editorial. Digo, por equilibrar la balanza y no hacernos a todos más tontos de lo que ya parecemos.
Toda esta paliza de sospechas indemostrables para llegar a la siguiente conclusión: no se fíen de nadie, de nada; no se fíen ni de su padre y desde luego no se fíen, jamás, de un poeta. Tampoco de sus amigos y de sus enemigos, menos todavía. No se fíen de sus críticos, ni de los cantantes que lo adoran ni de los políticos que lo veneran. A los prosistas, lo mismo. Puestos a no fiarse, no se fíen ni de ustedes mismos.


P.D. Esto ha sido todo por mi parte. Dejo esta sección, supongo que en manos de alguien que pueda sacarle más partido. La verdad es que yo soy más de hacer el salvaje en campo abierto y muy poco de atender a plazos. (Tampoco tengo la paciencia necesaria para leer tanta tontería como hay en la crítica suplementosa). Me vuelvo, pues, a mi villanía particular, La medicina de Tongoy, a perpetrar algo, lo que sea. Les dejo en buenas manos.
Nada más (y nada menos). Sean felices pero, sobre todo, sean malos.


(Publicado originalmente AQUÍ)


lunes, 18 de febrero de 2013

Diario Kafka: autodespido procedente y fulminante


Antes de pegar un fragmento del artículo de mañana en Diario Kafka y el subsiguiente enlace a su totalidad, déjenme hacerles una advertencia: será el último. Me refiero al último que publicaré en DK, no aquí, en la medicina. Lo digo por si quieren leerlo más despacio, no porque vaya a ser nada especial. De hecho es tan poco especial que repite esquema y temática, pero eso es porque no siempre alcanza uno el grado de concisión que quisiera. En el de la semana pasada, el dedicado a ciertos poetas de nuestra tierra, quedaron muchas cosas por decir. Siguen quedado, les diré, pero tampoco busco especializarme en chorradas. 

Decía que será el último y así es. Me he autodespedido procedentemente y sin indemnización y del mismo modo que en su momento (noviembre, creo) vine a explicarles mi nacimiento en el medio, hoy quiero hacer lo propio con el deceso. 

Atiende fundamentalmente a dos razones. La primera, de carácter fiscal, valdría para justificarlo sobradamente pero no estaría siendo del todo sincero. Más allá de la cuestión económica (nótese cómo paso de puntillas sobre este asunto) estaría la cuestión del interés. 

Verán, antes de entrar en DK yo era la clase de ser humano que leía libros, y entre libros, prospectos farmaceúticos y entre lo uno y lo otro, reseñas culturales. Leía Babelia, leía El Cultural, Qué Leer, Quimera (las partes legibles, al menos). Tiempo total estimado al mes: cuarenta y tres minutos. Digo leía, pero lo cierto es que ojeaba y gracias. Entrado en DK sí lo hacía, eso y más. Añadí a la bolsa el ABC, Vanguardia, Letras libres, Leer…, amén de blogs varios, no muchos, pero más, en cualquier caso, que antes de. La intención es harto evidente: estar al día, conocer y reconocer a los protagonistas, hacer identificables sus manías, sus dejes o los tópicos en que caen (o se tiran). El resultado del exceso fue el esperado: el mortal aburrimiento. 

Leyendo tanta mierda cabe esperar morir, lo digo en serio. A buscar un tema (esa tarea ingrata) se fue sumando la documentación y a esa, la redacción, que, quieras que no, también lleva lo suyo. Dedicar tanto tiempo a un tema tan aburrido como la crítica literaria es algo a lo que sólo pueden hacer bien auténticos expertos en aburrición y por eso propuse a mi interlocutor, Miguel Roig, a otro Miguel para el puesto: elespigado. Un acto de pura maldad, ya se imaginarán. Estoy convencido en que él sabría bien como llevar a buen puerto la tarea. Antonio Gil no lo haría del todo mal tampoco, aunque no sé yo, viendo lo abandonado que tiene su blog. 

Ahora hablando en serio y volviendo a lo que importa: el menda se baja aquí. Creo que Criticar al Crítico (así es como se iba a llamar originalmente la columna) es, en el fondo, una gran idea para la que, por mi naturaleza anárquica, no creo ser la mejor elección. Así (más o menos) se lo he dicho a ellos y así lo comparto con ustedes. 

Vuelvo pues a mi rutina de leer libros, y entre libro y libro, prospectos farmacéuticos, y entre lo uno y lo otro, alguna reseña supuestamente cultureta. Y lo que tenga que ser, sea, pero que sea divertido.


jueves, 14 de febrero de 2013

Breve nota de urgencia sobre Slawomir Mrozek

(Y más concretamente sobre “La vida para principiantes" publicado en 2013 por Acantilado.)

Y digo breve porque, por su tamaño, no merece, el librito este de Mrozek, nada más que eso: una breve nota a pie de página, un asomo de reseña, un algo así como llamar la atención sobre su existencia. De otro modo temo que este libro, se ponga dónde se ponga, pase desapercibido de puro minúsculo.  

Confieso mi ignorancia (esto es un clásico): nunca había leído a Mrozek. Prejuicios, ninguno. Simple cuestión de prioridades. Mrozek siempre era aquello que podía ser leído en cualquier otro momento. Hablamos de libritos de nueve o diez euros, maldita sea; me gasto más en revistas al mes. Por eso, cuando recibí la nota de prensa de Acantilado informando del estreno de este (ahora lo sé) pequeño volumen de algo -no sabía entonces yo bien qué-, no me resistí a la tentación de pedirlo a mi biblioteca habitual (de la que me vuelvo a declarar fan fatal una vez más), en la que se ve que, para según qué autores, no hay crisis que valga. 

No me enrollo. Leo a Mrozek sin prejuicio. Leo Mrozek sin esperar absolutamente nada, sin ser, Mrozek, otra cosa que la imagen de ese escritor polaco de cuyo nombre no logro nunca acordarme. No me vuelve a pasar, se lo juro por mi gato. Y no lo hará porque hacía tiempo que no me divertía tanto con un libro como me he divertido las dos horas que me ha durado esto (y es que tendrían qué ver tamaño, qué gran absurdo, qué despropósito, qué desconsuelo una vez terminado, qué ganas de salir corriendo a la librería, qué pena que me pille tan lejos, qué rabia, qué dolor del alma mía, qué triste tener que elegir entre tanta alternativa para acabar leyendo alguna italianada (prepárate Lumen, que voy)). 

El libro en cuestión se compone de 39 pequeños, minúsculos, relatos en los que -déjenme decirlo bien- Mrozek se muestra rematada y jodidamente divertido.

Hace unos días hablé, en este blog, de un ruso llamado Jarms que había escrito unos cuentos absurdos en forma y fondo pero que, pese a lo encantador del resultado, quedaban a cierta distancia de alcanzar la excelencia. Quizá fui algo más duro que esto, pero, bien, a lo hecho pecho. El caso es, ayer, leyendo al polaco este, encontré aquello que le faltaba a Jarms, sin llegar a saber exactamente qué era. Sospecho que el truco está en la ironía contenida, es decir, en no evitar el absurdo pero tampoco caer en el exceso de todo vale. También que Mrozek se muestre como un artesano ejemplar, dedicando a cada cuento exactamente el espacio que necesita, ni una línea más, ni una línea menos. No hay en todo el libro (el libro chiquitin, chiquitín, chiquitito mío) ni un relato aburrido. Ni uno. No hay ni un momento en que uno piense que, bueno, qué coño, que este se lo puede saltar. Tampoco; ni el primero. Que ya tiene su mérito que diga yo esto, habiendo reconocido hasta la saciedad mi aversión cada vez mayor por el relato (especialmente el breve). A veces me la tengo que tragar; pero tan feliz me la trago. Y ojalá no sea la última.

Lamento no poner citas, me pillan en estado de semi inconsciencia y temo que si lo pienso mucho, acabe por no darle al botón de publicar y ya les digo ahora que yo otra reseña a este libro tan enano no la vuelvo a escribir ni fumado.

Les dejo un cuento, por aquello de dotar de contenido el post. También lo pueden leer haciendo clic AQUÍ.

EL HIJITO

A Isabel, reina de Inglaterra:
 El abajo firmante solicita ser adoptado por vuestras mercedes.
Actualmente soy huérfano, por lo que tengo que trabajar cada dos por tres. Debo aclarar que he terminado la escolaridad—dieciséis años de escuela primaria, dos por curso—y también el servicio militar. O sea que no tendrían ustedes que ocuparse de mi instrucción y les sería muy útil, porque podría cuidar de sus otros hijos, mis queridos hermanitos y hermanitas.


Estoy sano, a excepción de los días uno y quin­ce de cada mes y de los domingos por la mañana en que me duele la cabeza. Y me falta un diente por culpa de una bronca con un compañero, pero en general estoy fuerte, especialmente de piernas.

Tengo un carácter alegre. Me gusta cantar y me sé muchos chistes, por ejemplo el de la viuda y el deshollinador o el de aquel que estaba en cu­clillas. Se los contaré con mucho gusto, pero úni­camente si les apetece.

Soy un muchacho obediente. Se me puede de­jar en casa con la criada o incluso solo, no nece­sito ayuda para afeitarme y nunca me duele la tri­pa. Por lo que se refiere a la educación sexual, se ahorrarán el mal trago, porque ya estoy iniciado. Llegado el momento, podría añadir algún deta­lle sobre el tema si viniera a cuento.

Soy práctico y puedo hacer buen servicio en casa: arreglar un grifo, sacarle brillo a la corona, descargar el carbón para el invierno; sé hacer de todo, y así no tendrían ustedes que llamar a gen­te de fuera. Barato y de confianza.

Domino el inglés. Cuando en el cine echan una película en inglés, leo los subtítulos en voz alta y lo entiendo todo, especialmente si es de in­dios y vaqueros.

Sin más que añadir, quedo a disposición de Su Majestad para cualquier aclaración. Estoy siem­pre junto al chiringuito de cerveza, pero por si alguna razón no me encontrara allí, déjele el re­cado a mi amiga que trabaja en la esquina. Re­cuerdos para papá.

Un respetuoso saludo,

el principito




Nota: La traducción es de un montón de gente. A saber: Joanna Albin, Francesc Miravitlles, Anna Rubió, Jerzy Slawomirski y Bozena Zaboklicka. Pero lo hacen tan bien, tan bien, tan uniforme y tan bonito todo que parecen uno solo y aún les sobraría gente.


martes, 12 de febrero de 2013

El sentido acrítico de Luis García Martín (DK-11)

UNO 

No sabría decir cuándo fue maldita la hora que empezó todo esto. Debió ser hace meses. Vivía yo entonces en la bendita ignorancia de creer que la corrupción de los premios de narrativa era insuperable. Insalvable, incluso. Vivía yo así, ya digo, ignorante, cuando un amigo llamó mi atención al decirme, un poco de pasada y otro poco no, que si creía que los premios de narrativa estaban corruptos tendría que ver los de poesía. No le creí. Es decir, sí, le creí, pero haciendo algún esfuerzo (tampoco mucho). Además creo que por entonces acababa de enterarme de que a “Los enamoramientos” de Javier Marías le habían dado no sé qué premio europeo o de la crítica o algo muy importante por lo que mi fe el sistema (la poca que me quedaba) estaba lo hundida que pueda imaginarse. Parecía imposible caer más bajo. Me equivocaba. 

No volví a pensar en los dichosos premios hasta que en noviembre o diciembre leí en una esquina de la revista Qué leer no sé qué polémica con el premio Ciudad de Burgos. Sí, yo creo que se puede decir que fue entonces cuando empezó todo, cuando a raíz de aquello, -tirando de un hilo que más tarde supe infinito- descubrí que mi amigo estaba equivocado: los premios de poesía no están corruptos; los premios de poesía eran la corrupción versificada. 

Sé lo que están pensando: ¿qué tiene esto que ver con Luis García Martín? ¿Qué tiene que ver él con la corrupción, los premios, los amiguismos, la crítica y/o la poesía? Veámoslo. Pero déjenme ir poco a poco; este es un hilo con mucho cabos de los que cuelgan otros hilos de los cuelgan otros cabos y es fácil enredarse, asustarse y salir corriendo. El futuro soy yo deshaciendo un tafetán. En cualquier caso vaya por delante que utilizo a Luis García Martín sólo como la excusa para presentar la punta de un iceberg de proporciones épicas. Líricas, más bien. Reconozco también que, al menos para mí, representa nada más que uno de los de uno de los tantos hilos de los que he ido tirando y de los que sigo tirando y de los que creo que podría seguir tirando el resto de mi vida sin dejar nunca de tirar. Moriré de viejo y aún quedará hilo, urdimbre, trama. Sobre todo, trama.



DOS
Les pongo en antecedentes (parte de ellos, al menos): Luis García Martín dirige la revista Clarín, que es una revista que me libro de leer gracias a que no tiene una distribución que se pueda calificar de ejemplar. Quizá me equivoque pero no creo estar perdiéndome gran cosa. Esto lo digo porque Luis García Martín también tiene un blog llamado Crisis de Papel desde el que ejerce ese mal incurable que es la crítica literaria. Pues bien, después de leer algunas de sus críticas tenía yo a Luis por un tipo serio, formal, educado, con una marcada tendencia a las fotos horteras y al aburrimiento, pero también con cierta disposición a ejercer la crítica no-complaciente.
Pues bien, estaba yo un día sentado en una hamaca tomándome una cerveza y tirando del dichoso hilo (que a estas alturas se había traducido en bufanda gris plomo fea de morirte) cuando di con un artículo bastante interesante, escrito por Luis, llamado “Justicieros” en el que criticaba (¡y cómo!) al Colectivo Addison de Witt (fue publicado el 9 de julio de 2011 en el suplemento cultural del Abc y el 21 de ese mismo mes en su blog personal).

TRES
Hagamos una pausa para hablar de Addison de Witt.
A este colectivo, formado por cinco poetas y/o críticos, lo descubro, como casi siempre, demasiado tarde, esto es, después de su despedida. Una despedida que tiene lugar en un artículo que publican el 10 de julio de 2012 en el que dicen lo siguiente: “ El objetivo inicial del blog fue denunciar tanto la corrupción existente en los premios de poesía como la forma en la que el amiguismo se ha apoderado de toda la crítica hasta el punto de que ya no se lee una sola reseña negativa de un libro (con alguna honrosa excepción)”. (La cursiva es mía). Cuesta no darles la razón. Dicen más cosas en esa despedida; dicen, por ejemplo, que “A nivel de premios los casos de corrupción, de amiguismos y endogamias no se han reducido ni un ápice desde que comenzamos este blog”. Resumiendo, que han acabado hasta las narices de denunciar el calamitoso estado de las cosas sin obtener ningún resultado satisfactorio (entendiendo esto como acabar con la corrupción) y se van a su casa a leer o a dar de comer al gato.
Por aquello de no quedarme con el regusto amargo de su despedida hago un poco de historia. Echando un vistazo a sus aviesas intenciones recuerdo que en su primera entrada, fechada el 4 de mayo de 2007, se hacían eco de aquello que Anson había denunciado desde su tribuna en El Cultural unos meses antes: “El Cervantes es un premio absolutamente politizado que debería otorgarse directamente en Consejo de Ministros”. En los siguientes artículos hilaron más fino, pero seguir ese camino es tirar de otro hilo y aunque la tentación es grande (porque es un hilo mucho más jugoso que este de hoy) la voluntad es fuerte y yo soy un hombre con una misión.

CUATRO
Vuelvo a Luis García Martín y a su artículo “Justicieros”.
En este artículo, fechado el 21 de julio de 2011, Luis pone de vuelta y media a los Addison de Witt. Critica su sistema de crítica porque le parece demasiado matemático y ya se sabe que la poesía, al operar desde el sentimiento, no es precisamente una ciencia exacta. No quería hoy a entrar a juzgar si la forma de Addison es correcta o no o si Luis tiene más razón que un santo porque, al igual que hace un momento, he visto que ese hilo conduce a un lío de mil demonios (es casi una colcha de cama). El fondo del asunto es lo mucho que me llama la atención que a Luis le moleste especialmente que los Addison tengan en cuenta la relación existente entre los miembros del jurado, o el hecho de haber publicado en la editorial que otorga el premio. Entiendo que si a Luis le molesta esto, a Luis le molesta todo. Como no tiene pelos en la lengua (o de tal cosa parece presumir) dice lo siguiente de la valoración de esos impresentables: “No importa que el jurado esté compuesto por cinco, seis o más miembros. Si uno de ellos es profesor y el poeta ganador también lo es, la objetividad queda fuertemente mermada. Y desaparece por completo si se puede establecer algún vínculo con Luis García Montero o la editorial Visor”. ¡Zas!, ya salió. Lo retrasé lo posible, pero ha sido inevitable: ya lo tenemos aquí. Me refiero, cómo no, a Luis García Montero. El hombre. El sospechoso habitual número uno. Así, en general.
El artículo no es tanto un análisis detallado de la mecánica crítica como el desquite de Luis ante la acusación de los Addison de Witt de que uno de los premios en los que Luis García Martín ejercía de jurado (junto con Luis García Montero, Josefina Martínez, Aurora Luque, Chus Visor y Carlos Marzal) estaba poco menos que amañado. Se trataba del premio Emilio Alarcos y el ganador fue Eduardo Jordá, a quién Martín aseguró haber reconocido de inmediato cuando lo leyó, algo que suena bastante a disculpa por parte de Martín (a quien llamaré así a partir de ahora para distinguirlo del otro Luis García [Montero]). Tampoco voy a tirar de este hilo, porque he mirado y lleva directamente a un calcetín.
A cambio sí voy a llegar a donde quería, al fin, después de tanta palabrería. Presten atención, por favor, al final del artículo de Luis García Martín:
“Pero no se trata de defender la ‘ecuanimidad’ del premio Emilio Alarcos ni de ningún otro premio concreto, que no puede ser cuestionado por quien lo ignora todo sobre su desarrollo, sino de poner en cuestión la credibilidad de quienes van de anónimos justicieros por la vida y denuncian, no ya sin pruebas, sino con caprichosos argumentos.
Que hay premios amañados, de acuerdo. Que conviene denunciarlos, por supuesto. Pero para eso hace falta algo más que desinformadas buenas intenciones (damos, por supuesto, que al menos las intenciones son buenas). Hace falta —además de algún indicio, aunque sea mínimo— cierto conocimiento del medio literario y, sobre todo, alguna inteligencia”.
¡Y se queda tan ancho! El tipo, perdón, el crítico, es capaz de decir, con la boca grande, que le consta que hay premios amañados que conviene denunciar pero sin embargo no sólo no hace el menor esfuerzo desde su tribuna personal para llevar a cabo tal denuncia sino que tiene las santas narices de tachar de tontos e ignorantes desinformados a unos anónimos que sí lo hacen por el simple hecho de que al bueno del señor no le gusta que hayan cuestionado su honradez como jurado en un momento determinado y eso aun dando por supuesto que las intenciones de los Addison son buenas. Si las intenciones son buenas, Luisito, y, como tú bien dices, los premios se amañan y hay que denunciarlos y Luis García Montero, de profesión sospechoso, está metido en el ajo, a lo mejor, Luisito, lo que hay que hacer es ayudar a despejar dudas y no, como haces tú, echar balones fuera, que pareces de la escuela de Rajoy, tú, con tanto mirar para otro lado y decir que no a todo con la cabeza y con la boca pequeña que, bueno, que sí, que alguna cosa sí.
Sorprende que Luis García Martín, que no duda en ironizar sobre el hecho de que el libro de Pere Gimferrer (Alma Venus) pueda ser “uno de los grandes libros del año, sin duda alguna, para los suplementos culturales más prestigiosos y para la crítica acrítica habitual en ellos”, (anticipándose cinco días a un Luis García Jambrina que considera que en ese mismorevolucionario libro hay un “ Gimferer pletórico”), sorprende, digo, que así como reclama justicia sobre los premios amañados no dude en tachar al crítico (en general) de perfecto inútil o de hablar de crítica acrítica cuando ésta no atiende a sus intereses particulares (prestigio personal, amistad…). Sorprende, y mucho, este ejercicio suyo tan de estar por encima de todo, y porque me sorprende es por lo que empiezo a tirar de ese hilo del que les vengo hablando desde hace demasiado rato; un hilo tras el que me he encontrado más de lo que se puede contar en un solo artículo.
Si les parece bien (y si no también) otro día hablamos de tantos y tantos poetas y escritores y críticos anexos a Martín y más concretamente de Montero, ese personaje que parece salido de una película americana de gánsteres enamorados de la luna. Me quedo también con ganas de hablar del Premio Ciudad de Burgos; de descubrir cómo se silencia una acusación; de entender cómo se defiende lo indefendible. No sabe uno a veces si está hablando de política o de poesía o de ambas cosas a la vez, o si acaso en el fondo lo que ocurre es que todo es la misma mierda, que se camufla entre tanto hedor.





sábado, 9 de febrero de 2013

“Un mundo para Mathilda” de Victor Lodato

Un mundo para Mathilda” fue la última novela que estuve a nada de abandonar algo así como setenta veces. Tirando por lo bajo. Esta podría ser la reseña más corta del mundo, pero ya saben que yo cobro por carácter (tómense esto como quieran). Total, que lo de Mathilda es muy muy bobo. Mucho. No es lo más bobo del mundo, pero casi. 

Mathilda es una niña de unos trece años a la que se le muere una hermana no mucho mayor que ella. La información que la criaja nos da sobre el percance parece bastante clara porque uno pone siempre toda su fe en el narrador pero Mathilda tiene 13 años y arrastra un sentimiento de culpa que nubla nuestro entendimiento lector. Claro que de esto te vas enterando de a poquito. (Des)ventajas de (leer) escribir en primera persona, supongo. La niña está pelín perturbada, trastornada; la niña está fuera de sí la mitad de la novela (algo evidente por el exceso de tonterías y pequeños detalles en los que no viene mucho a cuento entrar). Para ella todo es desatención hacia su persona y sus padres no son nada más que esos señores que leen y callan todo el santo día. 

Quiero ser mala. Quiero hacer cosas malas, ¿por qué no? Mi vida es aburridísima. Como ahora. Es de noche, todavía es temprano para acostarse pero demasiado tarde para estar fuera, y ellos dos leyendo leyendo leyendo, moviendo los ojos como la luz interior de una fotocopiadora. Esta noche, cuando metía los platos en el lavavajillas, he roto un plato. He dicho lo siento mamá me ha resbalado. Pero no me había resbalado, soy así a veces, y quiero ser peor. 

Temía lo peor cuando la empecé. Lo mejor y lo peor. Me explico. Por un lado me veía venir una puta novela sobre un fondo de entorno literario. Horror. Por el otro pensaba en mi bendita ignorancia que de allí (de ese párrafo inicial) podía salir una novela sobre la incomunicación infantil absolutamente maravillosa. Absolutamente maravillosa es exactamente lo que pensé, sí, porque yo a veces también soy de esperarlo todo de una novela. 

Pues esta niña mala, tan dada a llamar la atención a golpe de vajilla, nos cuenta lo que es su vida en los días previos y posteriores al primer aniversario de la muerte de esa hermanísima, una chica popular, guapísima, comprometida con nobles causas y, como buena adolescente, secretamente enamorada. ¿Cómo se muere? Sí, perdón. Se muere arrollada por un tren. Si quieren ustedes saber si se cae o no se cae, si la empujan o no la empujan se leen ustedes la novela que no todo va a ser leer de gorra. 

Se adorna todo esto con el gran trauma que fue, es, el 11S. Algún día los novelistas americanos tendrán que empezar a hablar de otra cosa. Viendo lo rentable del asunto habrá que ir pensando en una masacre. Ya tienen ustedes deberes para el fin de semana. Retomando: hay por lo tanto una niña angustiada y sin rumbo en un mundo desesperado por recuperar su control. O algo así. Dejo la frase porque me quedó cachonda más que porque sea verdad. 

Lo injustificable es el aburrimiento de una novela que no lleva a ninguna parte, que todo es dar vueltas sobre la tristeza y el desequilibrio a través de anodinas acciones protagonizadas por anodinos personajes. Llámenlo anodinosis. Tampoco tiene nada de especial la voz narradora (hubiera sido una inmejorable oportunidad para salvar la situación) por lo que todo lo que le queda al lector es la curiosidad propia del cotilla. 

Pues a este clavo ardiendo, para ilustrar el argumento, es al que se aferra, por ejemplo, María José Obiol en la reseña que hace para Babelia el dos de febrero cuando dice (y cito textualmente, que no se diga que me presto a libre interpretación cuando me place) que 
A Mathilda se la escucha con atención en sus inquisitivas, demoledoras e incluso hilarantes preguntas y razones, pero el buen comienzo, ese punto furioso, tiene en ocasiones una deriva que no acaba de cumplir con las expectativas, por lo menos no todas, pues sucede que el interés de la novela decae y el proceso de lectura, ese camino regulado por la tensión narrativa de la historia que se va desarrollando no siempre mantiene vibrante la peculiar voz de Mathilda.” 
Llámenle deformación profesional, si quieren, pero voy a meterme un poquito con Obiol. O mejor, voy a decirles lo que no hay en la novela utilizando el parrafito de Mariajo. Aclaro: de hilarantes preguntas nada. Las preguntas normalitas de toda la vida de dios de niña resabida y con más traumas que un marine. Inquisitivas todas, o de preguntas tendrían poco y demoledoras, bueno, a ratos, es verdad que un poco puta sí que es algunas veces, pero más en resoluciones que en cuestiones. 

El resto es un poco de risa. Sigo hablando de MJ. Que “ese punto furioso” tiene en ocasiones una deriva sería reconocer que la deriva se corrige y unas veces está bien y otras no, que es lo que vuelve a dar a entender cuando dice que no siempre se mantiene la vibrante (!) peculiar (!!!) voz de Mathilda. En fin, pilarín, que si lo de Mathilda es una voz peculiar la mía es de crítico literario experto y documentado. 

No le hagan ni caso a Mariajo, angelito, que sólo quiere salvar la novela de ser pasto de las llamas. La cosa no empieza mal, es verdad, pero cuando una novela no tiene nada que aportar se muere y esta se va muriendo como sin querer por culpa de no ser capaz de mantener el interés y dotar, precisamente, de una voz especial a Mathilda. Esperaba más de un poeta que golpes de efecto al final de cada una de las cuatro o cinco partes en que se descompone el libro. “De todos modos”, continúa Obiol, “conviene salvar escollos y continuar hasta la resolución de la historia”. ¿Por qué conviene? Si lo dice porque es el único modo de descubrir la sorpresa final que propone el autor ya les adelanto que no vale la pena. Y paso de entrar a discutir la chorrada de si un buen final (no es el caso) puede salvar una novela porque ya doy por hecho que NO. 

Créanme, “Un mundo para Mathilda” no merece el esfuerzo de su lectura. No hay recompensa final. Y además la portada es horrible. 




Un mundo para Mathilda
Victor Lodato
Traducción de Carme Camps
Duomo. Barcelona 2012
310 páginas. 19,50 €

jueves, 7 de febrero de 2013

Píldoras críticas: Danill Jarms y Sophie Divry

Hoy toca autorrescate. Me va perdonar que recupere un par de reseñas de ese pozo sin fondo que es el borrador de blogger. Ni se imaginan la mierda que guardo allí. Hay cosas de Tolstoi, de Dostoievski, Camus, Sartre, Dickens, Yasmina Reza, Román Piña, Marc Pastor, Paul Viejo, Buzatti, Royuela y hasta de un japonés llamado Kobayashi, amén de otras chorradas (más chorras que esta, quiero decir). Eran tiempos de vacas gordas. Hoy, con DK, todas son flakas. Por eso y mientras busco tiempo para reseñar los doscientos millones de libros que tengo pendientes, voy a sacar conejos de la conejera. No es un gran truco, pero ayudará a pasar el rato.

Me llaman Capuchino” de Daniil Jarms 

A comienzos de octubre (ya llovió) me encontraba yo leyendo un extraño libro llamado "Me llaman Capuchino" de un ruso seudonominado Daniil Jarms que tiene cuentos tan breves como este: 
En cierta ocasión un hombre iba al trabajo y, de camino, se encontró con otro hombre que, tras comprar una barra de pan polaco, iba de vuelta a casa. Y eso es todo, realmente.” 
No me gustan los cuentos, menos aún los microcuentos y los haikus ni me los menten, pero los relatos de este recopilatorio tienen un algo tan absurdo que invita a perdonarle un poco la tontería de no parecer nada más que las anotaciones que un loco de atar hacía en las servilletas de los bares a los que iba con sus camaradas. 

Extraña e irregular recopilación de una editorial a la que todavía no acabo de cogerle el punto, el mérito de Jarms está en no permitir que el lector se sienta del todo estafado, entre otras razones porque son cuentos que no se extienden más allá de lo justo y necesario, que viene siendo lo que tarda un chiste en dejar de hacer gracia. Pero esto no libra a Jarms de nada. En todo caso se le perdonan estos cuentos tan de entrelecturas por la chispa con que los escribe y por la desvergüenza con que son ahora publicados. Lo mejor del autor es que, tal como señala la solapa del libro, lo mataron de hambre sus compatriotas por antisoviético durante “el asedio de Leningrado por parte del ejército naci” (la errata es de la solapa del libro, no mía) que eso es algo que siempre queda muy bien en el currículum, muy por encima del suicidio. 

Insuficiente, en cualquier caso, este rescate de Automática Editorial, aunque se le agradece el gesto de salvar del olvido obras no sabe uno si inéditas o anecdóticas y no limitarse a volver a traducir clásicos populares. Y no miro para nadie.

* * * * * * * * * * 

"Signatura 400" de Sophie Divry 

Me leí esta novela, hace ya algún tiempo (siendo algún tiempo, año y medio), en apenas hora y pico. Sale la tontería por 17 euros (no a mí; yo soy mucho más listo que eso). Confieso que, quizá por ciertas naturales reservas, lo leí con escaso cuando no directamente nulo placer y eso que me iba deslizando por la historia sin tener que andar montando puzzles por el camino, que es una cosa que quieras que no también se agradece. Diré en su favor que cuenta con la ventaja añadida de poder atender a la noticias de la televisión sin perder el hilo de la narración en ningún momento si acaso previamente ha podido encontrarse. Pueden considerar esto un insulto, si quieren; dependerá de sus hábitos de lectura. 

La historia es una estupidez, para qué nos vamos a engañar. Va de una bibliotecaria que se ocupa de la sección de Geografía. Un día llega al trabajo y se encuentra un tipo durmiendo, allí, en el suelo, y en lugar de follárselo, que sería lo más lógico, le invita a café y le cuenta lo primero que se pasa por la cabeza: cosas como que se enamorado locamente de un habitual de la biblioteca que tiene un cogote precioso. La típica soplapollez de psicópata reprimida. Le habla también de las dificultades de ascender a la sección de Novelas o Historia y las riega con digresiones sobre la nueva Narrativa Francesa, que es toda una mierda (también allí, SÍ). La novela viene a ser un intento de elogio a los clásicos de siempre; a casi todos, al menos. Nada concreto; no se dicen nombres pero se sobreentiende la generalidad. Lo raro es que la autora, esta muchacha tan joven, no esté del lado de la posmodernidad y si lo está que no lo parece. También puede ser una infiltrada y tengamos que matarla. 

Ideal para bibliotecarios, usuarios de lo público y la letra impresa, amantes del amor y mujeres solteras con gato y sin plan. Perfecto también para la playa, leer asomado a la ventana o un banco de la Fnac. Se olvidarán de ella antes de acabar la semana, garantizado. Así de ligera. O más. Y prescindible ya ni les cuento.



martes, 5 de febrero de 2013

Intemperie: la quincuagésima Gran Novela del Año

Guardo un recuerdo lejano de Bebe, la cantante, admitiendo —durante una entrevista que Gemma Nierga le hizo en La Ventana con motivo de la promoción de su segundo disco— que había vuelto para cumplir el contrato con la productora. La chica era toda desilusión y falta de entusiasmo. Se sobreentendía que el culpable había sido el exceso promocional del trabajo anterior. Se le habían resecado las ganas. Ignoro si se puede componer sin inspiración o si basta con sentarse y darle a la tecla, ya sea de la Olivetti o de la pianola, o quizá sea la de las musas, una cuestión mucho más compleja. Quizá hagan la calle y cobren por horas.

Retomando. Aquello fue un poco morirse de éxito (obviando la resurrección posterior). Echándole imaginación, aquello podría ser también un poco lo de Monteagudo, sólo que en este caso el chico lo supo aprovechar mejor seguramente porque, como él decía, tenía el cajón lleno de material y no tuvo que recurrir a las musas en el azaroso momento de ser la estrella del lugar, la luminaria en el firmamento literario, las esperanza del escritor eternamente inédito. Eso y que es de suponer que no quema lo mismo ir de gira que conceder entrevistas a Babelia.

Pues bien, tengo algo más que la sospecha de que está volviendo a ocurrir. Estamos haciéndolo de nuevo. Hemos pillado in fraganti a un tipo que puede llegar a ser la bomba de este trimestre tan triste de novedades editoriales. Lo tiene Seix Barral, cogidito por los huevos, y ya verán, ya, cómo no se les escapa. Buenos son los de Seix para estas cosas.

Una semana después de que un pajarito me dijese que Seix Barral no aceptaba escritores que no viniesen acompañados de un certificado de Ventas Seguras, descubro que un tipo llamado Jesús Carrasco va a publicar con ellos su primera novela. Cuando, curioseando, descubro que en la feria de Fráncfort hubo peleas en el barro por hacerse con los derechos de la imaginación de un perfecto desconocido, se me disparan todas las alarmas y me obligo a leer dos veces. Y, bueno, parece que sí, que así es. Leo en una web cualquiera que Carrasco, durante la feria, se convirtió “en un autor muy demandado […] y su obra ha sido vendida a 13 idiomas extranjeros.” ¡13 idiomas extranjeros, nada menos! Esto claramente promete mucho más que Monteagudo en su mejor momento.

Pienso en Jesús Carrasco y lo imagino iluminado por una luz cegadora o apagando un zarzal ardiendo a escupitajos. No sería de extrañar, al fin y al cabo la propia directora de Seix Barral, Elena Ramírez, explica a EFE que lo que ocurre con Carrasco “es uno de esos milagros que sólo puede ocurrir en Fráncfort”. No sé yo. Esto lo llevas a Lourdes y según las velas que le pongas a la buena de la mujer lo mismo sales de allí con la novela traducida a setenta idiomas y la promesa de un tuit del santo padre proponiendo un hurra por el autor.