miércoles, 26 de junio de 2013

“Trabajos del reino” de Yuri Herrera

Yuri Herrera, al igual que Montero Glez (ver post anterior), es fundamentalmente PROSA. Al menos en el caso de esta novela, que viene siendo la única que he podido leer sin echar mano de ahorros, pero que -me han soplado- es una práctica habitual.

Y digo que el muchacho es todo continente porque lo que viene siendo contenido como que no. En cualquier caso mejor que Montero gracias a que sus personajes no dignifican los de una película de Santiago Segura y que el sonsonete mexicano se come con patatas el gaditano. No hay color.

Eso, y que aquí odiamos la literatura española.

Pero a lo que íbamos. El protagonista es un cantante que para entrar en el reino de los cienos nomás debe cumplir una condición: no cogerse a quien no debe. Clarito se lo deja el gerente a la primera de cambio: “cuidadito con meterte donde no debes, no le busques a las mujeres ajenas”. Putas sí, las que quiera y más, pero a las otras, ni mirarlas. El tuno hará lo que se espera de él, es decir, cagarla

Pero vayamos por orden: el reino de los cienos es el palacio de un capo mexicano al que nuestro protagonista, un cantante de corridos, cae en gracia por una rochada equis. Lo apadrina, lo lleva a palacio y lo tienen componiendo corridos que lo dignifiquen. El palacio era un poco Miraflores en tiempos de Chávez:

Era como siempre se había imaginado los palacios. Sostenido en columnas, con estatuas y pinturas en cada habitación, sofás cubiertos de pieles, picaportes dorados, un techo que no podía rozarse. Y, sobre todo, gente. Cuánta persona cubriendo a zancadas las galerías. De un lado para otro en diligencias o en afán de lucir. Gente de todas partes, de cada lugar del mundo conocido, gente de más allá del desierto. Había, verdad de Dios, hasta algunos que habían visto el mar.

Pues bien, allí hay de todo; tanto, que para salir del cliché hay que sudarla y ni con esas. Está el capo y la cohorte y ese que suponemos traidor, seguramente lo sea. Los únicos decentes, como en el salvaje oeste, serán el doctor y el periodista. Hay una puta buena y guapa y hay una guapa y buena que no es puta y es primero con una y luego con otra que se van enredando la cosa del amor sin llegar a ser nunca del todo un problema de celos. Está todo tan visto que hasta la suegra es un mal bicho.

No hubo cortesano al que negara sus dones. Compuso un corrido al gringo de planta, diestro para idear pasajes de mercancía. Este se había pegado a un hatajo de muchachitos ansiosos de mareo que cada viernes cruzaban a desmayarse de este lado del muro. Aquí está su cuidador, dijo; aquí mero, se confiaron. El más desmedido era un pecoso hijo de cónsul a quien el Gringo devolvía a su casa con amor de padre y los asientos hartos de yerba buena. Bonito fue el negocio hasta que el pecoso se le perdió en un picadero vil. Chulada de canción. Compuso la del Doctor, el principalísimo de la Corte, a quien el Rey mandó a curar a un gatillero con el vientre agujereado de escopeta. Traicionaba el bato, aunque él no sabía que le sabían.

Con estos ingredientes y un escenario palaciego de intrigas, dimes y diretes se hacen ustedes una novela y lo que viene siendo el argumento no les sale diferente ni queriendo.

Pero a cuento de algo tiene que venir el entusiasmo de muchos, no va a ser que estén todos faltos de cultura cinematográfica: los dramas de malos malísimos, buenos buenísimos, drogas, mujeres y alcohol no se multiplican porque sí. Por eso creo que ha de haber algo más si queremos sacar al pinche güey del circuito de novela negra al que, por temática, estaría condenado. La razón, ya lo han visto en las citas anteriores, está en el cómo. A pesar de cierta querencia a hacerse el ininteligible por exceso de localismos mexicanos hay en su estilo ese punto hipnótico que por más que demasiadas (demasiadísimas) veces peque de excesivo (para muestra la siguiente cita en la que asoma un poeta que merece que arranquen el corazón a mordiscos). También a Montero –como vimos en el episodio anterior- se le presume hacer de otro modo lo de siempre. La diferencia fundamental radica en que al menos Herrera se preocupa de atrapar al lector en una historia "musical" (tópica, sí, pero no aburrida) mientras que Montero parece conformase con  relatos de borrachos que duermen bajo los soportales de un Banesto o perros que masturban a estrellas de cine. Y no. O sí, pero no. 

Son. Tantas letras juntas. Suyas. Puestas ahí sin otra cosa que hacer más que fecundar la testa. Son. Muelen la hoja entre rodillos de insomnio, avisan, hurgan la blancura baldía en el papel y en el mirar. ¿Y qué había sido la hoja sino un trasto del jale, como el serrucho si armara mesas, como la fusca si arreglara vidas? Qué, pero nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber. Tantas letras ahí. Son. Son un destello. Cómo se empujan y abrevan una de otra y envuelven al ojo en un borlote de razones. Y qué si perfectas, igual rejegas, ya se incriminan con miedo al desarreglo: palabras. Tantas palabras. Suyas. Bronca de signos que se atan. Son una luz constante. Son.


martes, 25 de junio de 2013

Fernando Valls o "la muerte nos sienta tan bien"

Recordarán que la revista Quimera sufrió, hace apenas un par de meses, un cambio en su organigrama; un cambio que se cepillaba a todos los que estaban y ponía en su lugar a otros nuevos y relucientes, a saber, Fernando Clemot & Co. Hasta aquí todo normal. Suponíamos entonces que detrás de Clemot estaba su amigo Fernando Valls, que en su momento había sufrido también destitución fulminante del puesto de director de la mencionada revista. Es más fácil seguir Juego de Tronos. 

El caso es que Javier Tomeo, el escritor, murió el sábado. Vaya, sí. Una pena. Yo me enteré por Facebook, que últimamente está de lo más necrófilo (la última es que Matheson ya es leyenda). Apenas un día después ya había un sentido homenaje en El País firmado por Fernando Valls titulado “Javier Tomeo o la fuerza del absurdo”. Temazo.

A Valls –un hombre al que suponemos de naturaleza sensible- también le da mucha pena que se haya muerto Tomeo. Muchísima. Pero la ocasión la pintan calva y tras hacer un breve resumen de su vida, obra y milagros, hace gala de sus dotes para el microrrelato aplicado a la publicidad en el siguiente párrafo:

“En la que seguramente debió de ser la postrera entrevista que concediera, publicada en el último número de la felizmente renacida revista Quimera, comentaba la aparición de una nueva novela: Constructores de monstruos (Alpha Decay), a la que habría que añadir El amante bicolor (1), que en otoño publicará Anagrama, su editor por antonomasia, aunque me consta que sentía mucha simpatía por el joven editor Enric Cucurella. Parece que ha logrado terminar asimismo un libro de microrrelatos, encargo de Menoscuarto, que iba a llevar un prólogo de Irene Andres-Suárez, quizá junto a Ramón Acín, quienes más profundizaron en el conocimiento de su obra.”

Aquí cabe de todo. Pasado presente y futuro. Que si Alpha Decay ha sacado esto, que si Anagrama sacará lo otro, que si él, Valls, como director de la colección de narrativa breve de Menoscuarto, sacará, en breve, lo siguiente: una colección de microrrelatos, un subgénero en el que, sólo unas líneas antes, hace experto a Tomeo: “[Historias mínimas], un extraordinario volumen de singulares microrrelatos, pues se alejan de lo estrictamente narrativo para acercarse al teatro.” Y todo esto a pesar de que el mismo Tomeo, en la entrevista que le hacen en Quimera, reconoce una notable falta de interés en el tema. “No me gusta tampoco demasiado lo que llaman minirelato, la literatura, de minificción, que son seis o siete líneas […] y punto, nada más, todo lo demás lo tiene que poner la imaginación del lector”. Pero, con todo, concluye: “Aunque yo tengo un volumen de minirelatos, a ver si encuentro editor”, una frase que se da de bruces con la de Valls, cuando asegura que Tomeo “ha logrado terminar asimismo un libro de microrrelatos, encargo de Menoscuarto”. A ver en qué quedamos: o es un encargo, o busca editor o qué.

Personalmente me quedo con ese momento publicidad que, como sin querer, se cuela en el obituario del escritor. Ese momento en el que la revista Quimera, que toma aquí conciencia de su muerte y resurrección —feliz, qué duda cabe, toda vez que está siendo capitaneada Clemot, el mejor amigo de los Valls—, tuvo la buena suerte de entrevistar, poco antes de morir, al escritor. O lo que es lo mismo: ahora que se han marchado los paquetes, ya pueden ustedes volver a comprar la revista de más rabiosa actualidad del panorama literario actual. 

Todo esto está muy bien. Tan bien, que no sé cómo no se nos ha ocurrido antes. Me refiero al asunto de publicitarse uno mismo y a sus amigos en los grandes acontecimientos tipo muertes, bautizos, comuniones y saraos erótico-festivos de eventos literarios. Habría bien en plantearse, El País, por ejemplo, la posibilidad de generar ingresos adicionales promoviendo el patrocinio de estos espacios. Así las revistas literarias podrían adelantarse y comprar los derechos de, por ejemplo, la muerte de Javier Marías, y de ese modo, cuando éste falleciese, disponer de banners y menciones a discreción, así como infinidad de links a la revista. O bien pueden ir en plan Valls y hacerlo de gratis total.







(1)Tengo una novela acabada, sin editor todavía (a), que me parece la mejor de las que he escrito, sobre un recaudador de contribuciones, siempre muy kafkiano el tema. Llega a una ciudad a cobrar impuestos de la gente y se encuentra con que ha desaparecido todo el mundo; a partir de ahí construyo una novela muy enloquecida. Ya está lista.” Entrevista en el Quimera de Junio de 2013.
a. Novela póstuma de Javier Tomeo. El fundador y director de Anagrama, Jorge Herralde, recibió hace tan sólo unos días la última novela de Javier Tomeo, El amante bicolor, convertida ya en la obra póstuma del escritor, que el editor prevé publicar a principios del próximo año. (22/06/2013. Última hora. El País).

martes, 18 de junio de 2013

“Polvo en los labios” de Montero Glez

Hoy toca cortarse las venas. 

La mascota es el quinto relato de este recopilatorio. Permitan que me salte los cuatro primeros; volveré a ellos (a uno, al menos) más tarde, por aquello de volver, no porque realmente lo merezca. Atentos: la cosa va de un preso que le ofrece a otro secuestrar al perro de una niñabien, algo que, es de suponer, está generosamente recompensado. Cuando sale de prisión localiza a la niña y roba el chucho, el móvil y algunos anillos que vende al mejor postor. Con el dinero fresco y en espera del rescate prometido visita a la mujer del otro preso y se la beneficia. Todo muy profesional. El chucho resulta ser un salido de padre muy señor nuestro al que hay que masturbar continuamente para tenerlo tranquilo. Y así es que, rozando, se cogen cariño preso y can. Pagado el rescate, se completa la transacción pero al chucho le puede la nostalgia y corre tras el ladrón, motivo por el cual lo pillan y lo entronan otra vez. Pues bien, esta soplapollez está contada en este plan: 

Se trataba de un secuestro nada complicado. Un trabajito de esos en los que se las podía apañar una persona sin ayuda de nadie. Según lo pintaba Joselito, la fulana era una de esas que van alicatadas hasta el merengue. 
—Si la ves cuando sale —decía Joselito—, si la ves, siempre luciendo mucho colorao y con unos sortijones como garbanzos. 
—¿En el mismo Sotogrande? 
—Sí, es fácil, te maqueas para no dar el cante. 
—Olvídate del atrezzo, suelta prenda. 
La conversación transcurrió así durante un rato. 

Durante un rato”, dice. Ojalá. Durante un rato no, todo el puto libro, que son sus diálogos dignos de ver para ser creídos. Es todo tan castizo, tan poco natural, tan de arroyo y tan de estereotipo marginal de chonis maqueadas o chulos de casa de putas que si hay que reconocerle algún mérito a Montero será el de haber llegado hasta aquí. 

Más ejemplos. Hoy va de eso y poco más; hay reseñas que se escriben solas a golpe de cita. En El secreto de la Garbo se cuenta cómo la Garbo tenía un mastín, regalo de un amante, que cada noche se subía a su cama, "donde el calor de su hocico le incendiaba la mata del pubis. Los lametones eran intensos, de abajo arriba, alterando la carne con el salvaje perfume de la fiebre animal; deteniéndose en la perla escandinava cuya dureza deshacía su lengua perruna." Y bueno, poco más, el perro se muere (lo matan), lo entierran… ese tipo de cosas. APASIONANTE. 

Y ahora, atentos a la jugada: Sin mierda en la tripas trata sobre dos sintecho que quieren drogar a un tercero para beberse los restos del Don Simón o algo así. Discuten y como buenos liantes se matan a navajazos. Cuando llega el que faltaba, ya levantados los cadáveres por el juez, se acuesta en el cartón, todito ahora para él, y recostado da con las pastillas, como la princesa dio con el guisante, se las traga y, feliz, se duerme. Fin. Pues bien, esto es otro relato. De cagarse, el Montero, no me digan. 

Lulú (otro) es exactamente lo que el título sugiere: trata de una mujer fatal y un poco puta que se beneficia a un narco mexicano para robarle un maletón, para lo cual echa mano de un mindundi que de puro amor traga con todo. Que digo yo si no habrá mejores cuentos que contar que los mismos de hace setenta años pero en versión siglo XXI y España profunda. Tristeza, de verdad. 

En lo relatos de Montero los hombres, machos alfa algunos y otros no tanto, roban y matan a placer, incluso policías, malviven dignamente más chulos que ochos y son tan follables que no hay mujer que resista no bajarse la falda al verlos pasar. Las pollas, todas, ejemplares, qué duda cabe. Las hembras, también, pero éstas de puro sumisas y complacientes. Chonis haciendo realidad fantasías sexuales con batas guateadas. 

Joselito era chispero de los de bigote y mosca, andares aflamencados y pelo brillante de aceite. Y decir de ella, de la puta, que era mujer de tronío, pellejo tostado, pongamos que moreno verdoso, como de campana antigua, y que llevaba la sexualidad cosida al trasero.” Claro, esto, así, tiene gracia un rato, como el Reverte y su Alatriste, pero luego cansa, y si además lo acompañas de tanta chorrada, enfada o, cuando menos, irrita. Y yo, que voy justo de paciencia, lo dejo aquí y prometo no volver así me muera yo o se muera él. Quizá la cosa mejore a partir de entonces pero tenía que haberlo pensado antes el recopilador, que no es menester hacer sufrir al lector sin recompensarle el esfuerzo de alguna manera. Si hasta en un vía crucis se hacen descansos, por el amor de Dios. 

Los USOS Y COSTUMBRES GENITALES DEL MADRID de hace cien años no se distinguían mucho de los de hoy en día. En lo tocante al desahogo de los varones, lo que primaba era ejercitar el pulso seguido del restregón tranviario. Esto último resultaba labor harto compleja pues la dama de principios del siglo XX, entre el paño de la falda y la costura de las bragas, anteponía un sinfín de ropa íntima. Llegada la hora del parcheo el varón lo tenía difícil. Según cronistas de entonces, había que estar dotado de cierto empuje para sortear enaguas, refajo y otras entretelas. Sin embargo, ahí no acababa todo. 

Y así todo rato, sin parar. Que bien, las formas, no digo que no, pero se hubiera agradecido tener algo que contar antes de haberlo contado, que luego todo es frustración y pena de tiempo perdido. 

Pasando de largo el resto de my life. Lo juro por estas.


jueves, 13 de junio de 2013

“El plantador de tabaco”: La Novela Necesaria

Empecemos haciendo un poco de historia.

El uno de febrero de 2012 se publicó en este mismo blog un post llamado Una reflexión en torno a la necesidad de ciertos libros en el que se lamentaba profundamente que la naturaleza salvaje de los lectores hubiesen excluido El plantador de tabaco de John Barth del paraíso de la reedición. Esto se traducía en una correspondencia privada con los editores de Cátedra que aseguraban que por culpa de las pocas ventas aquello prometía olvido y sepultura. El post se preguntaba si no sería mejor un buen libro pirateado que un buen libro olvidado. Cátedra aseguraba que no pero eso es porque Cátedra hablaba de derechos de autor mientras que yo lo hacía de literatura marginal (marginada, en realidad). Y de estupidez, también; la nuestra que, como lectores, lo habíamos permitido.

Pues bien. El post tuvo cierto éxito (todavía hoy es uno de los más visitados de esta Medicina) y muchos comentarios de los que surgió un proyecto: reeditar El plantador de tabaco. Jose Luis Amores, hoy editor de Pálido Fuego, inició las gestiones y mantuvo conversaciones que acabaron en nada. Poco después, otra editorial -entonces no sabíamos cuál- animada, quizá, por el un contagioso entusiasmo, se llevó el gato al agua tanto de esta como de otras novelas del mismo escritor. Esto daba al traste con el proyecto personal de Amores, pero al mismo tiempo hacía albergar esperanzas de que en un futuro fuese posible volver a ver a nuestro querido plantador ocupando la mesa de novedades de las librerías (quizá no de las prostituidas, pero sí de las otras, las de verdad) en las mejores condiciones posibles, que al fin y al cabo es de lo que se trataba.

Como he dicho, esto ocurrió hace mucho.

A medida que pasaba el tiempo iba creciendo, a cuentagotas, un grupo de Facebook llamado Quiero que se edite en español a El Plantador de tabaco, administrado tanto por Amores como por este humilde servidor de ustedes (siendo mi inclusión simplemente un gesto de cortesía por su parte); un grupo que hasta hace poco -antes de desaparecer misteriosamente- contaba con 69 seguidores, una cifra, una vez más, insignificante en comparación con otros grupos. 

El caso es que todo esto acabó cayendo en el olvido hasta que hace unos meses saltó, no sé dónde, —en Twitter, seguramente— la siguiente noticia: Sexto Piso tenía los derechos de la novela y planeaba sacarla en 2013. Se pueden imaginar: Sexto Piso. Superfan, yo, de Sexto Piso, ya antes, imagínense ahora, que entre esto y la (re)edición de William Gaddis era una sucesión ininterrumpida de orgasmos y carcajadas a partes iguales. 

Hace unos meses, con la publicación de su catálogo trimestral, se fueron concretando fechas: el libro estaría listo para la feria del libro de Madrid, es decir, YA. Me pongo en contacto con la editorial que me confirma que efectivamente en libro acaba de salir de la imprenta y se dirige, si no ha llegado ya, a su caseta (255) de la feria; una caseta que este fin de semana debería ser la estrella indiscutible, porque les voy a decir una cosa: EL PLANTADOR DE TABACO es, sin lugar a dudas, la mejor adquisición que pueden hacer este año en la feria, porque todo lo demás, en comparación, es papel que no sirve ni para liar un cigarrillo. (1)

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El treinta de enero de 2012, ediciones Cátedra (así el abajo firmante) me decía, entre otras cosas, lo siguiente:
“Por otra parte, sería necesario tener la edición en un formato digital que, dada la fecha de primera edición, no tenemos. Es rápido, fácil y barato convertir ficheros para formato de lectura electrónica si previamente se tiene esos ficheros en formato digital. Si hay que hacer la producción digital desde cero, la tarea se hace menos fácil, menos rápida y menos barata. Y estamos hablando de un libro de bastantes páginas cuyas ventas no han sido muy exitosas.”
Es decir, que no han estado por la labor, que había mucho que currar (digitalizar 1200 páginas, ahí es nada), que no salía a cuenta, que no era por el libro, no, eran ellos, que no lo veían. Bueno, pues parece que otros sí lo han visto; sí han digitalizado, desde cero, las 1200 páginas; sí han comprado derechos de edición y traducción o lo que fuese menester; sí se han tomado la molestia de montar y de sacar a la venta un libro “cuyas ventas no han sido muy exitosas”, porque a pesar de todo, y con la que está cayendo, todavía hay quien parece estar dispuesto a arriesgar tiempo y dinero en publicar uno de esos de esos libros (y esto incluye a Jose Luís Amores por su iniciativa) que bajo ningún concepto merecen caer en el olvido, uno de esos libros que ponen a los demás en su sitio. El plantador de tabaco ha sido uno de los libros que, como lector, mayor satisfacción me ha dado. Una OBRA MAESTRA. Riadas de calidad y diversión. Garantizado: he aquí el remedio contra el tedio. Lo dije en su momento y me reafirmo: UN LIBRO NECESARIO.

No me cansaré de leer esta novela, del mismo modo que no me cansaré de recomendarla especialmente ahora que se han terminado las excusas para no tenerla. Mañana lo tendrán en la feria, en unos días, una semana aproximadamente, en las librerías de todo el país. Este, y no otro, es el momento de demostrar si tenemos lo que hay que tener para ganarnos lo que estamos tan seguros de merecer.

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Ya termino. En el prólogo a esta edición, Eduardo Lago, el traductor, cuenta, entre otras, una pequeña historia:
Un día le regalé el volumen recién editado al decano de la facultad donde me habían contratado, un hijo del exilio republicano a quien acabé profesando gran afecto. El venerable profesor miró el volumen con asombro, lo sostuvo en alto como tratando de calcular cuánto podía pesar, debió de efectuar un segundo cálculo consistente en determinar cuánto tiempo le llevaría leer aquello y, por fin, sentenció: «Esto es una falta de respeto al lector». De todos modos, era un regalo, así que no le quedó más remedio que aceptarlo y llevárselo a casa. Al cabo de bastantes meses, no recuerdo cuántos, se acercó al minúsculo cubículo sin ventanas que era mi despacho y, con gran solemnidad, me comunicó que había terminado de leer la novela y quería darme las gracias.
Del mismo modo, hoy es Sexto Piso quien nos hace, a los lectores, el mismo regalo: la posibilidad de volver a disfrutar de la que para Lago fue una de "las experiencias más fascinantes que he tenido en mi vida de lector." Yo, que la he leído, no podría estar más de acuerdo con una afirmación. Ustedes verán lo qué hacen con su tiempo libre.

Y para terminar, déjenme que les haga un regalito, aunque sea robado y mucho más humilde que el de Lago o Sexto Piso: haciendo clic en la siguiente imagen, accederán al prólogo y primeras páginas de la novela. Arriésguense.






(1) Al final no pudo ser. El libro se retrasó y no saldrá de la imprenta hasta esta semana. O eso dicen, uno ya no sabe. Mis disculpas a todos los que perdieron el tiempo por mi culpa. Prometo no volver a jugármela hasta tener pruebas visuales.


martes, 11 de junio de 2013

El microrrelato y Jesús Esnaola (“Los años de lluvia”)

Ahora mismo debe haber en este país, tirando por lo bajo, algo así como 14.358 seres humanos escribiendo algo. Una novela, unas memorias, una biografía no autorizada, un poema, un ensayo, un apéndice, un prólogo, un post. De ese total deber haber (seguimos tirando por lo bajo) 8.976 escribiendo un cuento. Se pregunta uno, inevitablemente, si realmente hay tanto que decir; si no se darán cuenta, todos estos, que esas cosas a las que dedican tanto tiempo no interesan a casi nadie que no sean ellos, sus amigos y familiares. Si no sería mejor buscarse otro hobby y escapar del ridículo permanente de ser escritor para cuatro.

De los 8.578 escritores de cuentos que están en activo en este mismo instante (algunos se han levantado a tomar un yogourt, un bífidus inspirador, seguramente) la mitad han asistido o asisten a talleres de escritura (así, en minúscula). En esos talleres, nuevos antros de perdición, se hablará del microrrelato, porque de todo hay que hablar, y probablemente se le dirá, a los incautos estudiantes (a su vez futuros Maestros Talleristas), que el del microrrelato es un género literario tan noble como cualquier otro, que lejos de ser una variante del chascarrillo, es una herramienta compleja que exige lo mejor de uno o que no te puedes leer quince seguidos sin perder la razón. 

Pues bien, es más que probable que de alguno de esos talleres fuese alumno Jesús Esnaola. Tiene toda la pinta, Jesús, de haber sido tal cosa. Podría, aventuro, ser uno de esos escritores que sólo hace unos minutos se han levantado a tomar el bífidus de las cinco. Ese será su mejor momento del día. A partir de aquí, todo cuesta abajo. Durante ese breve descanso habrá dejado un relatito por la mitad (algo difícil de imaginar si no se sabe trabajar con decimales). Ese relatito interrumpido podría perfectamente ser un primo hermano del llamado osicraN, incluido en Los años de lluvia: “Cuando quieras, Narciso; cae al río y entra en mi mundo. Te estoy esperando.” O de Ironía: “El fantasma del inventor del GPS vaga por la Tierra, sin descanso, incapaz de encontrar el camino hacia la Luz.” Ese tipo de ingenio.

Estos dos microcuentos o microrrelatos o como quieran llamarlos son sólo un ejemplo —no demasiado malvado— de lo que viene siendo el libro. Los tiene más largos. Los cuentos, se entiende. A continuación les dejo el relato considerado por un crítico de Revista de Letras como uno de los mejores. Calculen ustedes la media.

Ellas
Tal vez, si te hubiera preguntado dónde las habías visto habría podido comprobarlo. Pero preferí pensar que estabas loca, que la cordura te había abandonado y firmé los papeles, dejé que te encerraran en aquel lugar lleno de blancos, de vacíos, de rumores y gritos. En aquel momento me convencí de que era lo mejor para ti, que allí te ayudarían a curarte, a volver a ser la que eras, a olvidar los días en que todo ocurrió.

Hace una semana que no me atrevo a salir de casa. Pronto me llevarán a tu lado. Yo también he empezado a verlas.

Pues bien, la cuestión de Esnaola, es decir, su librito, es más de lo mismo durante poco más de cien páginas que contienen un total aproximado de 90 relatos minúsculos no se imaginan cuánto. Los argumentos son variados, evidentemente, pero tienen en común la intención de sorprender y quizá ofrecer un giro final que coja por sorpresa al lector, que le obligue a asentir, a sonreír, arquear una ceja, acaso a pensar que Esnaola es una inteligencia superior de puro clarividente. Esto se traduce en cuentos en los que los narradores están, en ocasiones, muertos o a punto de morirse lo que, como sorpresa, es harto decepcionante. Algunos finales son ingeniosos (no he encontrado ningún ejemplo), otros, de juzgado de guardia (“Hoy, en el súper, he sentido un escalofrío cuando lo he visto coger los yogures de delante, sin comparar con los de más al fondo la fecha de caducidad.”) pero la mayoría se demuestran más que lamentables en una segunda lectura. 

Yo no sé si el microrrelato es un género literario o una excusa para no quedar en ridículo tratando de juntar demasiadas palabras pero espero, por el bien de la literatura, que Esnaola no sea un referente. Quizá en la barra de un bar, al salir de clase de nanonarrativa o twitilites, saque pecho junto a sus compañeros de pupitre por haber logrado publicar, algo que ellos (panda de fracasados) no, pero en el mundo real, en el mundo donde la gente lee algo más que la lista de la compra o las instrucciones del mp5, en ese mundo, lo que hace Esnaola y lo que sospecho que hacen otros cuentistas del mismo palo, no pasa de memez. Y esto incluye a Hipólito G. Navarro reescribiendo el cuento de Monterroso: “El dinosaurio estaba ya hasta las narices” (Los últimos percances, Seix Barral, Pág 319).

Selfservice
Introduzco dos monedas por la ranura. La pantalla, táctil, me ofrece varias opciones y me decido por «Castillo», «Noche» y «Tormenta». Pulso siguiente y de nuevo he de elegir, esta vez «Ama de llaves» y «Niño autista». Tras avanzar otra página «Cuchillo», «Llanto», «Oso de peluche» y «Pozo» me parecen oportunas. Por último, prefiero «Final Abierto». OK.

La máquina ronronea, carraspea y dispara su impresora. Expulsa un papel.

«Su microrrelato, gracias.»

Resulta ridículo y un tanto patético, ver a hombres hechos y derechos dedicar tanto tiempo a tamañas nimiedades total para ser ignorados un microcuento tras otro. Desde luego hay que tener muy poco amor propio para dedicarse a esto, tanto, que uno no puede evitar preguntarse si no hay que ser también un poco retrasado o, como poco, infantil, para no caer en la cuenta de tanta tontería acumulada. Propongo acabar con el género acabando con ellos, con Los Microrrelatistas. Aíslenlos, por favor, no les compren sus libritos miserables de gracietas varias. Acabemos de una vez con sus prosas de pitufos.



viernes, 7 de junio de 2013

“La misma ciudad” de Luisgé Martín

La cosa pudo perfectamente haber sido así: un día cualquiera Luisgé se encuentra por la calle a Fernando Royuela y lo invita a comer o bien quedan para cenar con Marta Sanz, Javier Montes y Marcos Giralt, por ejemplo, cincuentones casi todos o camino de serlo (esto será motivo  de conversación en algún momento), en casa de alguno de ellos (1). En la sobremesa Royuela les cuenta la historia de Constantin Cavafis (2),  historia que acompaña de la lectura de uno de sus poemas (sacado de un libro llamado La ciudad, que lleva oculto en el maletín, ni que fuera un disfraz de superheroe). El poema tiene, entre otros versos, los siguientes: “Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo / arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo / en idéntica casa.” (3)

Lo más probable es que durante ese encuentro se hubiese despertado la imaginación —de habitual facilona— de Luisgé Martín que viendo que tenía dos tardes libres a la semana les dijo a todos: “Voy a sacar un libro de ahí; no me lo piséis, cabrones, que os conozco”. Ellos, algo molestos por la apropiación, suponiéndola indebida, le exigieron, como contraprestación (pues andaban todos como locos buscando tema para su siguiente obra maestra) salir en la novela como personajes poco menos que terciarios; simples menciones; presencias cuasifantasmales, excusas de veracidad. “Pero ay de ti que me saques pendón”, pudo advirtirle Marta. Royuela, atacado por los celos, exigió algo más de protagonismo, al fin y al cabo había sido su declamación el origen de todo. Quizá por eso su nombre se repite cuatro veces. 

Esto también explicaría por qué salen los cuatro, la cena y la amistad con el protagonista en la página 112. Puestos a justificar, justificaría también la conversación en torno a la edad, motivo último de esta novela.
A los cuarenta años [dice el narrador, esto es, Luisgé] o a otras edades menos ásperas, yo, como casi todo el mundo, había sentido el deseo de cambiar de vida por completo, de abandonar Madrid para marcharme a una ciudad distinta y lejana, de buscar un trabajo nuevo en el que pudiera comenzar a aprender cosas diferentes o de separarme de esos amigos constantes que, aunque queridos, me encadenaban a costumbres ya encenagadas y fastidiosas.
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La novela trata sobre la crisis de los cuarenta, un tema en el que me van ustedes a suponer experto. Un hombre, anodino y vulgar, acomodado, con hijo y perro que trabaja en un bufete situado en las famosas Torres Gemelas se encuentra el 10 de septiembre de 2001 con un antiguo compañero, simpático aventurero y conquistador de mujeres y países por igual, que le recuerda lo miserable de su vida de mujer, perro y piscina. (“A los cuarenta años la felicidad se convierte en un asunto que concierne solamente a los demás.”) Dónde quedaron todos aquellos sueños de juventud y tal. Una putada. Tanta que cuando al día siguiente, 11-S, los aviones famosos se estampan contra su oficina, él, que llegaba tarde, decide romper con todo. Se marcha, sin despedirse, a vivir otra vida, la de su amigo, por ejemplo, y a la mierda todo lo que hasta ahora fue, hijo incluido. 
Estaba convencido de que para llegar a comprender las honduras del alma humana había que descender a los infiernos, pasar privaciones y sufrir desengaños. Por todo ello, afrontó su nueva situación con cierto sentimiento de alegría, como si en vez de soportar un castigo recibiera una recompensa.
El tipo tiene suerte o la cosa no hubiera pasado de cuento y medio. Supónganle mil aventuras, amores, amantes y ruina moral, de la buena, de la que fortalece el alma (o así lo creía él). Se le hace el seudónimo famoso a golpe de poema y forja una leyenda de escritor huraño. Más amores, más amantes, tirarse de un puente, follarse un maromo y una pizca de obra social. Las cosas propias de empezar tarde a experimentar. En la cumbre de su decadencia acabará en Madrid, donde se confundirá entre una multitud de aspirantes a famosos. Esto último es broma.

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La novela, planteada como una ficción incrustada en la vida del escritor/narrador (en la que él apenas aparece, no como el omnipresente Carrere en las suyas), está plagada reflexiones interesantes pero también algo manidas y a ratos repetitivas, del tipo "Había empezado a presentir, como si estuviera convirtiéndose al budismo, que la felicidad no consiste en cumplir los deseos, sino en no tenerlos" que giran en torno a lo que fue, lo que pudo ser, lo que acabó siendo. Lo que vamos camino de ser. Y todo por culpa de los putos cuarenta, que son una edad del demonio. Con un estilo sobrio, en absoluto alegórico y plagado de detalles, avanza una narración que cuesta interrumpir (que es casi lo mejor que se puede decir de una novela) aunque sí es verdad que mediado el relato y viendo que la vida de susodicho está condenada a la insatisfacción, cae un poco en lo ya visto no hace tantas páginas. Mal menor, en vista de la extensión, pero pecado mortal si tenemos en cuenta que la conclusión a la que llega después de cien páginas es exactamente la misma a la que habría podido llegar en veinte si el protagonista no fuese un auténtico imbécil. La misma ciudad es una novela interesante, -especialmente para aquellos a los que va dirigida, la generación de los ya-no-tan-jóvenes- que se pretende realista (obviando increíble de ciertos supuestos) y con un final tirando a decepcionante, que evidentemente no voy a compartir. Incluye enseñanza final, advertidos quedan. 




(*) Todas las citas están sacadas de la novela:

(1)En esa fiesta le presenté, entre otros, a Marta Sanz, a Javier Montes y a Marcos Giralt, a los que llegó a frecuentar bastante en los siguientes meses. Fue con Fernando Royuela, sin embargo, con quien alcanzó una intimidad mayor, pues los dos tenían cierta propensión a los discursos abstractos, a la especulación inconcreta y al espiritismo político.

(2)Había nacido en Alejandría y al morir su padre, cuando él era aún un niño, se había trasladado con su familia a Inglaterra, donde se educó y aprendió el inglés, que fue el primer idioma en el que intentó escribir poesía. Después vivió en Constantinopla y pasó temporadas en Londres, en Francia y en Atenas. Pero quiso volver a Alejandría y vivir allí desempeñando un trabajo anodino en una oficina gubernamental que dependía del Ministerio de Obras Públicas.” 

(3) Aquí el poema completo:
"Dices: «Iré a otras tierras, a otros mares.
Buscaré una ciudad mejor que ésta
en la que mis afanes no se cumplieron nunca,
frío sepulcro de mi sentimiento.
¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?
Mire hacia donde mire, sólo veo
la negra ruina de mi vida,
tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»
No existen para ti otras tierras, otros mares.
Esta ciudad irá donde tú vayas.
Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo
arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo
en idéntica casa.
Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,
ni barcos ni caminos que te libren de ella.
Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:
en todo el mundo la desbarataste."

lunes, 3 de junio de 2013

“Yo, precario” de Javier López Menacho

Mí no entender.

Resulta que este librito de Javier López Menacho está teniendo, para lo que viene siendo habitual, bastante éxito. Paseo por la red y encuentro una reseña tras otra, una entrevista tras otra, un mención tras otra y casi todas (las que leo) tienen ese punto elogioso de reconocerle un mérito enorme, ya veremos cuál. No se elogia el aspecto narrativo –no lo merece– pero sí el estilo ágil, directo, desenfadado, coloquial, ideal para reflejar el absurdo del mundo laboral. Pero sobre todo se glorifica (tómese esto con pinzas) a Menacho por haber escrito un libro denuncia de la generación del empleo precario. El acabose, esto.

El libro (de momento no lo llamaremos novela) es una compilación de crónicas en trabajos de mierda que ha sufrido (más que tenido) el autor en empresas que, por cierto, no se atreve a mencionar no vaya a necesitarlas algún día. Cosas como vestirse de chocolatina o captar clientes para una empresa de telefonía o promocionar coches durante la Eurocopa o campeonato futbolístico similar.

Pero entremos en materia.

Hay un párrafo muy interesante que se repite en por lo menos dos de los blogs de reseñas que he visitado y que no me resisto a comentar: 
Estoy aprendiendo los límites del mercado laboral, la degradación de la dignidad humana alrededor de la idea de que para vivir hay que trabajar, estoy viviendo una época de la historia que resulta deprimida pero apasionante y, al tiempo, aprendiendo mis propias limitaciones como persona. La incertidumbre de no saber qué hay más allá del mañana es, en cierto modo, adrenalina pura, algo que te hace sentir vivo.
Vamos a ver: ¿estamos tontos o qué? Ahora va a resultar que en este país sólo hay funcionarios; que nadie ha pasado por lo mismo que el autor; que a nadie le han pedido experiencia laboral con veinte años; que nadie ha sufrido el momento incorporación al mercado laboral, ni ha tenido que comer arroz cinco días a la semana; que nadie ha encadenado trabajos de mierda mal remunerados hasta dar con uno decente. ¿En serio este libro-crónica de empleos precarios tiene algo de novedoso que lo hace merecedor de tanta atención? ¿Acaso sirve para algo más que para demostrar la importancia de los talleres de periodismo? ¿Descubre algo que no sepamos, que no veamos cada día en el telediario, contra la que no vociferemos cada semana en alguna manifestación? Dejen, ya les contesto yo: no, no y no.  NADA. NI-UNA-PUTA-COSA. Tiene como novedad que el protagonista sea durante un rato una chocolatina, por ejemplo, que es algo sobre lo que yo nunca había leído, pero vamos, que no sé si tamaña estupidez es digna de mención una sola vez no digamos ya repetirla durante setenta páginas que es lo que dura el trabajito con el disfraz dichoso. Ahora va a resultar que hacer encuestas por la calle se inventó ayer.

Pero más allá del absurdo de la pretensión del libro (que ya supongo poco más que un entretenimiento para el autor, no así para la crítica que, una vez más, se cubre de gloria con la glorificación) está la cuestión del resultado. Medio libro es él siendo una chocolatina, ya lo he dicho, pero es que ser una chocolatina no da para medio libro si no es a base de repetir desgracias tipo cuánto-pesa-el-puto-traje y desde luego no justifica discursos infantiloides de consolación:
Marcos [5 años] y yo fuimos amigos sólo dos horas pero, durante ese tiempo, fuimos los mejores amigos. Y hay gente que no consigue un mejor amigo en todos los días de su vida. Me enseñó que aunque yo tenga perdida la guerra, hay batallas que aún puedo ganar y que este trabajo, por ridículo que parezca, está lleno de pequeñas, minúsculas satisfacciones que valen su peso en oro.
Céntrense, hagan el favor: o tenemos un trabajo de mierda o no tenemos un trabajo de mierda pero baboseos, los justos, que luego parecerá que en el fondo disfrutamos de la violación (de derechos, se entiende).

Bromas aparte esto no es, ni de lejos, lo peor. Lo peor viene después, en el último trabajo de los relacionados (¿habrá segunda parte?), cuando a la cosa le salen las pelotas:
El tiempo pasa con mi ración de comentarios plagados de tópicos futbolísticos y un público escaso pero agradecido.
Este comentario lo hace mientras trabaja como captador de público para los partidos de la Eurocopa del año pasado que parece que al final ganó España. Enhorabuena, por cierto. Una vez captados, a los veinte o treinta telespectadores les da un poquito la paliza con mira-este-coche-qué-bonito. Pues bien, quizá como demostración de que la cita anterior no es fruto de la casualidad, el libro, durante cuarenta páginas, encadena citas futbolísticas con otras de corte crítico con otras de corte lastimero con otras de corte bondadoso con otras de corte y confección. Juro por mi gato que no miento:
España parece más fuera que dentro cuando marca Jesús Navas, un niño de un barrio pobre de Sevilla. Iniesta controla una pelota elevada de Cese, la para majestuosamente con al­guna zona del pecho y, ante la salida del portero, le da un pase medido a Navas, que marca con un chut exagerado que pare­ce que va a romper las mallas.
Yo, esto, cuando lo leo, vomito. Yo. Claro, habrá a quien le guste el fútbol. Habrá quien recuerde aquello como uno de los grandes acontecimientos de su vida y ahora venga a sentirse un poco gilipollas por no haber pensado en todos aquellos que, como Menacho, malvivían y maltrabajaban y eran maltratados por la sociedad —esa ramera— mientras ellos se acababan la quinta cerveza. En cualquier caso la transcripción de un partido de hace meses sobre fondo de tristeza no hay libro ni afición que lo aguante.

Y mira, no. La precariedad ha existido siempre aunque ahora esté en caída libre y sin frenos, pero novedades, las justas. A ver si va a resultar que la reciente propuesta del Banco de España de pagar a según qué trabajadores por debajo del salario mínimo no es una realidad desde siempre. (Y bueno, sí, eso se lo concedo: a los que viven en los mundos de Yupi les hará gracia el libro.) También el fútbol ha sido siempre un engañabobos. Y lo seguirá siendo. Y la literatura, esa cosa con letras, prestigio y ventas al por menor, también es precaria en lo que respecta a su calidad, y lo es, entre otras razones, por culpa de libros chorras como este, diseñados únicamente para matar el tiempo unos y quitarse, otros, la espinita de la solidaridad.