lunes, 31 de marzo de 2014

Resumen de Lecturas MARZO 2014

Marzo. 31 días. He aquí un mes bien aprovechado con la lectura de un puñado de libros que incluyen relatos, clásicos populares, biografías, reportajes, teatro, etc. Tremendo, si lo piensas, el mes.

Arrancó así:

“Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley. Editado por Sexto Piso, con epílogo de Joyce Carol Oates y unos maravillosos dibujos de Lynd Ward. No sé si me gustó más la novela o los dibujos. Miento, sí lo sé: los dibujos. La novela, bueno, es Frankenstein, vale y sí, todos los méritos y más, que era una niña, la Shelley, pero con todo hay mucha paja y mucha descripción de la fuerza de los vientos y mucho arbolito y mucho páramo desolado y mucha acción que unas veces adormece y otras vez no hay quien la pare. Y bueno, vale, qué sí, nada que no supiéramos, pero esos dibujos…. esos dibujos de Lynd Ward son simplemente perfectos, llegando al punto de que parece, la novela de Shelley, una mera excusa para disfrutar de ellos. 


De “La trabajadora” de Elvira Navarro ya hemos hablado y dicho todo lo que se podía decir. Tampoco hace falta ponerse sádicos.


“La pesca de la trucha de América” de Richard Brautigan ha sido mi primer Brautigan. Le tenía ganas desde hace tiempo pero no fue hasta que cayó el libro en mis manos por casualidad que me dio por tomármelo en serio. Bueno, todo lo en serio que se puedo uno tomar a Brautigan. Colección de relatos (no lo sabía cuando lo empecé) que, como viene siendo habitual, son unos mejores que otros. En general, bastante curiosos. Interesantes. Repetiré con el autor, lo cual equivale a decir todo y nada.


“Los Modlin” de Paco Gómez. Descubro este libro el mismo día que me lo ofrecen. Por entonces ya lleva una temporada dando vueltas por ahí. He aquí un ejemplo de autoedición en toda regla: Paco Gómez escribe y edita. Lo habitual es montar un pdf, mobi o similar y subirlo a Amazon, ponerlo a 2 euros y esperar que suene la flauta y si no suena da igual, decir que has vendido dos mil ejemplares y esperar que te crea algún sello editorial. La otra es montar un crowdfunding y también esperar que te crean. En Paco confiaron 700 seres humanos, que ya no está mal. Los Modlin cuesta unos veintitrés eurazos y sólo se vende en papel. La edición incluye fotografías a todo color pero sobre todo un esfuerzo por hacer las cosas lo mejor posible dentro de las posibilidades de cada uno.
Por si interesa y anticipándome a la reseña, les diré que es una suerte de documental que trata sobre aquello que tiene lugar de puertas adentro y protagonizada por a una familia bastante peculiar. Hay por ahí un documental con el que Paco acabó teniendo muy poco que ver, pero esa es otra historia. Y no cuento más o a este paso hago aquí la reseña.



“Días lúgubres” de Juan Sayagués. Inclasificable. Es casi lo único que puedo decir ella. Y lo digo como un cumplido. La empecé hace mucho y la dejé a las quince páginas. Por insistencia del autor volví a ella meses después y, sorpresa, la disfruté como un enano. Días lúgubres es una gamberrada en la que Sayagués se permite hacer cualquier cosa y llegar a cualquier lugar con una única condición: divertir. Lo consigue. Con altibajos, pero sí.
Decir que va de esto: «El estadista y falócrata Don Pollón, defensor a ultranza de la “pornocracia” y siempre acompañado del simplón, sumiso y con dos doctorados, Altramuz, recibe la visita de un desconocido Dalai Lama reconvertido en vicioso y director de inconfesables empresas, con el que lleva a cabo un auténtico “pulso”», equivale a no decir nada. Lo mejor que se puede hacer con Días lúgubres es leerla y arriesgarse a que pase cualquier cosa. Lo dicho: divertida, interesante, desconcertante. Arriesgada. Diferente.



“Es un decir” de Jenn Díaz. Este blog tiene un discurso —que se repite demasiadas veces— que tiene que ver con la crítica, el amiguismo y la incompatibilidad. Esto no es difícil de entender de modo que no lo voy a volver a explicar. Pues bien, para no caer en el ridículo de recomendar la lectura de una amiga y en aras de salvaguardar el poco prestigio que nos queda nos vamos a reservar, mis socios capitalistas y yo, lo que opinamos del libro de Jenn Díaz a la que desde aquí aprovechamos para felicitar por esa segunda edición.



“Niños en el tiempo” de Ricardo Menéndez Salmón. Mismo caso que el de Elvira: lo dicho, dicho está; todo lo demás es marear la perdiz. La reseña, AQUÍ.



“Winesburg, Ohio” de Sherwood Anderson es uno de esos libros que sabes que tienes que leer, que quieres leer pero que por alguna razón nunca llega a ocupar un lugar preeminente en tu mesa de “inmediatos”. Error. Winesburg es una “novela” (entendiendo, en este caso, novela como esa colección de relatos que sí merecería ambas calificaciones) estupendísima que nadie debería perderse. El dibujo de una época y un lugar a través de sus habitantes y… bueno, da igual. Si hay que leerlo hay que leerlo, ¿qué importará el argumento?



“Un hombre al margen” de Alexandre Postel. Pongamos que es usted un profesor de filosofía anodino y vulgar. Un mierdecilla. Pongamos que un buen día llaman a su puerta y al abrirla se encuentra con un policía que lo acusa de haber descargado material pornográfico con contenido infantil. Pongamos que usted, que vive solo, se sabe inocente. Pongamos que las pruebas son las pruebas y ahora usted será acusado y condenado por pedófilo. 
Esta es, grosso modo, la historia que cuenta este joven escritor francés que ha ganado el Goncourt a una (venga, va, digámoslo) interesante primera novela. En breve, seguramente esta misma semana, reseña.



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ABANDONOS

La semana pasada publiqué tres entradas. La razón nace de aquí: empecé a escribir este post y cuando llegó el momento de comentar estos abandonos la cosa se fue complicando y el post se iba eternizando y aprovechando que pocas veces se ha dado la casualidad de que yo abandone tres libros el mismo mes, se le hizo un especial. Por el bien de todos, esperemos que no vuelva a ocurrir. 



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Y en abril…

Aguas mil. Y libros, unos cuantos. Tengo una lista enorme que todavía no he depurado porque últimamente improviso bastante y dejo un libro me lleve a otro. De entrada, hay unos cuantos que me apetecen especialmente. A saber:

“La Joven Ahogada” de Caitlín R. Kiernan es el tercer libro de la nueva serie de Valdemar llamada Insomnia. Citándolos vendría a ser “una historia de fantasmas, pero también un libro sobre la escritura de historias de fantasmas. Es un relato sobre el enamoramiento, el desenamoramiento, y la cuestión de si la locura es un don o una maldición. Es una de esas pocas novelas que uno desearía que nunca acabara.” Bueno, ya veremos.



“La cámara sangrienta” de Angela Carter «es una colección de diez relatos explícitamente basados en cuentos de hadas, en especial, de Charles Perrault, pero también de Jeanne Marie Leprince de Beaumont, del folclore europeo, e incluso de la radionovela, con claras influencias de la narrativa del Marqués de Sade.» Pertenece a los ilustrados de Sexto Piso (pequeñas grandes joyas de las que un día tendremos que hablar con calma). Alejandra Acosta, que descubrimos hace más de un año en la estupenda “Del enebro” se ocupa de los dibujitos. 


“La mirada del observador” de Marc Behm, es mi lectura actual y probablemente la termine esta misma noche. Se trata de una novela negra de reconocido prestigio que, quitando cuatro gatos, parece que apenas ha leído nadie.

“Una casa de tierra” de Woody Guthrie, cantante folk muy comprometido con la cosa social a quien Dylan llamó “mi último héroe”. Lo empecé el viernes; apenas leí nada.

“El buscador de almas” de Greog Groddeck, amiguete de Freud y padre fundador del movimiento psicoanalítico. «Inscrita en la tradición de la novela picaresca, El buscador de almas cuenta la historia de August Müller, un burgués de mediana edad que lleva una vida convencional hasta que se ve aquejado de escarlatina y desarrolla una obsesión con las chinches de su habitación, a las que se propone exterminar por todos los medios.» Ya iba a caer el mes pasado, pero no pudo ser.

En el apartado español sentimos curiosidad por cosas tipo “Las inviernas” de Cristina Sánchez-Andrade, “Un minuto antes de la oscuridad” de Ismael Martínez Biurrum, “Esta noche arderá el cielo” de Emilio Bueso, “Deudas vencidas” de Recaredo Veredas o “Tranquilos en tiempo de guerra” de Cristian Crusat. Pero ya veremos.



viernes, 28 de marzo de 2014

130 páginas de “Quemar los días” de James Salter

Aquí el típico libro que un buen día alguien recomienda y que yo, tras haberme metido en una conversación de Facebook (y fiándome porque sí del gusto del comentarista), anoto. Tardo menos de lo que vendría siendo media hora en ponerme con él. Y oye, muy bien. De hecho me preguntaron y dije que “oye, muy bien”.

Quemar los días es la autobiografía de James Salter, que es un señor que de repente, aprovechando que acaba de sacar nuevo libro después de no sé cuántos millones de años de silencio, está más de moda que manifestarse y no hay librero al que no se lo quiten de las manos ni suplemento que no lo saque a doble página aunque el físico no acompañe. Las contras, terribles: «La narración de Salter es un deslumbrante y en ocasiones devastador laberinto de amor y ambición […]»” (Salamandra dixit). Si no lo conocían, apréndanse el nombre y recomiéndenlo a la menor oportunidad si quieren estar a la última en el circuito de las tertulias parroquiales. 

La narración -no podía ser de otro modo- comienza siendo Salter un niño. El escritor nos habla de su familia (lo cierto es que Salter habla, en general, demasiado de los demás) que tampoco es que sea nada especial pero como vive en Manhattan pues mola mucho cuando te cuenta que nunca se ha bañado en el Hudson a pesar de cruzar no sé qué puente a diario y otras cosas de interés particular. 

Hasta aquí todo bien. Entretenido. Encantador. (Tal vez demasiado). Pero entonces mandan al chaval —que ya no es tan chaval— a West Point para acabar de hacerlo un nombre. Y ya se pueden ustedes poner cómodos porque a partir de aquí y durante un buen rato —porque después de West Point viene la Academia de Vuelo— son todo las batallitas del abuelo cebolleta sobre lo que hacen sus amigos al salir de clase o lo que tarda exactamente el muchacho en aprender a pilotar un cacharro. Salter es el típico soldado que prefiere celebrar la pascua militar acuartelado antes que ir de putas, que es lo que se espera de un soldado. Y claro, así no hay manera. 

Cuando se echa novia y quiere ponerse el uniforme para salir a pasear a la chavala para lucir palmito y bandera, me rendí. Sí, Salter es ESA clase de individuo. Yo no puedo, estas cosas me superan. Además, cualquiera que haya pasado por el ejército sabe o debería saber que a nadie (que no sea uno mismo o sus compañeros) le interesan las batallitas de la puta mili, que para eso están las cenas y los reencuentros y ahora también los grupos del whats app. Por esta experiencia hay que pasar rapidito y meter mucho la tijera.

Resumiendo: Salter es un muermazo. Y esto sí es imperdonable.

El caso es que estaba decidido a comprarme la nueva novela (“Todo lo que hay”). Como podrán imaginar, me lo voy a pensar dos veces.

Pero.

Pero al mismo tiempo se pregunta uno si detrás de todo esto habrá algo más, algo que valga la pena. Si no estaremos tirando la toalla demasiado pronto, dejándonos llevar por esa total falta de afinidad. Si precisamente ahora que va a terminar la guerra, que él dejará el ejército (he ojeado su biografía) y hará vida civil; si ahora que se hará escritor y tendrá algo más que hacer que limpiar las medatillas y dar lustre a los botines, se pregunta uno, decía, si no será precisamente este, de todos, el peor momento para rendirse.

El caso: que negándome a ser derrotado por prejuicios personales y viendo el aura de prestigio que parece acompañar a este señor, habrá que hacer de tripas corazón y darle otra oportunidad.

Quede este post como prueba de mi buena voluntad.

miércoles, 26 de marzo de 2014

225 páginas de “Tokio año cero” de David Peace

Hace unos días hablábamos de una novela que fue miserablemente abandonada, sin asomo de duda, a las pocas páginas de ser empezada (David Vann). El viernes, si nada lo remedia, hablaremos de una novela que tiene todos los ingredientes para no ser leída, que de hecho ha sido abandonada, pero que sé con seguridad que retomaré más pronto que tarde (James Salter). Entremedias, hoy toca un post tan especial como inútil: ese momento en el que uno tiene que decir si sí o si no. Justo ese momento de duda. Ni antes, ni después. Exactamente ESE.

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Llego a “Tokio Año Cero” de David Peace por un comentario que el traductor hace en Facebook, donde habla maravillas de la ella. Conviene aclarar que el traductor, Javier Calvo, no acostumbra a recomendar sus propios trabajos. Siempre que lo hace y la cosa pinta bien yo me compro el libro. Ya tengo dos.

La acción de la novela comienza el mismo día que Japón hace pública su rendición incondicional, al final de la Segunda Guerra Mundial. El país es un desastre. Háganse cargo. No puede estar más patas arriba ni puede importar menos (ni valer más) una vida humana. En ese escenario aparecen los cuerpos sin vida (en algún caso en avanzado estado de descomposición) de unas mujeres jóvenes que parecen haber sido “brutalmente” asesinadas (las comillas son mías y obedecen a un problema de memoria, que de esto ya hace c0mo treinta días y lo mismo las mataron a besos).

Como toda buena novela negra que se precie, ha sido definida, por su estilo, como una mezcla de James Ellroy y Murakami. Porque claro, Japón, novela negra… Con este panorama, si tienes que parecerte a alguien será a uno de estos dos. Bueno, en fin, todo sea por dar nombres. Personalmente nunca he sentido el menor interés por leer a Murakami pero sí he leído mucho a Ellroy y me quedo con él antes que con Peace. Vamos, de cabeza. Hay en Peace un estilo demasiado forzado que hace que a ratos la narración resulte, como poco, cansina, claro que, por otro lado, si le quitas esto, la matas. Aquí un botón de muestra:

«[…] El día es la noche. Los árboles blanco que han visto tantas cosas. Abro los ojos pero no puedo pensar. La noche es el día. Las ramas blancas que tanto has soportado. Cierro los ojos, no puedo dormir. El día es la noche. Las hojas blancas que han brotado otra vez. Abro los ojos, no puedo pensar. La noche es el día. Crecer y caer y volver a crecer. Cierro los ojos, no puedo dormir. El día es la noche. Doy media vuelta. Abro los ojos, no puedo pensar. La noche es el día. Me alejo de la escena del crimen. Los cierro, no puedo dormir. El día es la noche. Bajo la Puerta Negra. Los abro, no puedo pensar. La noche es el día. El perro sigue esperando. No puedo dormir. El día es la noche. El perro sigue esperando. La noche es el día. El perro sigue esperando. No puedo. El día es la noche. El perro sigue esperando. No puedo. La noche es el día. El perro sigue esperando. No puedo. El día. El perro sigue esperando. No puedo. La noche…»

Aquí otro.

«Vomito. Bilis amarilla. Vuelvo a vomitar. Bilis gris. Ya he vomitado cuatro veces. Bilis negra. Bilis marrón, bilis amarilla y gris. Ya he mirado cuatro veces a ese espejo. Ya he gritado cuatro veces: ¡Nadie es quien dice ser!»

Y no, no he elegido los párrafos. Bueno, sí, pero da igual; esto es así página sí, página también. Las hay mejores; aquí un ejemplo:

«En el pasillo hay una chica. En el pasillo hay una chica desnuda. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas que no parece tener más de catorce años. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas que no parece tener más de catorce años y a quien está penetrando por detrás un Vencedor, mientras ella mira por el pasillo interminable en dirección a Nishi y a mí, con las lágrimas cayéndole por las mejillas y dentro de la boca, diciendo: Oh, qué bueno, Joe. Gracias, Joe. Oh qué bueno, Joe. Gracias, Joe. Oh, oh, Joe….»

Y es que, en el fondo, si le quitas el estilo tan “peculiar” lo que queda es exactamente lo mismo de siempre: un cadáver o dos o tres, un posible asesino en serie, un policía que cuya situación personal es un desastre (líos de faldas, líos de drogas…), envidias, corrupción, rivalidad en el entorno laboral, etc. Cierto: tiene todos los ingredientes para gustar y se desarrolla además sobre un escenario lo bastante poco habitual como para llamar la atención de quien esto escribe pero… Para qué nos vamos a engañar; sólo por eso la estoy leyendo. O estaba, no sé. Como les decía, llevo algo más de doscientas páginas y todavía no he tomado una decisión. Ahora bien, de hoy no pasa.



lunes, 24 de marzo de 2014

Ochenta páginas de “Goat Mountain” de David Vann

Y digo ochenta páginas porque son las que aguanté. Cabe esperar, por lo tanto, que lo inmediato sea una no-reseña de una novela no terminada. Hay a quienes esto les molesta mucho. Para ellos, Google bendito Google. Para los demás, esto es lo que pasó.

Esto es lo que pasó

Lo que pasó fue que se me agotó la paciencia. Que me cansé de saltar palabras, frases, líneas, párrafos, páginas enteras tratando de salir de sopor con el que Vann nos castiga a los lectores durante cada doloroso minuto que dura la lectura. Buscaba algo a lo que aferrarme para seguir, algo tipo “para eso te he traído, lector, asómbrate”. Pero nada, no hubo modo. Total, que en la página ochenta me di por vencido.

En mi opinión de experto, David Vann viene demostrando una trayectoria descendente desde hace tanto tiempo que uno se pregunta si no habrá caído en un pozo sin fondo. Eso o que se puede vivir eternamente de las rentas de haber escrito un único libro decente si papá Mondadori (ahora Penguin Random House Mondadori Alfaguara Felipe Froilán de Todos los Santos) te avala. 

El caso es que esta nueva novela de David Vann (la cuarta que se publica en nuestro país y la tercera que edita Mondadori) es, exactamente más de lo mismo que los anteriores. Esto no tiene nada de malo, si te gusta. Y uno entiende que guste: violencia, traumas, niños que sufren o hacen sufrir… La vida. Pero bueno, en algún momento habrá que ofrecer algo más y no siempre algo menos. Billy Wilder tenía diez mandamientos,  nueve de ellos eran no aburrir. Si vamos por ahí, Vann merece el infierno.

Goat Mountain va de esto: un abuelo, un padre y un hijo y un amigo del segundo (Tom) se van unos días caza. Paseando ven, a lo lejos, un furtivo que se ha colado en sus tierras. El papá apunta con su escopeta al ignorante cazador, mira por el objetivo y le dice al nene, nene ven mira y el nene, que tiene once años y le han prometido que esta vez sí podrá cazar un venado, va y mira. Y dispara. Claro, nadie quería que el niño matase a ese señor; no es esa clase de libro. La cosa es más bien ¿qué cojones le pasa al niño? y tal, como si la cosa viniese de atrás. El abuelo dice que es un hijo de puta y que deberían matarlo. El abuelo, eh. El padre dice que no y Tom no dice nada porque no es de la familia. Esto es todo lo que hace Vann para definir a los personajes. Miento: sabemos que el abuelo está un poco gordo y que el niño, efectivamente, es un ser absolutamente amoral que lo mismo le da matar un cristiano que un ciervo. Si acaso que sin cuernos no luce igual la cabeza sobre la chimenea. A Tom lo define su humanidad: él no quiere matar al niño, sólo denunciarlo a la policía. Pero a ver, estamos en el bosque, el tipo era un furtivo, nadie ha visto nada… ¿qué te costará enterrar el cadáver, Tom, cabronazo, mala gente? Bueno, pues no, todo el rato es Tom dando por culo con los remordimientos de conciencia y no queriendo tocar el cadáver no se le vaya a pegar algo y el viejo erre que erre que te voy a matar y el niño erre que erre que no y el padre no sé, por ahí anda, haciendo de chófer o algo.

Yo sé que, visto así, no pinta del todo mal, que incluso a mí me apetece retomar pero luego llegas al libro y abres una página y es todo uno leer y bostezar y ya no es que no pase nada sino que el mejor momento es saber qué va a cenar el viejo esa noche. Y no puede ser. 

Vale que David Vann ha tenido una infancia muy dura pero no veo qué culpa tenemos los demás.

Ya en Caribou Island había paja para aburrir, aunque la historia principal no estaba del tomo mal. En Tierra se le fue la mano con el bricolaje pero al menos estaba lo de la vieja encerrada que tenía su aquel, pero aquí es que no hay nada a lo que agarrarse que no sean esos tres señores que son como tres sombras de pura indefinición y uno niño malo como la peste que tampoco sabes muy bien qué culpa tiene la criatura de ser como es si luego van y cada dos por tres le ponen una pistola en la mano. Y luego la culpa es de los videojuegos. Si es que…

Total, que para ver a cuatro tíos con pistola malamente desarrollados, una acción que no acaba de arrancar y una prosa carente de todo atractivo, mejor me pongo el Zombi U y así por lo menos las hostias las doy yo.


viernes, 21 de marzo de 2014

“Niños en el tiempo” de Ricardo Menéndez Salmón

No soy yo muy amigo de prosas elaboradas ni demasiado líricas pero tengo que reconocer que la de Pierre Michon un poquito sí que me pone. Ponía, tal vez, más que pone, y tampoco siempre pero donde hubo fuego… Y luego está ese comienzo de “Rimbaud, el hijo”: «Dicen que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif, mujer del campo y hembra perversa, sufridora y perversa, fue la autora de los días de Arthur Rimbaud.» Es que ese comienzo me pone mucho. El resto del libro también, pero menos. Viciosillo que es uno.

¿Pero venimos a hablar de Michon o venimos a hablar de Salmón? De Salmón, ¿no? 

¿No?

Se ve que no.

Y no porque no quiera. Es que no me deja. Salmón, digo. No me deja y no me deja.

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Leyendo a Salmón uno cree estar leyendo a Michon. 

Esto como faja, puede valer. Ahora bien, como poco más.

Leer a Salmón y no dejar de pensar en Michon, sobre todo si te gusta Michon, es un tanto inquietante. Diría incluso que irritante. Porque una cosa es que a Salmón le guste Michon, que prologue sus obras o le rinda homenajes en el calor del hogar (allá cada uno y sus altares) pero de ahí a mimetizarse hasta ese punto, un tipo madurito como Salmón, ya, con su trayectoria y su público y sus libros y sus cosallas y ese permanente vivir en la mesa de novedades, da como un poco de grima, si lo piensas.

Yo creo.

También puedo estar equivocado (me extrañaría, pero es posible) y cuantos más haciendo la ola, mejor. Que si Michon, Salmón. Que si veinte más a libro por año, fieles aprendices de Nothombs. Si está bien, por qué no. ¿No?

Escucha la obra, ignora al intérprete.
La rueda de los días gira. Con ella se devana la suerte de Lavinia. Caldos, los más nutritivos; perfumes, los más exóticos; médicos de toda clase y condición. Cien lenguas se mezclan a la cabecera de la enferma entre retortas, ampollas, alambiques. Rostros de griegos cetrinos, semitas adustos, galenos venidos de Roma con la celeridad de un ave rapaz, incluso un mago del Norte, un bárbaro llegado de las últimas fronteras, que durante días llena la habitación de Lavinia con su corpulencia absurda, indigna de sobrevivir en las estatuas, y con las fórmulas desquiciadas de una lengua imposible, ante la que incluso los perros se rezagan en sus carreras.
Escucha la obra, ignora al intérprete.

Pero es que no es fácil ignorar al intérprete, chico, especialmente si parece un guiñol francés. Que si fuera otro, uno cualquiera, uno de tantos, de esos de dictado… pero Michon, joder, se nota tanto el afán de franquicia. Qué pena.

Casi lo olvido: la novela va de algo:

A un matrimonio se le muere el hijo en la primera página y empieza lo que vendría siendo la segunda parte de La hora violeta y todos con el corazón partido. Las cosas como son: la pena es terrible pero se presta demasiada atención a las formas y al lector sólo le llega el esfuerzo del intermediario. El caso es que el matrimonio se va a tomar por culo. Normal, todo son silencios y darse la espalda y no poder dejar de llorar y fumar mirando al infinito. Y en aquella cama follar es peor que masturbarse sin ganas. Y un buen día, durante una cena, catacrack, se acabó. A la puta calle, Antares. 

A esto que resumo en dos líneas le dedica Salmón como setenta páginas de prosa michoniana pero en aburrido, que ya es difícil (nunca se ha podido acusar al francés de ser la alegría de la huerta): «Deshilachaba las flores y las sonrisas mimosas, al igual que todo lo demás: porque no quería a ese hijo, que era ella misma, o porque no se quería a sí misma, vete tú a saber; porque lo único que quería de sí misma era ese pozo desmedido en que todo se sumía; y estaba demasiado absorta palpando a tientas los costados del pozo y buscando el fondo para fijarse en las florecillas que crecían en el brocal.» (Cita extraída al azar de Rimbaud, el hijo)

Imagínense.

La segunda parte es una novela dentro de la novela sobre la infancia imaginada de Jesús. Escritor escribiendo sobre un escritor que escribe. De cagarse, esto. La ficción incluye dos breves episodios para lectores lentos de reflejos sobre Jesús apareciéndosele a uno de ellos para preguntarle por las razones que tiene para hacer tal cosa (imaginar esa infancia, que maldita la falta) y para desearle suerte y llamarle valiente. Besito en culo y a la cama.

Que sí, en serio. Excepto por lo del beso, que hay que imaginarlo, lo demás tal cual. 
[Jesús] Tiene cinco años.
Ha conocido la familia.
Ha conocido el lenguaje.
Ha conocido al extranjero.
Ha conocido el amor.
Ha conocido la muerte.
Su experiencia del mundo, aunque parezca exagerado decirlo, es ya muy intensa.

La tercera parte es la historia de la madre, pero esta no se la cuento, no les vaya a estropear la sorpresa. Que bueno, a ver, tampoco es El sexto sentido. Confórmense con saber que incluye la enseñanza de la novela y que ésta tiene que ver con el reencuentro y recuperar la vida y descubrir que hay futuro después de la muerte de otro. Que te puedes quedar sin hijo y salir igualmente de copas, vaya; que es cuestión de Tiempo, que todo lo cura. 

Yo creo.

También puede que trate sobre cómo matar de aburrimiento al lector.

Resumiendo: si te gusta Michon y las novelas de padres que recuperan las ganas de vivir y no te importa que el escritor sea otro y que los personajes tengan el atractivo de una ameba, este es tu libro.


martes, 18 de marzo de 2014

“Ánima” de Wajdi Mouawad

Cuando escribo estas palabras han pasado casi veinte días desde que terminé de leer esta novela. Conociéndome, esto significa que, si no digo algo ya, lo más probable es que no lo diga nunca. 

Leyendo la mayoría de la literatura actual —española o no, da igual— y leyendo novelas como esta de Mouawad, cae uno en la cuenta de que hay una diferencia fundamental entre unas y otras que tiene mucho que ver con el efecto que producen en el lector. En mi opinión la literatura puede ser muchas cosas, y de hecho lo es, pero nunca debería ser inofensiva, en el sentido que tiene no dejar indiferente. Lo que tiene la literatura de personajes como Aloma Rodríguez o Tao Lin o tantos otros es que da igual lo que digan, parece que no digan nada. Sin duda “Ánima” no es la mejor novela del mundo y desde luego no es lo mejor que ha escrito Wajdi Mouawad (¿tengo que volver a recordarles “Incendies”?) pero desde luego hay una cosa que no provoca: indiferencia. 

Otro cantar, ya, que nos importe todo un carajo.

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Cuando hace unos días hablaba de esta novela en una aproximación (que creía yo tangencial aunque luego resultó no serlo tanto) (AQUÍ) salía a la luz un tema de la masacre de Chatila, que es la típica masacre que se olvida después del siguiente partido de la Champions. Aquello fue, por ir metiendo veladas referencias, una animalada que venía a demostrar que cuando se trata de violencia y crueldad, el ser humano es el puto amo.

Pues de eso trata Ánima

Dejen que se lo resuma. 

Al protagonista le matan, un buen día y sin venir a cuento de nada, a su mujer. No lo hacen pegándole un tiro, eso sería demasiado generoso: la violan y la apuñalan y la matan, a ella y al feto que lleva dentro. A partir de ese momento, la novela será él buscado al asesino en zonas fronterizas, en reservas indias. Donde sea. No es, de entrada, una novela sobre la venganza, ya que el protagonista sólo quiere mirar a los ojos al asesino y –a riesgo de que malinterpreten- asegurarse de que no ha sido él quien empuñó el cuchillo. 

A medida que avance la novela las heridas se abrirán y un torrente de recuerdos irá minando las fuerzas de este buen hombre, este superviviente de la masacre de Chatila que no acaba de entender qué demonios está pasando, por qué todo vuelve a empezar:

«Yo nací hace tiempo de una masacre, mi familia fue degollada contra el muro de nuestro jardín, y hoy, años después, a miles de kilómetros de allí, la maquinaria de la sangre parece haberse puesto de nuevo en marcha.»

He aquí lo especial: la novela tiene como narradores a los animales con los que, de un modo u otro, se cruza el personaje. Desde los perros de sus acompañantes, hasta la araña que se oculta en las alturas, pasando por los mosquitos o las mariposas o los zorros o los conejos. Lo que sea que no tenga hipoteca.

La Gran Pregunta es: ¿tiene esto algún sentido más allá del simple golpe de efecto o no son nada más que ganas de llamar la atención? Al fin y al cabo, ya sabemos cómo es esta gente del teatro… La respuesta es complicada pero en mi opinión SÍ se justifica y la razón, en cierto modo y sin esperar que lo entiendan, está aquí:

«Y Humbert empezó a hablar de la muerte, esa línea donde todo se borra, y de la guerra, esa línea donde todo se desgarra. Habló de las líneas porosas que separan a los humanos de los animales y de las líneas que surcan los rostros de los vivos. Habló de las líneas que nos hacen y nos deshace, pliegues, trazos, límites, fronteras, demarcaciones. Habló de las líneas que nos salvan, conductoras, eléctricas, musicales, y habló de las que nos faltan, esas líneas blancas desaparecidas en el trazado de nuestras carreteras, esas líneas invisibles para nuestras almas perdidas en lo más profundo de sus laberintos. Habló de líneas verticales de cuya punta se colgaron tantas y tantas Ariadnas sin Teso que salvar ni Minotauro que vencer, habló de de las líneas sin tinta para inscribirse en el papel de la memoria y luego, con el paso interminable del tren arrastrando los vagones, se puso a chillar: Y también querría hablarte de la línea que llevas en el rostro, de ese tajo que separa tu cara, igual que el tajo que aquí mismo, hace más de un siglo, separo este país entre el norte y el sur, haciendo brotar la sangre de toda una generación de jóvenes.»

La línea como división. La división como germen de la violencia. La violencia como argumento. Estamos muy lejos de merecer la humanidad de la que presumimos. Somos peor que las bestias, cuya violencia sí tiene una razón de ser. Somos unos hijos de la gran puta; tal vez no asesinos, pero sí, con nuestro silencio, cómplices. 

En definitiva y para no alargar más esta reseña, Ánima trata sobre aquello que mejor nos define: la violencia, ese inconfesable placer.

Una más que recomendable novela. Avisados quedan.


miércoles, 12 de marzo de 2014

“La trabajadora” de Elvira Navarro

(Las siguientes citas están sacadas de una entrevista a la escritora.)

Está lo de escribir por escribir: escribir relatos que acaban en un cajón: «[…] escribí seis páginas, que han permanecido prácticamente igual. Las escribí como un texto basado en el trabajo que también tenía algo que ver con una compañera de piso, algo extraña, que trabajaba de teleoperadora. Me quedé en esas seis páginas.»

Está lo de que no te paguen por trabajar: «[…] encontré trabajo como colaboradora externa y estuvieron seis meses sin pagarme

Esta lo de tener un blog sobre la periferia: «Para mi mostrar la periferia es algo que hice con toda la intención.»: madridesperiferia.blogspot.com.es

Está lo de ser Elvira Navarro. Ser eterna promesa. Ser una de las voces más singulares y prometedoras del panorama literario español (lo que tampoco es decir mucho, no se crean).

«Tenía estas seis páginas, y al cabo de un tiempo retomé la idea del texto sobre la trabajadora, y veía a una persona cruzando la ciudad de cabo a rabo.»

Y ya está, ¡ya tenemos novela! 

No me creen. Vean, vean:

La cosa va de una mujer, Elisa (con E de Elvira), que habla directamente a cámara sobre su compañera de piso, Susana, la teleoperadora bipolar. Nos cuenta, Elisa, lo que le contó Susana: que un día puso un anuncio en el periódico para ver si alguien, quien fuese, se prestaba a lamerle el «coño con la regla en un día de luna llena.» Claro, le llueven las ofertas. Será por salidos. Le cuenta más cosas, todas íntimas, que no vamos a reproducir.

(Un dato vergonzante: la novela empieza poco menos que en esa frase y, por lo que he leído, esto ha provocado cierto “entusiasmo”. Hay quien lo califica de “brutal” y hay quien dice que “con semejante arranque las expectativas se disparan”. Bueno, en fin, yo creía que el efecto provocador del caca-culo-pedo-pis se quedaba en la escuela infantil pero se ve que me equivoqué.)

Susana tiene un discurso frenético con querencia al absurdo y la exageración, tanto que Elisa se inclina a creer que la muchacha miente más que habla. Y seguramente sea cierto. En cualquier caso, da igual, de lo que se trata es de exponer el delirante discurso de una mujer joven y enferma y presentarla como “la mujer con problemas” frente a esa otra mujer, Elisa, ejemplo de madurez, serena y profesional para luego darle la vuelta a todo. Y cuando digo profesional me refiero a esto: Elisa es escritora. O lo fue. Ahora se gana o se quiere ganar la vida trabajando para una editorial que la ha obligado a externalizarse y que la tiene en un sin vivir por eso del no cobrar cuando debiera, que ya son seis los meses de atrasos. Todo esto (¡sorpresa!) deviene en depresión (la editora está triste, qué tendrá la editora). Y ya tenemos tema. Y ya tenemos excusa para enmascarar El Tedio.

Por esto se ha dicho que esta es una novela sobre la crisis. En serio.

Pero de crisis, nada. A ver si va a resultar que antes había pleno empleo o que los negocios editoriales no quebraban o que las licenciadas no entristecían o que las blogueras no vagabundeaban. O que las escritoras no escribían.

Por no ser, “La trabajadora” no es ni realista. Y desde luego está muy lejos de resultar medianamente interesante. 

Y, miren, ni periferia ni leches. Leer sobre una Elvira (o Elisa o qué más da) hasta las cejas de Tranquimazin cogiendo el metro o metiéndose en un autobús o recorriendo a pie callejuelas y barrios marginales de Madrid tiene, para el lector no cómplice, el mismo interés que puedan tener Zutanito escribiendo la lista de la compra mientras se toma un café en alguna plazuela de Teruel. El mismo. Ni más ni menos. 

Susana la rara y Elisa la triste, como cuento infantil sobre la amistad y los antidepresivos, pase; como cualquier otra cosa, no. Ahora bien, si de lo que se trata es de celebrar que Elvira Navarro sabe coger un lápiz, entonces sí, albricias.


lunes, 10 de marzo de 2014

[Informe de lectura] “El lazarillo de Tormes” de Anónimo

Tengo un amigo con muy buenas intenciones y una línea editorial todavía por definir, que me manda manuscritos inéditos para echarles un vistazo y así ayudarle a decidir si tira con ellos o no tira con ellos o qué.

El primero que me envió se llamaba “El coloquio de los perros” y estaba escrito por un tipo llamado… eh… dejen que piense… Cervantes, sí, nosequé Cervantes. Ya hablaremos de él en otra ocasión. Pues bien, hace unos días este amigo me envió el segundo libro, en este caso firmado por un tal Anónimo. Anónimo algo; no lo dice. Anónimo Troll, supongo. Ja. El título: “El lazarillo de Tormes”. 

Creyendo que la cosa iría otra vez de perros monté en cólera,  pero me contestó que no me pusiera así, que era otro tipo de Lazarillo: «¡un lazarillo humano! —gritó, entusiasmado— ¡un lazarillo humano que representa la pérdida de derechos sociales, de la precariedad del mercado laboral, de esa incansable búsqueda de mano de obra barata y cada vez más joven y peor formada; gente sin educación dispuesta a cualquier cosa! ¡Somos carne de talleres chinos!» Esto, el editor, que la mitad de los días, desde que está en paro, se levanta medio comunista.

Total, que ya tenemos otra puta novela sobre la crisis.

* * * * * * * * * * *

La cosa va de una madre pobre como una rata que regala un hijo a uno de ONCE que pasaba por allí. El ciego, que es más hideputa que uno de Sábato, guarda el gruyere en la caja de los cupones y el donsimón en una cantimplora que el nene ha de trucar para poder alcoholizarse a gusto en la clandestinidad. Harto de pasar hambre y ante la desatención de unos servicios sociales que ni aparecen por la novela, el chaval coge las de Villadiego y mira si tiene mala suerte que va a caer en el único gremio peor que el de la invidencia: la iglesia. Todo el segundo episodio te lo pasas esperando una violación que no llega y con el chaval no pensando en otra cosa que comer, que a ver si va resultar que todo el problema es que tiene la solitaria. El caso es que, inconvenientes del despido libre, acaba otra vez en la puta calle. Se arrima entonces a un soldado que busca secretario. Como estará de mal el ejército que al maromo dan ganas de apadrinarlo. Suponiendo que los recortes afectan también al ministerio de defensa les cierran el cuartelillo por lo que ha de buscarse, Alatriste, la vida por otro lado, dejando al chaval que no acaba de sumar horas para cobrar el subsidio. 

Y pasaba un cura por allí y leyéndole el currículum y sabiéndolo con experiencia en la receta de la hostia bendita, se lo lleva. Y vuelta otra vez a temer actos carnales que nunca llegaremos a confirmar y vuelta otra a vez la criatura a mendigar tras el inevitable despido. El penúltimo relato es el chaval que se mete a vender preferentes a jubilados que previamente acorrala a la salida de misa. Algo así. La verdad es que no queda del todo claro sin son preferentes o seguros, pero que hay pasta por el medio y que el nene no se la va a llevar, seguro.

El final no lo cuento porque termina medio bien y eso siempre es muy aburrido, pero sepan que de un modo u otro acaba, la iglesia, dando por culo al pobre lazarillo. 

* * * * * * *

Punto número uno: esto de montar una novela a golpe de relatos hace como quinientos años que pasó de moda. En este blog empezamos a estar un poco hasta los cojoncillos de tanta modernidad en diferido, honestamente. Nos gusta que el protagonista sea un niño, que la iglesia quede en pañales y que a los tontos se la metan doblada, pero no acabamos de entender a qué viene tanto repetir que el niño tiene hambre si no va a alcanzar nunca un estado de desnutrición notable. 

Punto número dos: desde este blog desaconsejamos su publicación de esta cosa por exceso de realismo. Que ya estamos hartos, leches, de tanto sufrimiento y tanto niño muerto o a punto de morir.


miércoles, 5 de marzo de 2014

“Agua dura” de Sergi Bellver

Al Bellver escritor, guionista, editor, crítico, periodista, profesor, librero, poeta, narrador, antólogo, prologuista, —hombre orquesta, en definitiva—, lo acompaña, desde que tengo uso de razón, un aura de forzado prestigio que no acaba de estar justificado, al menos en este plano de la realidad. Bellver, o eso nos parece a quienes lo observamos desde una más que prudente distancia, es un permanente quiero y no puedo de las letras que se mantiene como pocos en el difícil equilibro de estar siempre a punto de publicar algo (un poemario, una obra de teatro, un libro de relatos, una novela, una antología, un catálogo de vinos) y no publicar absolutamente nada.

Bellver es, pues, la expectativa y cuando hablo de expectativa, me refiero exactamente a la idea de que alguien que lleva tanto tiempo amenazando con dar el salto, acabe dándolo. Cabría esperar, tras tantos y tantos años de incertidumbre, algo, no sé qué, lo que sea, pero diferente, especial, personal; mejor o peor, da igual, pero que no deje, bajo ningún concepto, indiferente. Que suscite interés más allá de la periferia literaria de amigos y reseñas y favores y agradecimientos.

“Agua dura” es, o debería ser, la solución al problema: ¡el fin de la incógnita! Se habla, en la red, de un parto duro. Se habla, en Que Leer, de un parto hermoso. Y porque nos lo creemos, es por lo que lo leemos. Y porque lo esperamos y confiamos, es por lo que nos decepcionamos.

Pero no vendamos la piel del pollo antes de matarlo.

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“Agua dura” puede parecer, por su portada, un anuncio de colonia (a falta de rubia sobre caballo tendríamos falo con playa de fondo), pero no, en realidad son doce relatos y microrrelatos de irregular extensión que tratan temas tan diferentes unos de otros que difícilmente puede entenderse la intención del título pese a que el autor defienda (en la que probablemente sea la mayor carta de agradecimiento jamás escrita por un ser humano) la idea de un algo genial largos años planificado: «[…] la mayoría de mis cuentos solicitados o seleccionados para antologías fueron escritos desde el primer momento como piezas de una obra mayor, el libro de relatos que ahora cobra forma y sentido en esta propuesta narrativa, una espiral simbólica en torno al agua como metáfora oscura, acerca de la complejidad de las relaciones humanas y la escurridiza noción de familia que a menudo las condiciona.» 

Para no eternizar el post, vamos a limitarnos a comentar dos o tres relatos. Serán más que suficientes para hacernos entender, ya verán (y ya me parece mucho tiempo dedicado).

El primero, “Propiedad privada” es, como carta de presentación, espantoso, pero no el peor. Trata de dos hermanos que ocupan una vieja finca familiar y lo que allí tiene lugar. Lo mucho que se podría haber hecho con este cuento y lo poco que acaba saliendo es buen ejemplo de la escritura del autor, donde todo es poner cara de listo y domesticar la prosa total para no decir absolutamente nada.

En “El nudo de Koen”, el segundo de los relatos “largos”, se juega mucho (seguramente en un vano intento de demostrar que se posee alguna imaginación). Se juega con la idea de un doble un tanto especial: un niño creado para cubrir el hueco que deja la prematura muerte de su hermano mayor, adorado por la familia y talentoso como pocos. Y se juega con el nombre Koen, K, para crear poemas gráficos a modo de “divertido” guiño o para demostrar que lo de La casa de hojas no era para tanto:



Relato flojo sobre una pena que no va a ninguna parte y que adolece de la misma falta de pasión que, en general, el resto de la prosa del autor: «Una doble hilera de árboles se recorta contra el cielo gris de febrero y delimita los márgenes del camino entre todo el blanco del paisaje. Aunque es el invierno menos frío de los últimos años, esa mañana la nieve enharina los campos y se amontona en los terraplenes sobre los canales, cubiertos por una fina capa de hielo.» 

ZZZZZzzzzzzz. Pues así una parrafada tras otra.

Pero el relato que, de todos, en mi opinión, da una idea más acertada de lo que nos podemos encontrar en este recopilatorio, es “Los ojos de Sarah” (relato que, si no recuerdo mal y por si quieren reclamar al maestro armero, ya fue vendido con anterioridad de forma independiente). En este largo dos primos viajan a Brasil en busca de Mengele, el famoso Mengele, que se oculta por razones harto conocidas para meterle ya veremos qué por ya veremos dónde. La cosa hay que cogerla con pinzas. En el relato se intercala la acción (por llamarla de alguna manera) con extractos de los diarios de Mengele en el que éste cuenta con aire de resignación las manías propias de un genocida (tipo lo mucho que le molestaba a su mujer la ceniza que expulsaban las incineradoras y tal). Nada serio. Este encadenar obviedades y calzar en un relato dos puntos de vista, y este recurrir a todo cuanto tópico han parido los campos de exterminio hubiera podido tener un pase si no acabase, el autor, por darle un tono de novela de espías cutresalchichera y escribiendo unos diálogos tan faltos de naturalidad que ni para sí los quisieran los de aquí no hay quien viva:

―¿Qué tenemos, Abel? Ya no estoy segura ―me dice al calzarse con cuidado―. ¿Crees que esta vez estamos sobre la pista buena? ¿Le tenemos de una vez?
―Hasta ahora nunca reunimos indicios tan claros, Sarah. […] Tenemos el viaje de su padre desde Baviera, la copia del acta de divorcio que encontró Wiesenthal y las pruebas de la visita de Mengele a su hijo en Suiza. Cartas, cuentas, pasaportes, contactos, la cinta anónima que nos ha traído hasta aquí, todo, Sarah. Tenemos más de lo que estaba en los archivos del Mossad cuando abortaron la operación.
―Y el diario.
―Sí, Sarah, y el diario. El anónimo asegura que es de Mengele y por lo que sabemos parece su letra. Lo hemos leído cien veces. Aunque esté incompleto creo que es suficiente. Esta vez no fallaremos.

Esta vez no fallaremos”, compañera, ¡cazaremos a Mengele! En fin. Miren si será malo que ni los judíos dan pena.

Una vez se le ha perdido el respeto, el resto del libro es un continuo caer en picado. Sí es verdad —todo hay que decirlo— que cuánto más corta la distancia mejor parado sale el autor (a pesar de que en ningún momento logre insuflar vida al texto) tal vez porque, liberado del peso de desarrollar personajes fuera del estereotipo, puede permitirse jugar con algunas ideas que considera originales: activistas que cuelan animales en los museos, héroes anónimos de batallas campales en la plaza Sintagma, asaltahogares temporales, dos que se hacen chupones entre cadáveres, la apasionante rivalidad entre dos culturistas llevada al extremo... Ya saben, esas cosas que tanto tienen que ver con el “agua como metáfora oscura” o la “complejidad de las relaciones humanas”. (A excepción de "Islandia", el último relato, donde sí hay agua y relaciones humanas y, no se lo pierdan, trolls e ideas robadas de cine noruego de serie B, que ya hace falta estar desesperado).

Lo que viene siendo querer dar la campanada y no pasar de tocar la zambomba. 


Por cierto, «Esta obra forma parte del Nuevo Drama»: