martes, 30 de diciembre de 2014

Resumen de lecturas DICIEMBRE 2014

Brevemente, que se acaba el año.

Mes de pocas, muy pocas, lecturas con tendencia, según avanzaba, al cero absoluto. A día de hoy, y desde hace una semana, ningún libro ocupa mi tiempo libre. Lo vamos a tomar como un milagro navideño. Pero dejémonos de lamentaciones. Esto, y cuatro polvorones, ha sido diciembre:


"El idioma materno" de Fabio Morábito

Existe una reseña, que verá la luz en breve (o debería) que empieza tal que así: «Cabría preguntarse qué interés puede tener para esa especie en peligro de extinción que es el lector de blogs, lo que el autor de un espacio dedicado a las reseñas literarias le pueda contar sobre su propia experiencia lectora. Probablemente —más que probable, seguramente— nada. A mí personalmente —y aunque he caído en ello en innumerables ocasiones— suelen aburrirme asquerosamente todas aquellas historias que, prescindiendo del humor (porque, ah, si hay humor, ya es otra cosa), hablan de cómo llega uno a un libro o qué ha significado para él ese libro o qué le iba pasando con el dichoso libro a medida que lo leía. Suelen ser relatos adormecedoramente tiernos, emotivos y vilamatinamente plagados de casualidades. Yo, si no hay humor o violencia, bajo discreta e inmisericordemente la vista hasta llegar al último párrafo, que suele ser el que guarda la información relevante: si te ha gustado o no te ha gustado la novelita, pollo. Esto lo digo porque El idioma materno, es, de alguna manera, Morábito en modo blogger (artículos de entre 350 y 400 palabras) reflexionando sobre qué es literatura, aquello que lo hizo escritor… » Etcétera.



"Olive Kitteridge" de Elisabeth Strout

Nada como una buena película o una buena serie para rescatar libros del olvido. A ver cuánto tardamos en ver esta obra reeditada con una horrible portada (aunque la de la edición que leyó un servidor no era gran cosa) de la protagonista de la serie de HBO, Frances McDormand, posando como la Sra. Kitteridge. El caso es que llevo tiempo queriendo leer esta novela, pero no ha sido hasta ahora que se ha vuelto a poner de moda, que me he animado. Olive Kitteridge es, además del nombre de la protagonista una excusa para, tal como ocurría con Winesburg, Ohio, dibujar el mapa de un lugar tan concreto como abstracto y sus habitantes pero sobre todo es un relato (una colección de relatos, en realidad) sobre esa cosa tan terrible que es envejecer, sobre lo que somos realmente, sobre cómo nos ven los demás, sobre lo que podemos hacer con nuestras vidas, sobre la naturaleza humana. No es el tipo de novela que me suela gustar (hasta ahí llega mi fobia por el relato corto) pero reconozco que Olive Kitteridge es un fresco que se lee con cierto placer.



"La guardia de Jonás" de Jack Cady

Novela de terror, dicen. O bien novela incluida en una colección de terror contemporáneo. El caso es que miedo no da. Hay una reseña en marcha que empieza así: «La guardia de Jonás es el libro que abrió la colección Insomnia de Valdemar de la que ya hemos hablado aquí un par de veces. Se trata, en palabras del propio editor, de un sello pensado para que «hablemos de literatura, hablemos un rato de literatura de terror y hablemos de literatura pura y dura, porque lo que usted va a encontrar aquí, por encima de marcas y géneros, es literatura, buena literatura, si hacemos bien nuestro trabajo». Esto es importante. No lo parece, pero sí. No sabía yo cuánto, entonces. No lo supe de verdad hasta que terminé la novela. Y es importante porque quien vaya buscando en esta novela un relato de terror (y la portada, ventana al mundo donde las haya, es lo que sugiere) se va a llevar una buena sorpresa. Y lo digo por experiencia. Porque terror, lo que se dice terror, hay el justo y necesario para poder sacar el tema a colación. En realidad La guardia de Jonás va de una cosa completamente diferente. Va de esto:» Después entro en más detalle y les cuento todo aquello que no me gustó, que fue casi todo. Denme unos días, recupero mi vida y se lo cuento con pelos y señales.



"La mala puta" de Miguel Dalmau y Román Piña Valls

De esta ya hemos hablado. Le he dedicado dos post este mismo mes. No les costará dar con ellos. Básicamente son Dalmau y Piña rajando (más el primero que el segundo) sobre la horrible condición del ser humano que se dedica a la literatura, que es como lo más despreciable que te puedas echar a la cara si te crees todo lo que dicen. El texto, empeñado por el resentimiento de Dalmau, pero sin verse necesariamente enturbiado por él, trata de poner los puntos sobre las íes, pero a falta de documentación o referencias cruzadas, queda en un acto de fe avalado por la intuición. Correcto, en cualquier caso, y maliciosamente divertido.



"Extraños eones" de Emilio Bueso

Reseña en curso (llevaba escritas tres líneas cuando recordé que tenía pendiente este resumen mensual). Entraría en detalle pero la historia es tan corta que temo extenderme más que la propia novela. Ambientada en un cementerio gigante, Extraños eones es una novela de terror en la que unos niños (claro) corren (claro) y desaparecen (claro) y las pasan putas (clarísimo). De momento es la novela que más me ha gustado del escritor, aunque yo esperaría unos días antes de orgasmar. Lo dicho, hablamos.



"El final de la historia" de Lydia Davis

Muy muy interesante novela sobre el desamor o sobre el amor que termina, que no es exactamente lo mismo, no al menos en un primer momento. Antes de salgan corriendo, salten directamente a la siguiente reseña o crean que me he vuelto del todo gilipollas, déjenme decirles que es materialmente imposible convencer a nadie, en pocas palabras, de lo acertado de leer esta pequeña novela (sin ser esta, ni remotamente, mi intención). Cualquier cosa que diga, tratándose de amor y estando esta práctica en horas tan literariamente bajas, podría malinterpretarse y aquí no queremos eso. Para una novela que nos cae simpática... Lydia Davis, la escritora, una de la pocas relatistas por las que servidor siente sincero afecto (la clase de afecto que le lleva a uno a interesarse por su producción), firma este nada despreciable trabajo. 

Es difícil, comentaba el otro día en Facebook, leer una novela en peores condiciones de las que yo leí esta (perdonen que no entre en detalles) y sin embargo salir airosa. Sólo por eso merece un respeto. Tal como decía antes, ya hablaremos. Quédense, al menos, con la idea de que el amor, o el desamor o el final de una historia (de amor o simplemente una historia o ambas) es sólo una excusa para hablar del propio acto de escribir, al tiempo que de la vida, los recuerdos… Y sí, vale, del amor también. En fin, tantas cosas. 



"En presencia de un payaso" de Andrés Barba

Durante la lectura de esta novela me preguntaba una y otra vez hacía dónde iba. La novela, digo, no yo. Me extrañaba que, siendo o pareciendo Andrés Barba un buen escritor, un correcto escritor, la cosa no llegase de despegar. Terminada la misma, mi cuerpo todavía trata de entenderlo. Barba escribe una historia que dudo le haga un gran favor a su carrera. Esto no se entiende bien en corto pero en la reseña, ya escrita y pendiente de revisión y de la que prefiero no adelantar fragmentos, queda bastante más claro. Lo que quiero decir, por aquello de no dejarles con la duda, lo que me pregunto en la reseña, es que no entiendo a qué viene escribir estas cosas pudiendo escribir otras. A no ser (he ahí el quid de la cuestión) que no tenga uno el talento para escribir nada mejor, lo cual sería, para qué negarlo, una pena pero también explicaría algunas cosas.



Esto ha sido diciembre. Ahora mismo, tal como les comentaba al comienzo, no estoy leyendo nada por lo que me abstengo de hacer planes de futuro. Miento, algo sí leo, por aquello de no perder el hábito: a ratos Cormac Mcarthy (Meridiano de sangre), a ratos Piketti (El capital del siglo XXI), a ratos American Noir. Nada serio. Ya veremos en enero. Ya veremos en 2015. Pueden pasar muchas cosas o puede no pasar ninguna. 

Feliz 2015, por cierto.




lunes, 22 de diciembre de 2014

“Butcher´s Crossing” de John Williams

Tal vez recuerden ustedes Stoner, otra novela de John Williams de la que hablamos hace tiempo. O tal vez no. Probablemente no.

Déjenme refrescarles la memoria, porque es importante: Stoner era una novela sobre un aburrido profesor universitario: sus miedos; sus aspiraciones; su matrimonio, fracasado todo él. La novela no iba de nada en particular pero sí de todo en general y lo que hacía que la tuviésemos en cuenta, era, entre otras cosas, la capacidad de Williams para hacer adictivo la anodino y vulgar. Williams se demostraba un narrador excepcional y Stoner una novela apasionante que se comía con patatas todos los prejuicios que uno pudiese sentir hacia las novelas que hablan de la vida de quienes no han hecho y ni harán nunca nada especial.

Bueno, pues ahora, atentos: Butcher´s Crossing trata sobre un joven que, a finales del siglo XIX, abandona Harvard para echarse a la pradera a matar bisontes. Apasionante, no me digan.

Pues mira, sí, porque Williams vuelve a hacerlo y vuelve a hacerlo, para pasmo general y particular, igual de bien. No está uno acostumbrado a tanto buen hacer.

Entrando en detalle, el argumento es así de tan poco atractivo: un joven, decíamos, deja los estudios para irse a vivir la aventura del oeste, un poco a lo Bailando con lobos pero sin indios. Ya nada más llegar al pueblo (a Butcher´s Crossing) te imaginas al susodicho dándose la gran hostia. No sabemos cómo, pero suponemos que seguro. Es decir, un bildungsroman marinero. El caso es que a pesar de que le dicen ojochaval el chaval ni ojo ni puto caso sino más bien todo lo contrario: se juega las herencias de su corta vida en una apuesta muy poco segura, tirando a suicida: la caza de grandes bisonte, que de bisontes cualquiera. Nótese y gócese el parecido razonable con Moby Dick y llámese, si se desea, al muchacho, Ismael.

Abrimos paréntesis para el contexto histórico: hubo una época en que matar bisontes se puso tan de moda que no eras nadie si no tenías unas zapatillas de escroto. Esto, claro, diezmó la especie, lo que provocó que cada vez resultase más difícil dar con bisontes-bisontes. Porque, conviene aclararlo, estaban los bisontes de invierno, que eran tan buenos como escasos, y los bisontes de verano, que abundaban pero tenían una piel que no abrigaba lo que una camiseta de tiras, que es una cosa de la que nunca se habla pero tuvo su importancia. En nuestra novela, el joven y sus tres socios ocasionales, van montaña arriba en busca de una manada de bisontes de invierno que uno de ellos aseguraba haber descubierto hacía cosa de diez años en una suerte de valle dejado de la mano de dios. Creía, en un injustificable acto de fe, que los bisontes iban a estar esperando a que fuese a matarlos a toditos todos.

«El transcurrir del tiempo era patente en los rostros de los tres hombres que viajaban con él y en los cambios que percibía dentro de sí. Notaba cómo la intemperie le endurecía la piel de la cara; cómo el rastrojo de su barba se volvía suave a medida que el cutis se tornaba áspero, y el dorso de las manos se le enrojeció primero, para ir oscureciéndose paulatinamente después. Sentía el cuerpo cada vez más flaco y endurecido; a veces le daba por pensar que estaba mudando de cuerpo, no a otro nuevo sino a un cuerpo de verdad que hubiera estado agazapado bajo ilusorias capas superpuestas de piel suave, blanca y blanda».

Lo decía al comienzo: con Butcher´s Crossing, Williams vuelve a hacerlo. La novela arranca despacio, sin prisa, poco a poco, con una prosa siempre serena, precisa y nos ofrece una maravillosa y crepuscular novela de aventuras ambientada en un ya muy poco salvaje oeste, un salvaje oeste dominado por el mercado de la oferta y la demanda y la falta de ética frente a la inocencia de quienes no se saben testigos del final de una época poco o nada gloriosa pero cargada de nostalgia. 

También podríamos leerla como un sentido homenaje a cierta notable novela que trata sobre ballenas y obsesivos cazadores y no andaríamos muy desencaminados, que de obsesiones, aventuras y desiertos (húmedos o áridos, qué más da) va la cosa servida. En ese sentido la novela tiene un punto adaptación barata (no me comparen una ballena blanca con un puñado de bisontes) pero tampoco da la impresión de que Williams quiera ponerse a la altura de Melville.

«Pero, a medida que aumentaba el dolor en distintas partes de su cuerpo, su mente pareció distanciarse de él, sobrevolarlo de alguna forma, y fue capaz de verse a sí mismo, y a Miller, con mayor claridad que antes. Durante la última hora acabó viendo a Miller como una suerte de autómata, un mecanismo puesto en marcha por el discurrir de la manada; y la matanza de bisontes, no como un ansia de sangre, de pieles o de lo que pudieran reportar, y ni siquiera al final como una descarga de la furia que anidaba en el interior de Miller; acabó viendo la matanza como una fría y ciega respuesta a la vida en la que Miller se había metido de lleno».

Butcher´s Crossing, que intenté leer sin éxito cuando se estrenó hará cosa de un año, desanimado o poco entusiasmado por su condición de western (género que no está uno acostumbrado a leer y que apenas concibe fuera del formato 4:3), ha resultado ser, como lo fue hace tiempo Stoner, una más que agradable sorpresa; una novela que se lee con interés, se termina con ansiedad y se recuerda, tiempo después, con satisfacción y sin esa vergüenza que suele acompañar el recuerdo de otras lecturas que en su momento creímos, equivocadamente, dignas de elogio.

Gran acierto, el rescate de esta novela. Gallifante para Lumen.



martes, 16 de diciembre de 2014

Reseña de “La mala puta” de Dalmau y Piña: [1. El Problema]

En La mala puta, en el capítulo dedicado a Las Librerías, se dice lo siguiente: «La mala puta no pretende ser un texto de memorias literarias, aunque uno vaya traicionando a ratos su propósito. Se concibió más bien como una sesión clínica encaminada a establecer un diagnóstico y de paso deslizar alguna advertencia. En el fondo no hay nada que no sepamos, pero conviene recordarlo».

En el fondo no hay nada que no sepamos. Efectivamente. He ahí el quid de la cuestión. Si de algo no puede presumir este libro es de contar secretos inconfesables. Su ámbito se circunscribe más bien al de los secretos a voces. Esto se traduce en una lectura serena, amena, divertida y plagada de aseveraciones por parte del lector; lector que, a medida que avanza, toma conciencia del despropósito en que unos cuantos han convertido y cada día convierten esa mala puta llamada Literatura Española. 

Bien mirado, acaba todo resultando bastante deprimente.

Entrar en mucho detalle sería, literal y literariamente, imposible, de ahí que tengamos que conformarnos (conformarse, en realidad, aquellos que de ustedes no lo hayan leído) con un vistazo a vista de pájaro. No se preocupen que ya les cuento yo lo más importante, a saber: esto está fatal. Tenemos de todo y no tenemos de nada: tenemos: falta de talento, falta de escritores serios y entregados, falta de críticos serios, falta de honestidad, falta de solidaridad, falta de voluntad. Lo único que nos sobra son editores, escritores mediocres y otras gentes de mal vivir.

Dalmau, cuando no se lamenta de lo amargo de su condición, (condición que lo lleva a escribir este libro que, dando respuesta a la pregunta formulada en el post anterior, les diré que pese a nacer de la amargura y el resentimiento no invalida sus argumentos, si acaso favorece a quienes, por intereses equis, buscarán desacreditarlo o restarle valor), cuando no se lamenta, decía, de lo amargo de su condición, pone en evidencia todos los males que aquejan a su tan amada literatura, un antro ahora poblado de indeseables, gente de escaso o nulo valor, que como decía Ortega, terminan siendo los de mayor influencia: «En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior, se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles».

Esto explicaría el continuo auge del betseller, siendo betseller esa cosa que se puede programar, como bien demostró en su momento la editora de Dolores Redondo, que antes de colocar el libro en la calle (la trilogía detectivesca de moda) ya hablaba de cantidades ingentes de traducciones o adaptaciones cinematográficas con una desvergüenza ejemplar, similar a la desvergonzada sinceridad de la que hacía gala no hace mucho Ken Follet cuando afirmaba que el número de páginas de sus libros no obedecía a una necesidad argumental sino al gusto de unos lectores acostumbrados a disfrutar con el adormecedor sonsonete del material de relleno en el que se especializado. Sin embargo Dalmau no culpa al lector, que se deja engañar, sino al escritor, que no se esfuerza por ofrecer un producto digno probablemente porque no tiene la capacidad para ello

«La pregunta se impone: ¿por qué no nos dejamos de tonterías? ¿Por qué no nos encerramos de una vez, como hizo García Márquez, doce horas diarias, y no volvemos al mundo hasta haber escrito algo definitivo e inolvidable? Muy simple. Porque no sabemos, porque no queremos, porque no podemos».

y al editor, que consiente, día sí día también, este circo; que ya no ejerce de tal; que se ha convertido en un eslabón más de una cadena mercantilista que no tiene en cuenta la calidad y que trata al escritor como a un res

«Al final tu editor no es exactamente tu editor sino un empresario que publica esporádicamente algunos de tus libros. En nuestro país son muy pocos los autores que pueden presumir de que una editorial haya apostado por ellos hasta la muerte. No me refiero a los autores comerciales, claro, sino a aquellos que han consolidado una respetable carrera literaria en un mismo sello».

motivo por el cual no es difícil encontrar autores que estrenan editorial cada vez que publican un libro. Para que se hagan una idea del desprecio de Dalmau hacia la casta editorial, uno de los capítulos se titula Razones para detestar a Gimferrer.

«[…] existían figuras que, sin ser editores ni dueños de ninguna editorial, gozaban de un poder omnímodo gracias a su presunto olfato literario. Algunas empresas los fichaban para crear un catálogo, recuperar el prestigio perdido o bien modernizarse. O todo a la vez. Entre ellos quizá nadie gozó de tanta influencia como el poeta catalán Pere Gimferrer que entró en la legendaria Seix y Barral al poco de que ésta fuera absorbida por el grupo Planeta. Este hecho fue decisivo para nuestras letras por razones que no son las que se creen habitualmente sino por otras que no han sido analizadas hasta hoy. Generalmente se admite que Gimferrer hizo una tarea notable en el descubrimiento de autores que han brillado en la democracia como Antonio Muñoz Molina o Julio Llamazares. Un acierto. Pero lo que no se cuenta es el rechazo que impuso a gran parte de los novelistas emergentes de Barcelona que escribían en castellano. Me refiero a Javier Casavella, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Ignacio Martínez de Pisón, Marcos Ordóñez, Ignacio Vidal Folch, Enrique Vila-Matas, Pedro Zarraluki y yo mismo, entre otros».

Otro de los factores, dice Dalmau, que han afectado gravemente a nuestra literatura ha sido

«el desembarco continuo de latinoamericanos en nuestro mundo editorial. Este flujo migratorio de presuntos talentos que arribaban a nuestras costas, como en patera, ha alterado definitivamente el viejo ecosistema y de paso las relaciones. Ya no llegan, ay, garcías márquez, ni siquiera bolaños. Pero siguen ocupando nuestro sitio, como autores o colaboradores de las editoriales de mayor prestigio. Aunque algunos expertos sostengan lo contrario, es fácil comprobar que dicho flujo sigue muy activo: basta ver los últimos catálogos y los últimos premios. En relación a ello yo no tendría nada que oponer si mis libros —y los de mis compatriotas— pudieran ser editados y acogidos en México, Venezuela, Perú, Argentina o Uruguay con el mismo entusiasmo. Pero aún no he conocido a ningún autor español que haya sido descubierto en Latinoamérica ni a ningún editor de allá que se la haya jugado por un autor nuestro inédito o poco conocido en España».

¡Y la crítica! Casi se me pasa y eso que es apartado al que dedica más espacio. Menuda mierda, la crítica. Y menudos seres despreciables, los críticos. Panda de vendidos. Se comenta el caso Echevarría, ya saben, cuando estaba en El País y le dieron la patada, a él, que era el rey de mambo, el azote de los malos escritores, la última esperanza de la literaltura. Aquello, asegura Dalmau,

«[…]tuvo a la larga un efecto nocivo sobre nuestra literatura. Es cierto que al principio muchos escritores y editores respiraron tranquilos ante la promesa de un futuro sin atropellos ni demoliciones. Pero nadie cayó en la cuenta de que la caída de Echevarría intimidaba de algún modo sutil e inconsciente a los demás críticos. Si alguien con tanto poder había sido coaccionado, ya nadie estaba a salvo. […] Y cuando los periódicos comenzaron a defender los buenos modales como valor principal de la crítica, al final se reprimió en parte la esencia del discurso. Mejor dicho, la crítica literaria aceptó el riesgo de volverse mansa y excesivamente respetuosa, como si los críticos hubieran aprendido de pronto el placer de la gentileza. Pero no era del todo así. En el fondo el cambio de actitud obedecía a causas más inquietantes que no estaban previstas. A raíz del vuelco en el ciclo económico, el sector editorial entró en crisis y se sintió en peligro de muerte. Y aquí seguimos. Se leía cada vez menos, se cerraban editoriales, revistas, distribuidoras y librerías, y en ese contexto apocalíptico la crítica salvaje era un lujo que nadie se podía permitir».

Y continúa, casi concluye:

«Al convertirse en el brazo “ideológico” de las editoriales y hasta de las campañas de promoción, la crítica perdió quizá su principal razón de ser. Separar el grano de la paja. Esto produjo un relajo general en la exigencia que no ha hecho ningún bien, salvo a los malos editores y a los escritores mediocres o superventas». 

También habría que añadir el compadreo. La redes sociales, los congresos, las presentaciones de libros como pago de favor, el propio título de escritor (el más alegre de todos los títulos), el corporativismo, en definitiva, editorial o social ¡o de clase! y la insana costumbre de los escritores de hacer de críticos de otros escritores, amigos o no pero siempre colegas, está acabando con la credibilidad, la escasa o nula credibilidad que les quedaba, a semejante especie humana. Si no hemos dicho esto mil veces no lo hemos dicho ninguna. No es extraño encontrarse en Qué leer o Quimera críticas de amigos, conocidos, colaboradores y socios editoriales, transformando aquellos espacios reservados a la crítica en meros espacios publicitarios, siempre bajo la atenta mirada de unos redactores que prefieren hacerse los tontos y fingir que no se dan cuenta o que directamente gustan de pecar. 

Ejemplo: No hace mucho, creo que en noviembre, un crítico (provisionalmente vamos a considerarlo tal cosa) me reconocía en las redes sociales haber rebajado la nota de la novela de un colega y/o amigo y/o conocido —colaboradores ambos de la revista Quimera— de cinco a cuatro tinteros (sobre un máximo de cinco) por recomendación/imposición/invitación de los redactores jefe de Qué leer ya que los cinco tinteros estaban reservados a las Obras Maestras. Es interesante comprobar, por un lado, la casi total ausencia de amor propio de un crítico que se pliega a los injustificados criterios de un editor que, sin haber leído el libro del escritor reseñado —o habiéndolo leído e imponiendo su propio criterio sobre el del crítico—, se permitió y supongo “se sigue permitiendo” la licencia de corregir al susodicho, negando, además, con ello (aquí llega lo mejor) la posibilidad de que una novela de género de un escritor español pueda alcanzar la categoría de obra maestra. Es decir: se asume la incapacidad del escritor español para crear obras de referencia. Nenes, ya sabéis lo que os queda: segunda fila forever o refugio en revistas especializadas tipo Presencia Humana.

Todo queda en casa. Qué leer, decide. El crítico se pliega. Es dúctil, el crítico; maleable. Es una vulgar marioneta en manos del escritor (a quien teme ofender), el redactor (a quien teme perder) y los intereses editoriales (que algún día podría necesitar). ¿Cómo podríamos, visto lo visto, respetar a esta gente? ¿En qué cabeza cabe que los escritores puedan ejercer la crítica nacional?

Y eso sólo es la punta del iceberg: convendría mirar cuánto mamoneo se traduce en periodistas que no leen otra cosa que producción nacional de bajo nivel, diseñada para adormecer los sentidos, rebajando —si acaso es posible rebajar lo ya casi extinto— su nivel de exigencia, sus defensas naturales frente a la basura. No es difícil, entonces, encontrar, como hemos visto más arriba, al crítico de turno asegurar que el libro de su buen amigo — detalle éste que siempre se les olvida mencionar—, publicado por una editorial menor, es uno de los mejores de los últimos años en la categoría de loquesea. Y lo que es peor: ¡creérselo! No sé qué prefiero, honestamente: que lo crean o que lo finjan. Miénteme, Pinocho, miénteme.

«Dado que a menudo no podemos obtener cómodamente lo que queremos, comenzamos a mover hilos para establecer alianzas. Pero estas alianzas rara vez redundan en beneficio del grupo sino de intereses particulares: la publicación de algún libro mediocre, una crítica favorable, la invitación a un congreso e incluso un premio. Yo te doy, tú me das. Pero todo queda entre nosotros. Es la ley. En este juego de compadritos la calidad de la obra es totalmente irrelevante. La única condición es que nos hagamos favores y que nadie se olvide de las deudas. En relación a ello es de lamentar que no haya un control regular de nuestras llamadas telefónicas ni de nuestros correos electrónicos. Así conoceríamos la verdad, todo ese carnaval de chismorreos, manejos y conspiraciones que llenan nuestras vidas».

La crítica remunerada (ya sea en cash (Qué leer o suplementos culturales) o en especie (Quimera)) tiene o debería tener una responsabilidad. Todo lo no sea eso (es decir, casi todo) tiene un nombre, pero nos lo vamos a callar, no vaya la camarilla de turno a sentirse insultada, menospreciada, vilipendiada. Aburre tanto victimismo, tanto rasgarse las vestiduras. 

«Pero además esta mala praxis crea alrededor un fenómeno aberrante: la exclusión de todo aquel que no se pliega a las reglas del juego. Vivimos en una época donde nadie se impone exclusivamente por su talento. Si no posees contactos o la mejor dirección te quedas fuera».

El resto del libro, y ya voy terminando esta primera parte de la reseña (que no quería ser una primera parte de nada, pero ya veo que no me va a quedar otra si quiero comentar dos o tres cosillas más), se dedica a comentar el éxito inexplicable de las agencias literarias («quinientos pardillos siguen mandando cada año sus manuscritos desde el Canadá hasta la Patagonia. ¿Pueden llegar tan alto las agentes?») o el daño que hace la televisión («no debemos olvidar nunca que el gran enemigo de la literatura ha sido y sigue siendo la televisión.»).

Venga, va: se han ganado un párrafo resumen final.

En líneas generales, el ensayo de Dalmau destaca por su cercanía. Dalmau, ángel caído, se alinea con el lector preocupado con el patético panorama actual y evita caer en la pontificación en aras de resultar más creíble. No es un texto del tipo Gregorio Morán (El cura y los mandarines), esto es, profuso, rico en datos y referencias sino subjetivamente objetivo, personal y fruto de un arrebato, de una ira controlada, de un hartazgo. Es verdad que en ocasiones peca de victimismo pero también es verdad que sabe reconocerlo, a su manera, por más que esto, al final, sirva de poco toda vez que el mal ya está hecho. En cualquier caso, y desde su modestia con la está escrito, La mala puta es un interesante recordatorio resumen que invitaría a un debate sobre el estado de la narración si la gente estuviera interesada en debatir, así como una lectura divertida para todos aquellos a los que nos hace feliz que nos den la razón.


De las “soluciones” aportadas por Dalmau, de otras cosas que tienen que ver son eso y con la crítica destructiva (autocrítica en construcción) y sobre la aportación de Piña Valls, hablamos, si les parece, en unos días, que hoy ya estoy un poco harto de escribir.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Una aproximación a “La mala puta” de Miguel Dalmau y Román Piña


Hoy vengo a sembrar una duda [razonable].

La mala puta arranca con una advertencia de Miguel Dalmau: «Dado mi perfil solar este libro pude parecer un rapto de indignación». El rapto de indignación al que se refiere el autor tiene que ver con un par de asuntos que lo llevaron, en su momento, por la calle de la amargura. El primero (el segundo, si no me equivoco, cronológicamente hablando) fue por una biografía de Cortázar escrita por él y “censurada” por otros, dando al traste con lo que parecía que iba ser un éxito de ventas que lo sacaría de no sé qué arroyo. 

“[…] el origen de La mala puta obedece al desencanto motivado por el veto sutil impuesto a mi biografía de Julio Cortázar. Tras varios años de trabajo todo parecía a punto para la salida del libro, pero desde el momento en que la prensa anunció que su autor andaba tras el rastro del genio argentino comenzaron los problemas. La suma de esos problemas me introdujo en un callejón sin salida y condenó mi libro. Sin embargo, desde los callejones se ve una perspectiva única de la basura del mundo, la que genera el Poder. También la que forma la literatura y quienes la frecuentan. Por eso escribo.”

Los detalles no son importantes o no deberían serlo aunque no estaría de más tener en cuenta un par de cosillas: uno, que la Agencia Literaria Carmen Ballcels tuvo, parece, casi toda la culpa y dos, que todos ustedes, escritores y periodistas que se llenan la boca hablando de Cortázar, también. Por su silencio, básicamente, porque «este asunto debería haber generado algún tipo de respuesta más contundente en el mundo literario.» Y no ha sido así. Y porque no ha sido así es por lo estamos hoy aquí hablando de lo que estamos hablando y no follando, que es lo que deberíamos.

«Obviamente este libro no pretende ser un ensayo sobre el Poder […] pero sí aspiro a señalar unas situaciones abusivas que se producen también en el campo de la literatura, generadas desde la cúpula, y que afectan negativamente al escritor y su obra».

Ahora es cuando tenemos que decidir qué grado de credibilidad damos a aquello a lo que el amigo Dalmau dedicará las siguientes 170 páginas. Es decir, ¿esta pataleta se basada en hechos reales, tiene peso, fundamento, o es un acto de venganza (merecida o no, da igual) que pretende únicamente hacer daño a esa mala puta que es, en palabras del Ernest Hemingway, la literatura española y quienes la habitan?

«Todo lo que me ha sucedido con el libro de Cortázar es una señal. Pero no para que me doblegara ante el poder editorial sino todo lo contrario, es decir, para ponerme en pie y alzar mi voz contra aquello que ha falseado y prostituido nuestra literatura...»

Por aquello de calentarles un poco más la cabeza de cara a la futura reseña les diré que el otro asunto del que hablaba al principio, aquello del rapto de indignación, tiene mucho que ver con la biografía que el propio Dalmau escribió sobre Gil de Biedma (Jaime Gil de Biedma, Retrato de un artista, Ediciones Circe, 2004) y que fue más que duramente criticada por un montón de gente del medio, entre los que se encontraban Jordi Gracia o Javier Pérez Escohotado. Este último acusaba a Dalmau de haberle robado la idea y, además, de haberlo hecho fatal: 

«En ningún caso la obra de un creador puede confrontarse con la vida sin trazar los puentes que permitan la interpretación y la valoración de esa obra. Este Retrato no propone ninguna clave social, histórica ni filológica aceptable, y cae a menudo en un provinciano anecdotario de prensa del corazón que no facilita la lectura de la obra poética y crítica de Gil de Biedma, que es lo que, al final, queda. Verba volant». (Escohotado, aquí)

Es divertido poner en google las palabras “dalmau, escohotado, biedma” y, siguiendo la trayectoria que marca una infantil biografía del rencor, encontrarse como en 2010, estando Dalmau nominado al Goya al mejor guión adaptado de la película basada en la vida de Gil de Biedma (El cónsul de Sodoma, basada en el libro de Dalmau), Escohotado se paseaba por la blogosfera en modo troll poniendo a partir al escritor y pidiendo a voz en grito que no le diesen el premio, que no le diesen el premio, que no, que no. Jodidos críos.

Estas canalladas las sé no porque yo sea muy listo o esté muy al corriente de las puñaladas traperas que se gastan los poetas sino porque el propio Dalmau se encarga de recordárnoslo como setecientas veces a lo largo del libro, motivo por el cual se acaba viendo obligado a terminar su intervención del siguiente modo: «Es probable que algunos lectores sigan creyendo que este libro es fruto de un rapto de indignación. Allá ellos.» Allá ellos, dice. Ni que nos dejase opción. Ese último capítulo, por cierto, se acompaña de un baño de realidad que flaco favor le hace: 

«A consecuencia de este affaire, tuve que abandonar un ático confortable en el centro de Palma de Mallorca y me fui de la ciudad. Ya no tenía dinero para pagarlo y busqué refugio en el centro de la isla. Gracias a la generosidad de un amigo pude instalarme en un viejo caserón de pueblo que pertenece a su familia.»

Pero insisto: lamentaciones al margen («lamento descender al plano personal», «pero hay un momento de la vida en que ya no tiene sentido seguir lamentándote», «me había propuesto que no caería en lamentaciones») pronto tendremos que decidir qué nos creemos o qué no nos creemos; si nos creemos todo o nada o parte o si mejor nos damos a la bebida. Yo, que ya he terminado de leer la parte de Dalmau, ya he tomado mi decisión. En unos días, hablamos y vemos si es para tanto la cosa o si, una vez más, quedará todo en nada.

«Encendamos las lámparas, afilemos el bisturí, abramos dulcemente las carnes...»


viernes, 5 de diciembre de 2014

“Los últimos” de Juan Carlos Márquez

Que en este país tenemos un problema con la calidad, empieza a ser evidente; que lo tenemos con la imaginación, parece que también. 

La novela que hoy nos ocupa trata sobre la lucha por la supervivencia, que es una cosa tan original que lleva de moda como setenta años en la literatura y cien mil en la naturaleza. Si no te cae un meteorito, se llena el planeta de tierra, polvo, ceniza o hielo o se te mueren las lechugas y si no es eso es un virus que deviene en pandemia o los muertos que reviven o que se retrasa otra vez la edad de jubilación. En alguna parte hay un catálogo de desgracias al que los escritores de género recurren cada vez que piensan publicar un libro; esto da como resultado tropecientos mil novelas idénticas en las que lo único que cambia es el nombre del barco en el que los protagonistas se refugian para echar el polvo de las tres. Curiosamente, por alguna misteriosa razón (de esas que tanto les gustan a ellos) toda esta gente a la que, en un arrebato de generosidad, llamaremos escritores, no se acusan los unos a los otros de plagio, no se denuncian ni se dan palizas por la calle. Al contrario: aceptada su falta de originalidad, se reconocen mutuamente los méritos, caso de haberlos. Dicen: gracias a fulanito, zutanito y menganito que han sido fuente de inspiración, ayuda y ha dirigido, desde el cielo en que habita, mis pasos. Y después llega el listo del editor y menta, en la faja o contraportada (ya no las distingue uno, la mitad de las veces) a la madre del cordero y a Philip K Dick, Ballard o John Windman. Y tan anchos. Después sólo queda esperar que suene la flauta y, promoción editorial mediante, se te haga el libro famoso, que del resto ya se ocupa la falta de criterio de la gran mayoría de los lectores de género y la ignorancia del vendedor de libros (casi se me escapa la palabra librero) de El Corte Inglés, como aquel que, recomendaba hace apenas unos días los libros de Dolores Redondo como lo mejor que se hacía actualmente en materia detectivesca: vea, si no me cree, decía, que van por la 24ª edición, que como prueba de la estupidez general es irrefutable. Pero hablábamos de Juan Carlos Márquez y su último libro: Los últimos que, como prueba de falta de imaginación, también.

La cosa, ya se imaginarán, va del fin de mundo. 

Algo hace bluf o chis o paf o fiu, una luz cegadora (un disparo de nieve), fulmina todo lo que pilla al sol del membrillo, dejando como únicos supervivientes aquellos a los que ese día no les tocaba sacar el perro. Siendo yo chaval había un comic en el que esto mismo, o parecido, le pasaba a quienes en determinado fatídico momento no tenían la suerte de estar bajo el agua. A partir de ahí, en la novela de Márquez, la vida ni es vida ni es nada y andan todos con bombonas de oxígeno y mascarillas y peceras en la cabeza. Y todo bien hasta que mal, que es más o menos cuando los humanos empiezan a mutar y acaban todos zombies perdidos dándose al canibalismo más extremo. De ahí a correr delante de los walkingdead de turno y rendir tributo a Cormac McCarthy hay un único paso que el amigo Márquez da con una ligereza pasmosa. Como estará de mal la cosa que nuestro grupo protagonista pone rumbo al planeta Marte, toda vez que éste se ha convertido en la última esperanza de la exigua humanidad. Allí también pasan cosas, pero si cuento más detalles me denuncian fijo.

La novela tiene forma de diario. El protagonista deja por escrito, unos días sí y otros días no, aquello que puede ser de interés general para generaciones venideras. Por ejemplo: 

«La radio dejó anoche de emitir. No hubo consejos ni listas de supervivientes. Solo la repetición de Have I told you lately that I love you, de Van Morrison. La misma canción una y otra vez. Tras eso, silencio».

Y gracias que no era Camela. Pero no, claro, esto (siendo esto la acción) está necesariamente ambientado en Estados Unidos o a estas alturas ya estaríamos sin novela, que aquí naves espaciosas no tenemos. Esa es otra: como estará de mal la literatura en este país que no la queremos ni de música de fondo.

El caso es que siendo como es la novela un visto y no visto (pocas páginas, entradas cortas de diario y otras cosas tan-de-ir-al-grano) el resultado es inevitablemente una producto ágil que juega a satirizar el género de la ciencia ficción, llevando al extremo de lo [in]creíble todas aquellas posibilidades a las que otros muchos escritores dedican, han dedicado y sin duda dedicarán cientos y cientos y miles y millones de páginas. Esto lo digo como un cumplido. Si no vas a aportar gran cosa, al menos no obligues al lector a perder demasiado tiempo. 

Pero.

Pero mezclar argumentos, por más que estos pongan en evidencia o ridiculicen los tópicos del género, no demuestra imaginación sino cierta habilidad para la macedonia.

Resumiendo: novela entretenida, más bien gracias a su estructura que a su argumento, que deja al lector unas veces con ganas de más y otras veces con ganas de menos pero que en general pasa por el cerebro lector sin pena ni gloria, siendo el entretenimiento de un sábado noche a la vez que una pieza, un engranaje más de esa inmensa maquinaria que se retroalimenta y fabrica subproductos y genera, también, residuos en forma de reseñas que hablan de escritores de referencia y novelas ejemplares y otras cosas, sí, del querer.



martes, 2 de diciembre de 2014

Saliendo de “Los reconocimientos” [o Leer a Gaddis] [dos]


Bueno, a ver, un tema: LOS RECONOCIMIENTOS. Hoy toca una no-reseña, que es un invento nuevo para evitar hablar de lo que hay que hablar.

Los reconocimientos es una cosa que pesa como setenta kilos y me ha dislocado un hombro, el derecho, y ahora, según haga así o asá, hace clic o clac. También es un libro, Los reconocimientos, pero sobre todo una prueba de esfuerzo. 

En Los reconocimientos encontramos (opino, con la experiencia que me da haber leído casi todas las novelas del autor (a excepción de Su pasatiempo favorito, que tengo a medio terminar desde hace un par de años, cuando supe de estas reediciones sextopisonianas)) un Gaddis casi en bruto, sin la experiencia que dan los años (contaba veintipocos, el chaval, cuando lo escribió) pero también un Gaddis desatado, descontrolado, que apuesta por el exceso en todas sus formas, incluida la escrita, y cuyo único objetivo parece ser volver loco al lector o directamente darle la vuelta a todo.

Es llamativo, por ejemplo, en Los reconocimientos, la cantidad de ruido que se genera, la gente que habla en fiestas o fuera de ellas. Ni un momento de silencio, de paz y tranquilidad. Es insoportable, gozosamente insoportable, diría (nadie, nadie, escribe unos diálogos como los de Gaddis, NADIE. Y nadie, nadie, organiza unas fiestas como las de Gaddis. NADIE). Es como si buscara saturar el ambiente; alimentar, como un remedio contra vagos y maleantes, el exceso con más exceso. Bien mirado, ¿cómo no iba esta novela a explotarle en las manos a los cincuenta y tantos críticos que, ávidos de cubrir su cuota semanal (de libros que se leen en dos o tres días, otro para la crítica y un largo fin de semana para descansar), debieron leer este libro con un ojo puesto en sus páginas y otro en la sección de novedades? Menudo atajo de vagos. O menudo trabajo de mierda, si lo piensan: leer el parto de un joven y presuntuoso escritor que no se atiene a ninguna regla no escrita, que desubica continuamente al lector y que prescinde casi por completo de cualquier asomo de línea narrativa o argumental. Que elige, de todos, el camino más tortuoso.

Y mira que lo advirtió, Gass, en el prólogo: despacio, people, sin prisa, relax, con toda la calma del mundo, que el libro no se va a escapar, que ha venido para quedarse. 

Qué puta manía de no hacer caso a la gente, de verdad.

«No hay por qué darse prisa; las páginas que tiene usted por delante pueden estar ahí todo el tiempo que usted quiera. Es perfectamente aceptable que algunas cosas no se entiendan desde el principio, y que haya referencias a cosas que usted no reconoce. Siga leyendo alegremente. No nos quedamos todo el día en la cama sólo por haber extraviado la agenda, ¿verdad? No, necesitamos entender este libro –disfrutar de su encanto, de su ingenio, de su ironía, de su erudición, de su sensual materialización- como entendemos a una pareja con la que hemos vivido y a la que hemos escuchado y amado durante muchos años, noche tras noche».

Ya, ya sé que el prólogo de Gass es posterior a la primera edición. Precisamente. Disfrutemos de esta ventaja: a día de hoy hemos tenido sesenta años de preparación para Los reconocimientos, esa eterna deuda pendiente; ese libro que antes o después te planteas leer; esa fábrica de excusas baratas: el año que viene, mejor, que este estoy liado con otras cosas; es que ahora me viene fatal, tengo muchas lecturas atrasadas; lo pongo en lista de espera pero que sepas que me apetece mucho leerlo; ahora necesito algo más ligero; pesa mucho; me la tengo que leer; júrame, júrame, júrame que vale la pena; Brian marked it as to-read.

Blablablabla. Anda, no me jodas. Cobardes. El que quiera garantías que se compre un lavadora.

Pero sí, es verdad, admitámoslo: leer a Gaddis, especialmente al Gaddis de Los reconocimientos, es una prueba de valor, un ejercicio de paciencia y voluntad en muchas ocasiones desalentador; es un esfuerzo agotador y exasperante que no se verá necesariamente recompensado en una primera lectura pero que, si se le presta la debida atención, hará más felices muchas de las horas que dediquemos a tamaña labor siempre que seamos capaces de olvidarnos de sus 1400 páginas plagadas de referencias irreconocibles, digresiones, personajes desquiciados y situaciones irritantes (cuando es precisamente eso, en mi humilde opinión, lo que más lo enriquece: esos personajes desquiciados, esas situaciones irritantes, ese viaje a ninguna parte, ese fondo de realidad alterada, de pose, de falsificación, de una realidad tan poco real). La recompensa: el placer de la lectura. ¿Acaso hay otra?

Venga, prueben. Arriésguense. Es algo diferente. ¿Qué pueden perder? ¿Un mes, dos? ¿Seis? Bah, será por meses. Y si no es Los reconocimientos que sea Jota Erre (sí, por favor, por favor, sí) o Gótico carpintero o Ágape se paga, pero lean a Gaddis, por el amor de Dios, lean a Gaddis y déjense de excusas -que, por otro lado, nadie se cree- de una puta vez.

«Por eso, casi todo lo que ahora se escribe, cuando lo lee van uno dos tres cuatro y te cuentan lo que ocurrió como reportajes periodísticos, sin adjetivos, sin frases largas, sin truco alguno en apariencia, y finalmente creen que creen realmente que la forma en que lo vieron es la forma en ocurrió, cuando en realidad…. […] Escriben para gente que lee con la superficie de su mente, gente con hábitos de lectura que les exigen lo mínimo, gente enseñada a leer en busca de hechos, que sabe lo que va a venir a continuación y quiere saber lo que viene a continuación, y se enfada con las sorpresas. La claridad es esencial, y el detalle, nada de falsos misticismos, los hechos son ya bastante malos. Pero nos desconcierta la gente que cuenta demasiado, y que lo cuenta sin sorprenderse». (Pág.187)

Háganse un favor: recuperen la perspectiva. Lean a Gaddis.


lunes, 1 de diciembre de 2014

Resumen de lecturas de NOVIEMBRE 2014

Esto, más que un post, debería parecer un tuit. Menos mal que tengo el don de la palabra.

Lo digo porque este mes han sido tres (¡tres!) los libros leídos. Razón: GADDIS, maldito Gaddis y sus 1376 páginas de reconocimientos. Y Stendhal, maldito Stendhal y sus seiscientos rojos y negros. Y Danielewski, maldito… bah, da igual, este no merece especial atención.

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El mes empezó fatal: La espada de los cincuenta años de Mark Z. Danielewski, una especie de novela que cuenta con su propia reseña (aquí) y en la que veníamos a decir (más o menos; con otras palabras) que no nos había gustado por varias razones entre las que se encontraba la promesa, veríamos que incumplida, de que íbamos a encontrarnos una novela de terror (cuando esto ni da miedo ni da hambre, que es solo un señor contando el cuento de cómo encontró una espada terrible y al señor, también terrible, que las hacía y de cómo cruzó montañas y valles para llegar allí, todo con sus dibujitos y sus historias, que es un poco Gerónimo Stilton y el vigésimoquinto viaje al Reino de la Fantasía pero sin ratas) y la promesa, incumplida también, como todas, de algo experimental. Se supone que ahora, en el tiempo presente, esta novela se lee en Halloween a viva voz a unos niños y que estos se asuntan. Se supone. Pero ya cualquiera se cree nada.

Dicen, quienes entienden o quienes aseguran entender o quienes actúan como si entendiesen, que son los que más, o en realidad se les deduce por el tono, que esto es Alta Literatura (lo juro, tendrían que ver qué de erecciones en la red) y de hecho son los mismos que a otras horas menos intempestiva defienden a Gaddis como Santo Patrón (olvidando o fingiendo olvidar o directamente no habiendo entendido que Gaddis ha sido siempre el azote de las vacuas novelas autocomplacientes tipo Novelita Danielewski) que es una cosa que yo nunca acabaré de entender si no es recordando que este patio literario se mueve por afinidades y amistades y cariños varios. El mapa de los afectos literarios es todo un mapa.


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Segunda lectura de mes: atentos: Rojo y negro de Stendhal. Tela. La pregunta es: ¿en qué demonios estaba yo pensando para haber tardado tanto en leer esta maravilla? No hace falta que contesten. Tampoco pasa nada: vivo en el convencimiento de que cuanto mayor es uno, mayor es también el placer de la lectura. 

Pero hablábamos de Rojo y negro.

Alba ha reeditado, con esta portada tan fabulosa, la gran novela de Stendhal. Hay que reconocer que la edición es, por dentro y por fuera, excelente no, lo siguiente. A las ratas de biblioteca nos gustan las reediciones, especialmente las reediciones de calidad, porque nos recuerdan que todo o casi todo aquello que tenemos por leer, que es mucho y bueno, sigue ahí y sigue vivo y sigue conservando el atractivo y sigue siendo un reclamo relativamente efectivo. Y digo “relativamente” por algo; lo digo por esto: lo digo porque descubrí está edición de Rojo y negro no precisamente por la publicidad que se le hace, sino por uno de esos blogs que visito periódicamente y con los que tengo una deuda de gratitud, por estas cosillas, que nunca llegaré a pagar. En la librería, los ejemplares (el ejemplar, de hecho, un triste y único ejemplar irrecuperablemente maltratado, además, en el lomo) no ocupaba el espacio vital de la mesa de novedades, como era de esperar, no, sino la sección de clásicos, siempre la más difícil de localizar o la que más cerca está del baño y la que tiene menos luz. Esto es, a todas luces (valga la redundancia), intolerable porque Rojo y negro es, como he descubierto este mes: ABSOLUTAMENTE MARAVILLOSA, ABSOLUTAMENTE GENIAL, ABSOLUTAMENTE ABSOLUTA, que aunque es una expresión que no significa nada, es sin lugar a dudas absolutamente efectiva.

Rojo y negro, en su edición de Alba o no, pero sí, por qué no, debería ser lo que no ha sido: una de las grandes estrellas de la rentrée, que es como se han vendido las reediciones probablemente mucho menos dignas de Carrere o tantas o tantas piezas (ya ni me atrevo a llamarlas novelas) que, como ladrillos, sostienen tan masturbatoria industria.

Les digo lo siguiente, de Rojo y negro: si la han leído, relean; si no lo han hecho, si no la han leído, dejen de hacer el gilipollas. 

Lé-an-la, por favor, LÉ-AN-LA. O ahórquense.

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Corría el 10 o el 12 de noviembre cuando llegó a mi casa un paquetito que contenía una cosa hermosa que, apenas una semana después, ya me había dislocado un hombro y roto la cabeza por diecisiete puntos diferentes: Los reconocimientos de William Gaddis, una novela indefinible, incatalogable, in-resumible e in-posible de olvidar. Las erratas son intencionadas. No entraré en mucho detalle porque la cosa pide a gritos una reseña pero sí haré un pequeño apunte todo lo ligerito que aquí se acostumbra.

Los reconocimientos dio lugar a un libro del que ya hace tiempo hablamos: Despidan a esos desgraciados, de Jack Green (reseña tongoyana aquí) un tipo que se autoimpuso la tarea de devolver… no, de devolver no, que nunca la había perdido, de dar a esta novela el prestigio que realmente merecía. En Despidan a esos desgraciados, Green ponía de vuelta y media a todos aquellos críticos que habían tachado a la novela de soez, infumable o imposible o de cualquier otro calificativa que rebajase su condición de obra maestra, que es lo que él reclamaba. En su momento, entusiasmados con su entusiasmo, muchos defendimos a capa y espada al bueno de Green y dimos, con nuestras reseñas, la razón a quien, al no haber leído la novela, no sabíamos si la tenía o no. La razón, digo. Esto fue hace casi tres años. Me hace inmensamente feliz saber que me he librado de esta espinita: ahora ya sé si Green tenía o no tenía razón; si eran todos unos desgraciados o lo era él.

Nos vemos en la reseña. 



DICIEMBRE

Hasta aquí noviembre. Para diciembre, Navidad., Feliz Navidad, no tenemos planes. O sí, un par. Este par: 

Dos libros dos de la editorial Sloper: Voladura controlada de Octavio Cortes, cien páginas de micros o monólogos de humor (desde lejos lo parecen) y La mala puta (Requiem por la literatura española), un libro que, en palabras de uno de los autores (a saber: Román Piña y el aquí citado Manuel Dalmau) aspira a «señalar unas situaciones abusivas que se producen también en el campo de la literatura, generadas desde la cúpula, y que afectan negativamente al escritor y su obra». Con lo que nos gustan aquí las conspiranoias, sospecho que nos reiremos un rato.

Convendría terminar, también, lo que se tiene entre manos: Trastorno de Thomas Bernhard (abandonado miserable e imperdonablemente por Gaddis) y El idioma materno de Fabio Morábito. 

Y ya, después, no sé... lo que sea, pero teniendo muy presente lo siguiente: La hoguera pública de Robert Coover, Centauros del desierto de Alan Le May; Olive Kitteridge, de Elisabeth Strout; Al límite, de Thomas Pynchon o, por qué no, si total ya han pasado cuatro meses desde la última vez que la leímos, Moby Dick de Melville aprovechando, como ocurrió con Rojo y negro, que Sexto Piso la ha reeditado en formato ilustrado de lujo, en una más que digna edición que incluye dibujitos de un Gabriel Pacheco que se sale.

O lo que se tercie.



martes, 25 de noviembre de 2014

“El hombre que amaba los niños” de Christina Stead

Mi silencio desde agosto clama al cielo. Me refiero a mi silencio sobre esta novela, que ha sido, sin lugar a dudas, una de las mejores lecturas del año. De este año. Y del anterior, y del anterior. Y del anterior.  

Lo repetiré para los que leen demasiado rápido: NOVELÓN.

El hombre que amaba a los niños es mejor que buena. Es excepcional. No será el caso, porque todo es relativo, pero quisiérala, por aquello de hacerles a ustedes un inmenso favor, imprescindible o, si fuera posible, de obligada lectura.

* * * * *

Tengo la novela en la cabeza pero no sé cómo sacarla de ahí, cómo dibujarla para que vean lo que quiero decir, para que sepan exactamente a qué me refiero cuando digo que esta novela es una auténtica maravilla. No sé cómo hacer, no sé qué decir para que obligarles, a ustedes, a todos aquellos de ustedes que todavía conserven los tres dedos de frente con los que se supone que hemos venido al mundo, a reservarlo en la librería más cercana, porque ya les adelanto que tener no lo van a tener, estos libros nunca se tienen. Pero al lío.

* * * * *

La historia es demoledora.

En esta historia hay una casa. Una gran casa con un inmenso jardín. Hay una mujer, hay un hombre, un hombre, un imbécil, que ama a los niños, sus hijos y hay mucho, muchos niños; niños de todas las edades y condiciones: desde atormentadas y acomplejadas adolescentes hasta tiernos ingenuos infantes. 

«Cuando no puedo llamar a mi pequeña Evie, mi Mujercitita, mi niña de bonitos ojos oscuros con una aureola sombría en ellos, ¿sabes lo que hago? Le grito: “¡Alasílvida, Alasílvida!”. (Es una palabra que me he inventado y que me recuerda a ella.) “Alasílvida, ven a hacerme masajito en la cabezita. Ella sale rodando de la cama, quejándose con dulzura, algo que me encanta oír, y entra en mi dormitorio trotando con su camisón rosa de algodón, haciendo pucheros y diciendo: “¡Papi, no me disturbes, quero dormir!”. Pero cuando le muestro mis brazos, cruza la habitación con pesadez, se sube de un salto a la almohada y mete sus suaves deditos entre mi pelo para acariciarlo. Entonces, si me duele la cabeza, el dolor desaparece. Después llamo a mi hija mayor, Louie, una niña que tiene una cabeza extraordinaria, quizá con demasiados problemas, pero que será más sabia con el devenir del tiempo. Ella es la que prepara el té matutino. Acto seguido, Ernie, los Géminis y yo, los cuatro silbando, hacemos una ronda por la casa para evaluar el trabajo de carpintería y de albañilería que haya que hacer. Wan Hoe, eso sí que es una vida feliz. Sammy se sienta, meditabundo, en el camino, dando vueltas a esos extraños y dilatados pensamientos propios de la infancia, reflexionado sobre cosas que algún día convertirá en ideas científicas. Y Saúl, sensato y sereno, va a su aire buscándole un sentido a todo y sacando sus conclusiones. Y Ernie, mi joven prodigio, que llegará a ser un gran matemático o un gran físico, aunque confío en que no me salga pedante ni intelectualoide».

Pues bien, esta casa tan llena de tantos niños con tanto tiempo libre, tan luminosa, tan apetecible; esta casa tan, en apariencia, próspera, oculta un secreto a voces: sus dueños, el fecundo matrimonio Pollit, se odia como sólo se odian los mejores matrimonios en las mejores novelas, con esa visceralidad, con ese desprecio resultado de años de convivencia.

Esta novela, que transita entre el drama familia y terror infantil para adultos, es un ejercicio de crueldad como pocos. Sam y Henny libran una permanente batalla sobre un campo minado en el que juegan, inconscientes unos e ignorantes otros, un grupo de niños a todas luces inevitablemente inocentes.

El terror, en esta novela (y la razón por la que es tan jodidamente buena), tiene un origen evidente: nace de lo de descarnado de su realismo. Es todo tan real, tan posible, es tan fácil, o lo parece, llegar a ese punto, tanto, olvidar, una vez más, quiénes son las verdaderas víctimas... En la guerra que libra este matrimonio las balas nunca dan en el blanco pero tampoco dejan nunca de alcanzar un objetivo en tanto que los daños colaterales son, a la larga, tanto o más perjudiciales que un grito o una desatención esporádica.

Estoy hablando de Pobreza.

Ya no se trata únicamente de un problema de convivencia. Se trata de ir privando, poco a poco (y este sentido la novela es ejemplar) a quienes no lo merecen -y a quienes más lo necesitan- de lo esencial. Estoy hablando de no tener nada más que un vaso para quince.

«Se fue hacia la cómoda en que antes se guardaba la ropa de su padre y rebuscó en ella, pero sólo encontró una polvorienta colcha de lino y un sobre. Henny miraba a su hijo con tristeza, en silencio. Impulsivamente, el niño se dirigió al armario y abrió el compartimento en que su madre solían guardar los sombreros. ¿Dónde estaban los sombreros, las tres plumas negras de avestruz que le regaló su prima, aquella capa de seda para la ópera que tenía desde hacía diez años y que una vez le había visto puesta? ¿Dónde estaba la colección de sellos, con estampillas de todo el mundo? No alcanzaba a recordar cuándo fue la última vez que jugó con ellas, hacía mucho tiempo. Volvió frente a la silla en que estaba sentada su madre. Henny alzó la vista, forzando una sonrisa, y observó los ojos oscuros de Ernie, idénticos a los suyos».

Porque no se trata únicamente de ser pobre o tener unos padres que discuten demasiado. Se trata, también, de hacerse mayor, de cruzar esa frontera que separa el universo infantil del infierno adulto. Se trata de ese momento en el que un niño toma conciencia de que aquello que llenaba sus horas, su vida, ha dejado de ser un juego. 

Se trata de ser un niño y saberte, por ello y a pesar de ello, condenado. 

«Louie estaba feliz y se recluía cada vez que se le presentaba la ocasión: poseía un don innato para la soledad y lograba el consuelo del aislamiento incluso en aquella comunidad familiar. Era una niña perezosa, según Henny. Era una niña reservada, según Sam. Pero el caso era que Louie, a pesar de sus esfuerzos denodados por escapar de aquel aterrador abismo de desesperación, incertidumbre y suciedad, que parecía engullirla con labios pasionales y fangosos, presenciaba rachas de relámpagos, cuando el universo se rajaba desde el cielo hasta el infierno y en su sima se retorcía el delirio de la gloria, las saturnales que le revelaban la condición de aquel mundo. Se quedaba en la playa observando los hierbajos secos en la parte más fangosa de la orilla y pensaba de repente: “¿Quién puede apreciar algo bueno en ti, Tristeza desmoralizadora?” Y mediante aquel destello de inteligencia comprendía que tanto su vida como la del resto de la familia estaban malgastándose en aquella contienda, y que las peleas entre Henny y Sam estaban arruinando la naturaleza moral de todos». 

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Toda la novela, en realidad, gira en torno al cambio, la degradación, los velos que se levantan de muchos de los personajes que la pueblan. Toda la novela es un viaje que no puede acabar bien, donde la sensación es que todas las decisiones que se toman conducirán al desastre y donde los personajes, cada día un poco más desdichados, van tomando, poco a poco, conciencia de su infortunio. 
«Louie, la más involucrada de todos, estaba convirtiéndose en una persona impulsiva que se indignaba fácilmente por lo injustos que eran el uno con el otro, y, en la medida en que era víctima de aquellas injusticias, acumulaba un aluvión de sentimientos vengativos, una tempestad reprimida que pensaba desatar en algún momento indeterminado del futuro».

Si en los próximos días, meses, años, tienen pensado leer una buena novela, procuren que sea esta.


jueves, 20 de noviembre de 2014

[Reseña] “Presencia humana nº 2” de Aristas Martínez

En cien páginas y a todo color (no como otras), Presencia Humana vende relatos, vende artículos, vende dibujitos. Y lo vende bien. De hecho yo compré dos.

En el apartado gráfico, Ana Galvañ, (más ibérica no se puede) ofrece dos minicomics que a mí personalmente me han servido para saber que no me puede interesar menos el trabajo de Ana Galvañ. Que mira, por lo que en proporción cuestan, está muy bien. Si algún día esta chica ilustra un libro, ya sabré en qué no me tengo que gastar el dinero. 

También hay un par de artículos. Uno de Layla Martínez, que es una joven poeta que hace algo en Culturamas, que directamente echa mano de un fragmento de La insólita historia de los nueve Ricardo Zacarías del Colectivo Juan de Madre (editado también por Presencia Humana, para que así quede todo en casa) para montar un artículo sobre el tiempo, el espacio y la teoría de cuerdas con una fotografía de True Detective, para que se vea modernete (este número salió hace ya unos meses). Bueno, tiene su gracia si, tal como me ocurrió a mí, inmediatamente después te lees el librito de marras y, al llegar a esa parte, se te levanta una ceja. Es un hermoso momento autopromoción.

El segundo artículo es una patada en toda boca a (entre otros) los protagonistas de la primera parte de este post, por ejemplo. No se dan nombres, claro, o de lo contrario habría que declarar una guerra, pero se entiende. En ese artículo, Ana Ramos (escritora de libros infantiles, traductora y cosas varias que tienen que ver con la edición), nos cuenta que, un buen día, recomendó a su médica de cabecera un libro traducido por ella misma (hablando de autopromoción…): El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnet, ocasión que aprovecha para contarnos su historia: La señora Hodgson fue mayúsculamente pobre y miserable durante su más tierna infancia y adolescencia, pero tenía orgullo —alimento habitual de ciertos articulistas—. La buena de la mujer creía, como le decía a su hermanita cada noche antes de irse a la cama, que las historias dignas de ser escritas, impresas y leídas, merecían también ser pagadas. Y lo mismo a la inversa: lo que no merece ser pagado, no merece ser leído o impreso no digamos ya escrito. La señora Hodgson murió con un cheque en la mano. El artículo vienen en realidad a cuento de la piratería, que es esa cosa que todos conocemos y ninguno practicamos, pero ¿acaso hay mayor pirata que aquel que te roba mirándote a los ojos? 

Pues eso. 

* * * * *

Me gusta la idea, lo confieso, de un panorama con revistas literarias de tendencias diferentes enfrentadas, como en los felices sesenta de la era Dostoievski (y miren luego qué libros salían, qué maravilla, qué bien sienta el odio a la literatura). ¿Qué mierda es esa de la amistad por encima de todo, del objetivo común y demás zarandajas? 

Queremos sangre. Es lo que más alimenta.

Pero allá ellos, que se lo pierden.

El resto de la revista son relatos que ya no recuerdo, a excepción de alguno que leí dos veces para tener algo que decir hoy: el de Sara Mesa, por ejemplo, que es un ser humano que también escribe novelas. En su relato hay una misteriosa organización de seres extraños y niños (los niños siempre tan resultones) engordados con mantequilla. Todo esto lo cogen ustedes con pinzas, que mi fuerte no es resumir. Se desarrolla en un ambiente malsano y desagradable en la que los personajes han de soportar con cierta resignación situaciones que carecen de explicación. Muy triste y futurista, todo.

En la página 32 (y ya me voy dando prisa o no terminaré nunca) Aixa de la Cruz, joven promesa desde que tiene uso de razón (no vean qué de elogios cuando aquello de Bajo treinta o Última temporada —si no saben de qué hablo, mejor no pregunten—), escribe un relato en el que una mujer encuentra un brazo. Profundizaría más en el asunto si el asunto tuviese profundidad. No es el caso. De todos modos queremos pensar que lo de joven promesa no caduca ni hacía referencia a un futuro cercano. Seguiremos esperando y poniendo, como es costumbre, todas nuestras esperanzas en ella.

Siguiente: María Womack. Escritora, traductora, co-editora de Nevsky Prospects. Mujer de letras, en definitiva. Su relato está ambientado en un futuro apocalíptico, como todos los futuros posibles imaginados, en el que un hombre hace mermelada y caza mariposas. Bueno, pues… eso. Seguro que pasan más cosas, que el relato es genial, pero es pasan los días y te olvidas completamente de los detalles. Es lo que tienen los grandes relatos.

Esther García Llovet, escritora de la que inexplicablemente habla todo el mundo maravillas y que desmonta mi teoría de que este número 2 de Presencia Humana recoge trabajos de “jóvenes promesas”, se lleva el premio al peor relato de todos. Es incluso peor que el del brazo de Aixa de la Cruz. Que ya es difícil. Por fin es viernes es, utilizando términos más propios de la crítica comparada que de un blog de ensayo-error como este, una chorrada como un piano. Donde hay un como, hay una comparación y donde hay un relato de Esther García Llovet hay una razón para no leer. Puedo estar equivocado, pero sería la primera vez.

Laura Fernández (relatista habitual en toda antología que se precie) escribe un relato llamado El redactor estrella de Rocketbok Amazing Times, que es un título muy davidfosterwallaciano. Trata sobre un periodista o presentador que vuelve de la muerte o que está muerto y quiere seguir escribiendo. Lo siento, hace ya tanto… Sé que esto no es serio, pero precisamente por eso estamos aquí. Gracioso, la primera vez. Recuerdo que volví a intentarlo semanas después y ya no lo fue tanto. Lo dejé y nunca más. Total para qué.

El último relato —y, todo hay que decirlo, el mejor— es Las dos cárceles de Isidro Guzmán de Colectivo Juan de Madre, escritor del que hablé no hace mucho. Busquen, si sienten curiosidad. La historia es la de un preso, condenado a cadena perpetua, que no se acaba de morir y va a ser entrevistado. Argumento sencillo, argumento efectivo. El relato de la vida de ese hombre en apariencia no es gran cosa pero se lee con interés creciente. Y ya basta de elogios, que nos salen granos.

Acabo.

Los números de Presencia Humana terminan con una entrevista. En esta ocasión: Fata Libelli, joven editorial digital de ciencia ficción, terror, fantástico (y tal) de la que dijimos lo poco que había que decir cuando reseñamos, no hace tanto, Ominosus, un breve recopilatorio de relatos homenaje a Lovecraft. Hay poco que añadir. Nada, en realidad. Que nada, que les deseamos suerte.

Y esto es to… to… todo. 

Conclusión: Presencia humana es una revista literaria mejor editada de lo que viene siendo habitual, que no encontraran en los quioscos junto a la Qué leer (aunque sí debería estar, sobre todo para mi comodidad) y que cuesta más que otras tipo Quimera porque la gente que colabora ella no es insultada no cobrando por su trabajo. Pero yo creo que este punto ha quedado suficientemente claro.

Admito que no me vuelven (no me han vuelto) loco ni los artículos ni los relatos incluidos en este número, pero la revista me interesa lo suficiente para matar el cerdito cada dos o tres meses (o cuando sea que se publiquen), probablemente por esa mirada a la actualidad nacional y esa apuesta por ofrecer un producto a un público menos genérico de lo habitual.

Ahora les dejo; debo comprar el quinto número, un Especial Valdemar que recién sale del horno. Seguiremos informando.


martes, 18 de noviembre de 2014

[Prólogo a la reseña de] “Presencia humana nº 2” de Aristas Martínez

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Tengo un amigo pintor. Este amigo dibuja, entre otras muchas cosas, unos pequeños peces de colores realmente fantásticos. Hará cosa de un mes me invitó a su taller para enseñarme la última hornada. No lo digo porque sea mi amigo, pero cada vez son mejores. Volví a preguntarle por qué razón no exponía (hace tiempo que no lo hace) y me contestó que no era tan fácil. Me ofrecí a ayudarle. Verás, le dije, conozco a un tipo, un amigo de un amigo de un cuñado de un socio, que a su vez es socio de un pequeño pub en… que suele colaborar con artistas de la zona; le puedo pedir que te haga un hueco. Nada perdemos con intentarlo. Contando con su bendición conseguí colocarle un par de dibujos que acabaron colgados, no en un hueco, sino directamente en una de las columnas centrales del local. Antes de acabar el día ya se habían vendido. En cuanto me enteré se lo dije personalmente a mi amigo, el pintor. Se pueden imaginar qué alegría. Parecíamos tontas colegialas. ¿Y el dinero?, me preguntó. ¿Qué dinero?, respondí. El de la venta. ¿La vent…?, ¡ah, la venta!,.. bueno…, verás…, te explico: quitando la comisión del expositor, el resto me lo quedo yo, ya sabes, por las molestias y eso. 

En la vida real mi amigo me partiría la cara (merecidamente) por cabrón y por ladrón y por mal amigo. Pero esto no es la vida real, esto es un cuento de hadas y ahora mismo voy a agitar mi varita mágica para modificar el rumbo de la conversación y evitar malentendidos.

¿Y cuánto te llevas por las molestias, si se puede saber? Más o menos un x%. Fenómeno, me alegro por ti; por esa oportunidad que me brindas merecías mucho, pero muchísimo más. ¡Yo sí que me alegro por ti, coño!, pronto serás un pintor famoso o cuando menos, (re)conocido y, además, ¡te vendrá de fábula para el currículum! Después de estos cumplidos nos abrazamos, nos palmeamos la espalda como muchachotes que somos y esa misma noche fuimos a celebrar nuestra buena suerte y prometedor futuro. Pagó él, por supuesto. Por las molestias.

Yo sé que esta fabulita no resulta creíble con semejante final pero lo es. Mucho. De hecho, así funciona, por ejemplo (ahí vamos), Quimera, la revista de literatura famosa por no pagar a sus colaboradores por un producto que después, en el mercado, cobra a precio de oro: siete euros el ejemplar veraniego, cinco el resto del año. Siete euros, por si no lo recuerdan, son unas mil doscientas de las antiguas pesetas.

No es ya una cuestión de dinero, es una cuestión de respeto. El respeto que uno demuestra hacía los demás y el respeto que uno que merece. Parece haber muy poco, en Quimera o cualquier otra revista que viva de la generosidad ajena, de todo esto. Una cosa es ayudar a un amigo y otra muy diferente aprovecharte de él con promesas de prosperidad. Robarle, para que nos entendamos, por más que el infeliz crea ver en ello la oportunidad de su vida, como parece ser el caso, en vista de la ingente cantidad de almas cándidas que colaboran con este tipo de publicaciones. Y eso es, lo que en mi opinión, está llevando a cabo, desde hace años, esta revista que, a diferencia de otras como Granite & Rainbow (ese catálogo de buenos sentimientos que se alimenta del aire que respira y que hace tiempo ya que ha superado la barrera del despropósito), se hace valer a golpe de monedero. 

Si un proyecto no es viable, por la razón que sea, por ejemplo si el problema es que no dan las cuentas, a lo mejor lo que hay que hacer es cerrarlo y después llorar amargamente o llorar amargamente y después cerrarlo o directamente irse de putas. Lo que no me parece decente, por decirlo suavemente, es que la recompensa del esfuerzo de escribir un artículo (porque una cosa no quita la otra y es de ley reconocer que los artículos requieren cierto esfuerzo para ser escritos) sea colocarte en los créditos con otros veinte tíos más.

Es una vergüenza para unos y un insulto para los demás. Para todos, una cuestión de respeto. Para Quimera, ese refugio para la falta de talento, una costumbre. Para los que observamos, sin embargo, puro divertimento.



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Todo esto viene a cuento de algo, claro.

Viene a cuento de que, por lo que me han dicho los propios afectados, Aristas Martínez —los editores de esta revista de la que hoy he venido a hablar— SÍ paga a sus colaboradores/invitados. Cuándo, cómo y dónde me da igual, honestamente; no es de mi incumbencia (tampoco lo anterior, si me apuran). Ya sólo por esto tienen, de entrada, todo mi RESPETO. Otra cantar es que me guste el contenido, que ya veremos, pero así, de entrada, yo vengo con el sombrero en una mano y en la otra una cañita. Y ahora vayamos a lo que veníamos. O casi mejor vamos mañana, que se me ha hecho tarde.