miércoles, 28 de enero de 2015

‘Frankie y la boda’ de Carson McCullers

Esto empezó más o menos así: leía yo, tan contento, por recomendación de una amiga, Volver, la novela de Toni Morrison editada hace no mucho por Lumen, pero a medida que avanzaba en ella iba cayendo en la cuenta que aquello que en un principio parecía un SÍ estaba resultando ser un mayúsculo NO. Resultado: quitando momentos puntuales, Volver de Toni Morrison, me ha dejado frío glaciar y cada día que pasa cae un poquito más en un feliz olvido. Pero en el fondo había algo que sí me estaba gustando, un reencuentro con el sur caluroso y racista que, tal vez por lo inesperado de la recomendación, había resultado gratificante. Y ocurrió: esta misma amiga, ignorante de mis estado de Lector Disperso, me recordó una vieja cuenta pendiente con Carson McCullers en la forma de, por ejemplo, Frankie y la boda.

Toda esta paliza para contarles una obviedad (que he leído a Carson McCullers) y para ahorrarme la reseña de Volver, reseña que me apetece menos que cero afrontar y de la que voy a pasar soberanamente. 

Pero dejémonos de introducciones chorras y otras maldades y vayamos a lo importante.

* * * * * * * *

Frankie y la boda’ tiene todos (¡todos!) los ingredientes que me gustan en una novela o al menos todos (¡todos!) aquellos ingredientes que más me gusta encontrar en una novela (aquí una debilidad), a saber: el paso de la adolescencia a la madurez (y por extensión unos personajes atormentados y sometidos a un entorno violento, entendiendo como tal todo aquello que supone una agresión a la intimidad) y una construcción fundamentalmente teatral. 

En ‘Frankie y la boda’ una joven de doce años sufrirá en apenas cuatro días una transformación inevitablemente traumática provocada por un continuo buscar un lugar en el mundo: 

«Ellos son el nosotros de mí.» Ayer, y durante todos los doce años de su vida, ella sólo había sido Frankie, un yo que tenía que moverse y hacer las cosas por sí sola. Todos los demás podían invocar un nosotros: todos menos ella. Cuando Berenice decía nosotros, quería decir Honey y Big Mama, su logia o su iglesia. El nosotros de su padre era la tienda. Todos los miembros de un club tienen un nosotros a que pertenecer y del que hablar. Los soldados en el ejército pueden decir nosotros, y hasta pueden decirlo los condenados a trabajos forzados. Pero Frankie no podía invocar ningún nosotros, a menos que fuera aquel terrible nosotros veraniego formado por ella, John Henry y Berenice, y aquél era el nosotros que menos quería en el mundo. Pero ahora, de repente, eso se había acabado y todo era distinto. Tenía a su hermano y a la novia de éste, y era como si desde el primer momento en que los vio lo hubiera comprendido interiormente. «Ellos son el nosotros de mí.»

Esto (lo de Frankie) viene de atrás (esto siempre viene de atrás): su cuerpo ha cambiado, se ha “estirado”, afeado y ha perdido su espacio, ese espacio infantil hasta ayer privado y protector, pero todavía no tiene acceso al atractivo pero vetado mundo adulto: su padre no le hace ni puto caso (ni la escucha, las más de la veces) y de su madre, muerta durante el parto, no le queda ni el recuerdo más vago ni le despierta la menor simpatía. Ejerce de madre-cuidadora una mujer negra y de hermano menor un primo que pasaba por allí, el típico criajo con gafas de montura dorada tan fácil de imaginar. De fondo, el sur de los años cuarenta en un pueblucho que, como la propia Frankie, vive un momento de desarrollo al abandonar su mentalidad pueblerina en favor del individualismo propio de la pequeña o mediana ciudad, dando lugar a un espacio en que cada día resulta más difícil no sentirse solo:

«—Lo que yo quiero decir es esto —dijo F. Jasmine—. Tú vas por la calle y te encuentras a alguien. A cualquiera. Y os miráis uno a otro, y tú eres tú y él es él. Cuando os miráis uno al otro, los ojos establecen un enlace. Y luego tú te vas por tu lado y él se marcha por el suyo. Os vais a distintas partes del pueblo, y quizás no os volváis a ver nunca más en toda vuestra vida. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
—No del todo —dijo Berenice.
—Estoy hablando de este pueblo —dijo F. Jasmine en voz más alta—. Hay por ahí toda esa gente que no conozco ni siquiera de vista o de nombre. Y pasamos unos al lado de otros sin que haya entre nosotros ningún enlace. Y ellos no me conocen ni yo a ellos. Y ahora yo voy a marcharme del pueblo y ahí está toda esa gente a quien nunca conoceré.
—¿Pero a quién quieres conocer? —preguntó Berenice.
—A todos. A todo el mundo. A toda la gente del mundo —replicó F. Jasmine».

Y cambios sobre cambios: su hermano mayor, recientemente transformado en hombre, está a punto de mutar en hombre-felizmente-casado-con-hermosa-mujer (así la percibe Frankie) que ve en ellos, en esa pareja, una salida a su mundo inestable, cambiante; una seguridad que ignora que no existe y que le permitiría definirse de una santa vez; que le dará, piensa ella en su todavía ingenuidad infantil, la libertad que no encuentra en su opresivo hogar, esa cárcel de puertas abiertas: «Era mejor estar en un calabozo donde una puede golpear las paredes que en una cárcel que no se ve».

Inevitablemente, Frankie se enamorará, no de su hermano ni de su cuñada, ni de ese crío con gafas de montura dorara, ni de ese pueblo, ni del primer imbécil de permiso que la invite a una cerveza sino de aquello sobre lo que, en cierto modo, girará la novela, sin ser ni remotamente lo importante: la boda de su hermano. Frankie se enamora de una boda, porque esa boda es todo lo que tiene ahora mismo Frankie para dejar de ser Frankie, para salir de ese lodazal que son los doce años, y ese matrimonio es, dentro de su limitado universo, lo que más se parece a una huida hacia delante. No se trata tanto de llegar a como de salir de.

«Sólo le quedaba la idea de que tenía que encontrar a alguien, a quienquiera que fuese, para podérsele unir y marchar juntos. Porque ahora ya reconocía que estaba demasiado asustada para salir sola por el mundo».

Carson McCullers escribe una hipnótica y deliciosa novela (novelita) sobre el sencillo acto de crecer y traumas inherentes y la sostiene sobre tres infelices personajes que matan las horas en torno a una mesa, personajes condenados a crecer y a sufrir el mayor de los males conocidos: la vida.


viernes, 23 de enero de 2015

‘Extraños eones’ de Emilio Bueso

El Cairo, El’Arafa, la ciudad de los muertos. Difícil encontrar mejor emplazamiento para una novela de terror de ese que dicen cósmico, como es el caso. Otra cosa tal vez no, pero a Bueso hay que reconocerle que sabe elegir las postales que dibujan el fondo de sus novelas: que si la Trans-taiga, que si un castillo draculauro…

Pero bien, a lo íbamos. O a lo que veníamos. 'Extraños eones'. Han pasado ya unas cuantas semanas desde mi lectura de esta novela, por lo que me van a tener que perdonar que me tome licencias de más o que me haya olvidado de algunos detalles pero así también nos quedamos en la fundamental. Al final una novela vale lo que queda de ella.

Extraños eones es un poco el Cuenta conmigo de la novelas de terror cósmico. Yo sé que esta comparación apesta pero no he querido evitarlo, al fin y al cabo Extraños eones arranca con unos niños un tanto inconscientes enfrentados a la adversidad y viviendo aventuras sin fin en un descomunal cementerio (mitad arroyo/mitad vivienda) al que llega, un día cualquiera, un grupito de señores feos como polillas en un coche de escaso o nulo consumo. 

Dejen que se los presente: están los malos y están los buenos. Los buenos son los niños, que además de bellísimas personas son pobres como ratas y dan muchísima pena. Alguno está enfermo y medio en las últimas y hasta yo, que no soy mucho de llorar, he sentido como se me arrugaba el corazón en un par de ocasiones. Pero es lo que hay: los buenos están para sufrir y si además son menores, doble ración. Por si esto no fuera suficiente hay también una mujer, casi una niña, a punto de dar a luz, que ya es mala suerte. En general la cosa de los personajes es un poco de manual y no es difícil imaginar ni qué pasará con el puto crío enfermo ni cuándo dará a la luz la buena de la mujer, esto es, en el más in-oportuno de los momentos (oportuno o inoportuno según seas ejecutor (narrador) o víctima (personaje)). Entre ellos está el líder, carismático y valiente como un príncipe de cuento infantil en camello y dos de Barcelona que pasaban por ahí y gracias a los cuales la novela tiene cincuenta páginas más de las necesarias aunque en ningún momento llegue a hacerse larga. Pero así enredamos la trama, que es algo que, como dice el otro, da mucha calidad a las novelas.

«Porque Benipé tiene un empleo. Es limpiabotas, y cuando vives en El’Arafa eso sí es un empleo. Benipé tiene trabajo y tiene casi quince años, su voz está comenzando a sonar adulta. Cuando la levanta todos los demás se callan.
Van caminando los tres y se les une Khaldun. Khaldun en árabe quiere decir inmortal, pero Khaldun tiene una tos que hace pensar que no llegará a cumplir los dieciséis. Camina tirando de una cuerda que ha atado a los cojinetes de su viejo monopatín, sobre el que descansa un banasto cargado de moniatos, estropeados casi todos. Eso es comida para varios días. Sus amigos le reciben con una algarada y hasta Benipé le regala una sonrisa. Islam le inserta un Camel en los morros y Khaldun se lo agradece con su espantosa tos».

El caso es que los malos quieren destruir el mundo o acabar con el mundo y su sistema bancario tal como lo conocemos abriendo una puerta a un malo malísimo que nos dominará y hará de nosotros sucedáneo de esclavitud. Para que se hagan una idea: es más malo que el malo de el señor de los anillos y tiene en común con él que ambos tienen que cruzar un portal que previamente hemos de abrirle los humanos o seres demoníacos con forma humana tipo abogados y tal.

Y hasta aquí puedo leer.

Sé lo que están pensando: yo también creo haber visto un par de remakes de la película. La pregunta que se estarán haciendo es si realmente vale tanto la pena como dicen por ahí, porque ya les adelanto que por ahí dicen que vale mucho la pena, que es lo mejor de Bueso y un largo etcétera de cumplidores cumplidos tipo que si Lovecraft redivivo o no sé qué. Bueno, en fin, ya saben cómo es la gente. Aunque sí, yo también creo que es lo mejor que he leído del autor hasta el momento, sin que esto signifique necesariamente que le vayan a dar el Nobel el año que viene. Aceptamos (ya tenemos una edad, ya podemos hacerlo) que es más que probable que el argumento no sea el más original del mundo ni la trama la más sorprendente pero tampoco se espera y dudo mucho que se pretendiese. Lo que sí tiene es la virtud de entretener, de no dar demasiadas vueltas antes de empezar (no hagan caso de los frikinabos que reclaman un arranque algo más breve), de mantener el ritmo casi todo el tiempo, de manejar un buen puñado de personajes sin llegar a ser del todo confuso y de incluir un guiño a los cuentos infantiles que, por lo que leo últimamente (y que me estoy encontrando en las novelas editadas en este sello, probablemente mi único vehículo de acercamiento al género) que es algo muy socorrido para arrancar guiños de complicidad.

En una novela de aventuras de corte fantástico como esta que tenemos hoy entre manos me conformo con que no me tomen el pelo ni me aburran ni se vayan demasiado por la ramas porque ya doy por hecho (sería del género idiota no hacerlo) que visitaremos un buen puñado de lugares comunes y caeremos en docenas de tópicos.


lunes, 19 de enero de 2015

‘El balcón en invierno’ de Luis Landero

Leer a Landero, al menos al de esta novela, es algo parecido a echarse una de esas siestas fugaces propias de los jubilados en las sobremesas, siestas de sentarse frente al televisor antes de bajar a echar la partida, siestas de cabecear al principio, de caer con todo el equipo después…, de rezar para que un martillo neumático te arranque de ese permanente sopor, esa pesadez, ese embotamiento general de los sentidos.

La historia arranca con Landero queriendo escribir, un buen día, una novela de ficción (hay que andarse con ojo con esto, que ahora Cercas ha (re)inventado la no-novela o, como él la llama, la novela sin ficción y conviene dejar las cosas claras):

«Ayer comencé a escribir mi nueva novela, y aunque al principio las cosas iban bien, e incluso me abandoné a deliciosos raptos de euforia por la facilidad con que despachaba los primeros compases del relato, luego, al apurar la tercera Mahou de la mañana y al leer de un tirón lo que acababa de escribir, y según leía, me fui poniendo cada vez más y más triste, hasta que al llegar al final me sentí profundamente abatido, como nunca en mi ya larga vida de escritor».

Me fui poniendo cada vez más y más triste. Me sentí profundamente abatido. Lo de no saber beber, vaya. La imagen de Landero como un Bukowski ibérico, poniéndose ciego a cervezas a las diez de la mañana me gusta mucho, pero mucho mucho. No lo hacía yo tan gamberro, tan outsider. Pero se ve que sí.

«Y no, yo no quería ser oficinista, ni casarme ni echar barriga sentado ante una mesa, yo quería ser vagabundo y poeta, o marino mercante, o maquinista de tren, cualquier cosa menos oficinista».

Y míralo ahora, qué pena, echando barriga (cervecera, además), detrás de una mesa, frente a una pantalla o una máquina de escribir o, no sé, tal vez un bolígrafo (no sería el primero), peleando por sacar adelante los frutos de su desbordada imaginación. Pero no todo son peros, pues tiene, la tristeza de Landero, una razón de ser, un sentido pleno y justificado ya que la novela que escribe, que se niega a continuar y de la que nos deja un exteeeeenso fragmento, es tal que así de horrible:

«Por las tardes, después de la siesta, salía a dar un largo paseo por la ciudad. Siempre iba limpio, bien afeitado y bien vestido. A veces iba por Cuatro Caminos hasta la plaza de Castilla, otras tiraba hacia la Puerta del Sol, o hacia el Manzanares, o se desplazaba hasta las barriadas del extrarradio, aprovechando su abono gratis de transporte [¿tienen los jubilados ahora abono gratis de transporte? Preguntar a mi madre o en el bar Asturias]».

Lo que quiero decir, y con esto pretendo justificar este desatino, es que es imposible escribir semejante cosa (tendrían que leer el resto para hacerse una idea) y no morir de tristeza o de asco o de algo. O apedreado. O sin amigos. Es imposible escribir esto y no evadirte; imposible no pensar en tu madre en el balcón, por ejemplo, o volver a tu infancia y creer que tu vida, comparada con esa cosa que has escrito, tiene algo de especial o algo que aportar a la literatura.

Pero estoy divagando. ¿En qué estábamos? Ah, sí, reseñando.

Se destaca, en esta obra, el lirismo («La poesía me hizo fuerte y me asignó un lugar en el mundo»), como si esto fuera algo positivo, pero es que además es falso. Puestos a poner etiquetas, podríamos hablar mejor de documental novelado o una novela documental porque a pesar de que sí hay momentos en lo que el poeta que hay Landero muestra su colorido plumaje, también hay otros demasiados en los que recurre al más podre de los estilos, a saber: 

«Comíamos casi a diario garbanzos con repollo, tocino y morcilla, gazpacho, migas, y a veces bacalao con arroz, con patatas, con tomate, frijones, sopa de fideos con hormigas, sopa de tomate, sopa sorda de poleo, sopa de trapos, guisos de caza, ancas de rana, pan con aceitunas, pan con tomate, pan con quesadilla de cabra, pan con queso de oveja, queso de oveja con café negro portugués, aceitunas con troncho de col, buche, cachuela, pestorejo, chanfaina, chorizo de oveja modorra, caldereta, peces de la rivera, perrunillas, bolluelas, rosquillas, dulces recios y nutritivos hechos en homo de leña, pepitas tostadas de melón».

Debe suponer Landero que está su lector ávido de conocer, no ya los detalles de su lejana vida privada sino también la de sus familiares, conocidos y vecinos del Club Gastronómico Amigos del Sintrón o el Club de Fotografía “Tengo una foto para ti” o el de la Memoria Histórica A Corto Plazo:

«Muy bien expuestos tras las amplias y luminosas vitrinas acristaladas de los mostradores, había cortes maravillosos de ternera asada, de rosbif, de chuletas de Sajonia, de salami, de sobrasada, de butifarra, de jamón de Parma y de Virginia, de asado de gallo relleno de bogavante, de mortadela, de pavo con melocotones, con pistachos, con arándanos, con bayas de mirto, con trufas, con ciruelas y piñones, con setas, y había todo tipo de salchichas, de Viena, de Frankfurt, de Lyon, de Bolonia, de hígado con hierbas, y todo tipo de pasteles y hojaldres, de carne, de merluza, de berberechos, de langosta, de pulpo, de aguacate con gambas, de sesos de liebre, de mollejas de alondra, de fricasé, de sardinas con salsa de ostras, y una sección sola para los encurtidos, y otra para los quesos, […]»

Y sigue, ojo, pero tampoco es plan de subirlo todo; con uno que se aburra es suficiente. Bromas aparte (o no) esto debe ser lo que Landero entiende por “hacer evolucionar un personaje” o tal vez son trucos para modificar el contexto histórico y demostrar cuánto han mejorado las cosas (el primer corte corresponde a los recuerdos de 1950 y el segundo a los de 1964), para dar sensación de movimiento.

«Por lo demás, todos en mi familia vestían más o menos igual, los hombres chaqueta, chaleco y pantalón oscuros, de pana, de dril o de cutí, camisa clara de rayas, sombrero rígido de fieltro, pelliza en el invierno, y botines de becerro color caoba hechos a medida por los dos o tres maestros zapateros que había en el pueblo por entonces».

Zzzzzz.

Lo que más asco da, y me van a perdonar la agresividad, es que luego tenga uno que aguantar babosadas tipo las del The Huffington Post diciendo que «cualquiera con un mínimo de sensibilidad literaria gozará con esta travesía por la vida del autor» o que «No se sale indemne de su lectura». O a los de El placer de la lectura asegurando que El balcón en invierno es, agárrense, «un excepcional ejercicio de metaliteratura». No, a ver, igual no se sale indemne de los diarios de Ana Frank o de los delirios de Anna Karenina, pero de los recuerdos de Landero se sale más que indemne, se sale pitando y con ganas de hacer cualquier otra cosa. 

Y es que tenemos tanto que perdonarle a la poesía…: «Y luego, un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer».

Y todo esto sin mencionar a Paco. Que ya, si nos metemos a analizar lo de Paco, la tenemos seguro. ¿Cómo que qué Paco? ¡Este Paco!:

«[…] un día se presentó en Madrid mi primo Paco, al que yo tanto admiraba desde muy niño. Mi primo Paco, el escultor, el pintor, el inventor, el guitarrista, el torero, el zahori, el cazador y el pescador, el electricista, el mecánico, el que todo lo sabía y todo lo podía, el versado en misterios, el que no se cansaba nunca de soñar y vivir».

Paco es media novela sin ficción, medio balcón, ya se adelanto: que si Paco esto que si Paco lo otro o lo de más allá, que si ahora toca la guitarra que si ahora se hace torero. Paco y el déficit de atención o Landero y el déficit de interés o Tusquets y el déficit de rigor o Babelia y el déficit de grado superior o todos y sus déficits. Paco no era nadie, si acaso uno que le llenaba al joven Landero la cabeza de pájaros y alocadas iniciativas flamencas y al que parece ir dirigido este libro que ya podía haberse quedado en correo electrónico.

«Pero ¿cómo vas a dejar ahora la Central, un puesto tan bueno y tan seguro, para dedicarte a la guitarra? En la voz de mi madre había ya sin embargo un tono de rendición ante lo inevitable. Hablaba sin dejar de coser, aunque cosiendo más despacio. Ya sabía yo que ese Paco no tardaría en llenarte la cabeza de pájaros».

‘El balcón en invierno’ no es una travesía (si acaso por el desierto) ni un ejercicio de metaliteratura ni nada que se le parezca. Es Landero en pleno ataque de nostalgia y falta de ideas y falta de ganas y falta de interés y falta, supongo, también, de capital. Ya le puede dar Landero gracias a diosnuestroseñor por contar en este país con críticos en edades próximas a la suya y por lo tanto, queremos suponer y vamos a suponer, con recuerdos similares y similares también ataques de nostalgia de veranos de vendimias y graneros de festivas masturbaciones colectivas y ganas de joder a personal con tanto buenismo y tanta bondad y tanta alabanza de aldea y alpargata y tanto elogio de abuelo y tanta chochez y tanto volver la vista atrás y no ver nada más que siegas, hogazas de pan con tomate, verbenas o el deseo inconfesado de volver a cagar de campo y sodomizar gallinas a escondidas. A ver si deja de ser de una puta vez la nostalgia, la afectada nostalgia de lo propio, una forma de salir del paso para tanto escritor sin imaginación. 

«Era una época de libertad, casi de impunidad. Los días eran largos, las noches claras, había mucha gente yendo y viniendo por los caminos y veredas, las cuadrillas de segadores se desplegaban con sus camisas blancas y sus grandes sombreros de paja por los trigales amarillos, y uno podía vivir a su albedrío, subirse a los árboles, bañarse en la alberca, cazar ranas y grillos, perseguir perdigones, correr y correr sin cansarse jamás, incluso bajo el sol implacable de la siesta, el joven corazón invencible enamorado de la vida como quizá no volvería a estarlo ya nunca...»

lunes, 12 de enero de 2015

Javier Cercas, ‘El impostor’

Todo lo que de bueno pudiera tener esta novela se va directamente a la mierda en (incluso, si me apuran, a partir de) el octavo capítulo de la tercera parte. Son cuatro, las partes; es decir, que llegando al final aunque tampoco es que el resto sea ninguna maravilla.

Dejen que se lo explique. 

Verán, desde el comienzo del libro Cercas va arrastrando un discurso de esto no es una novela esto es una novela sin ficción un relato real, porque, asegura, ese es el único vehículo posible para contar la historia de Marco, ingrata tarea que jura y perjura imposible al tratarse de una historia a la que no se puede llegar «a través de la ficción sino sólo a través de la verdad»: 

«Me dije que Marco había contado ya suficientes mentiras y que por lo tanto ya no podía llegarse a su verdad a través de la ficción sino sólo a través de la verdad, a través de una novela sin ficción o un relato real, exento de invención y de fantasía, y que intentar construir un relato así con la historia de Marco era una tarea abocada al fracaso».

Pues bien, después de darnos la paliza con esto durante no menos de trescientas cincuenta o cuatrocientas páginas, el bueno de Cercas, tal vez aprovechando que llevaba tiempo sin salir en la foto, se saca de la manga un capítulo, el ya mencionado capítulo o episodio octavo de la tercera parte, que reproduce un diálogo imaginado (¡nada menos que imaginado!, esto es, ¡no exento de invención y fantasía!) entre él y el protagonista o el que debería ser el protagonista o el que venía siendo hasta ese momento el protagonista de la no novela o novela sin ficción o relato real, relato exento de invención y fantasía, como bien se ocupa de recordarnos tantas veces como trece a lo largo de esta novela sin ficción, este relato real, este relato exento de invención y fantasía. Pues bien, este diálogo, que parece creado única y exclusivamente para darle a la novela una entidad que no tiene, una doble intención que no se esperaba o para justificar una extensión que no requiere, es, en realidad, un instrumento al servicio del escritor, una vía para su propio injustificado lucimiento pero también, inevitablemente, una demostración de lo bajo que se puede caer, de los niveles de patetismo que se puede alcanzar para nada más que dar algo de qué hablar toda vez que la novela se desinfla a media que avanza.

«Dios —(dice un imaginario Marco a un imaginario Cercas)—, cómo se esfuerza usted, qué horror de vida la suya, infinitamente peor que la mía o que la que la gente creía que era la mía antes de que me descubrieran: cada mañana levantándose casi de madrugada y escribiendo durante todo el día para mantener la impostura, para que no le pillen, para que nadie se dé cuenta, leyendo lo que escribe, de que es usted una farsa de escritor, un escritor sin talento, sin inteligencia y sin nada que decir, cada día fingiendo que no es usted un fantoche, un descerebrado, un personaje lamentable, un hijo de puta completamente asocial y un auténtico sinvergüenza».

¿Y todo esto total para qué? 

Pues todo esto total para nada porque esta novela sin ficción o relato real, relato exento de invención y fantasía trata, en realidad, o debería tratar (o eso nos promete, Cercas, una y otra vez y otra puta vez hasta que decide unilateralmente pasárselo todo por el forro) sobre Enric Marco, que fue un señor que hace unos años se hizo mundialmente famoso al saltar la noticia de que era un mentiroso compulsivo. O lo parecía. Mentiroso, seguro, reconocido; compulsivo, está por ver, probablemente sí.

La novela, decíamos, trata sobre Enric Marco. Javier Cercas, tras años sin decidirse (o eso dice), se lanza a escribir la novela sobre este señor que aseguraba haber sido siempre un luchador por la libertad y no pasó de oportunista, de vulgar mentiroso. Conviene no olvidar esto, tenerlo muy presente y también sus consecuencias, mínimas todas ellas. Cercas, para contar su historia, utiliza un estilo muy parecido al de Carrère (otro aficionado a salir en las fotografías ajenas) en ‘El adversario’, con una diferencia fundamental: Carrère no necesita 430 páginas para contar la historia de una mentira, mucho más interesante en mi opinión (a pasar de su menor repercusión mediática), que la Enric Marco, que al fin y al cabo no pasa de ser un jeta, por más que Cercas se empeñe, en un intento un tanto ridículo de engrandecer su vida, obra y milagros, en impregnarlo todo de una épica normalidad, si acaso tal cosa es posible:

«Marco es lo que todos los hombres somos, sólo que de una forma exagerada, más grande, más intensa y más visible, o quizás es todos los hombres, o quizá no es nadie, un gran contenedor, un conjunto vacío, una cebolla a la que se le han quitado todas las capas de piel y ya no es nada, un lugar donde confluyen todos los significados, un punto ciego a través del cual se ve todo, una oscuridad que todo lo ilumina, un gran silencio elocuente, un vidrio que refleja el universo, un hueco que posee nuestra forma, un enigma cuya solución última es que no tiene solución, un misterio transparente que sin embargo es imposible descifrar, y que quizás es mejor no descifrar.»

No es este momento, el de la entrevista imaginada, el único en el que Cercas ejerce de innecesario y molesto protagonista. Y no estoy hablando de todos los momentos en los que Cercas narra cómo llega a escribir la novela, al fin y al cabo son dudas que sí piden a gritos ser llevadas al papel desde el momento en que la historia de Marco ha de ser juzgada, al menos por el escritor, como más o menos interesante. A él, evidentemente, se lo parece y a otros muchos, seducidos ya sea por el estilo (esa falsa —ahora la sabemos— novela sin ficción, etcétera etcétera), ya por el propio escritor, ya por la propia historia, ya por haber sido víctimas (o haberse sentido víctimas, que es parecido pero no lo mismo) de la impostura de Marco, también. Y esto a pesar de que, lo siento mucho, no lo es. Interesante, quiero decir. O a mí no me lo parece, quiero decir, a regañadientes. La historia de Marco es la historia de un mentiroso. De un mal mentiroso. Y la traducción que hace Cercas es una mala traducción que no logra su objetivo ni a golpe de repeticiones o de establecer odiosas comparaciones (prepárense para la aberración) entre el personaje del Marco Inventado o el Marco Real con Don Quijote o Alonso Quijano, según el momento, comparación ésta a la que no duda en recurrir en demasiadas ocasiones y en repetir, una vez y otra vez y otra puta vez, la misma cantinela:

«A punto de llegar a los cincuenta años Alonso Quijano dejó de llamarse prosaicamente Alonso Quijano y empezó a llamarse poéticamente don Quijote de la Mancha, dejó los cuidados cotidianos de su ama y su sobrina por el amor imposible y radiante de Dulcinea, dejó las rutinas insípidas de su casa por las sabrosas incertidumbres de los caminos y las ventas de España y dejó su pobre vida de hidalgo por la vida pródiga en aventuras de un caballero andante; de igual modo, poco después de llegar a los cincuenta años Marco dejó de llamarse Marco y empezó a llamarse Marcos, dejó a una inmigrante mayor, andaluza y sin cultura, por una joven culta, elegante y medio francesa, dejó un suburbio obrero de Barcelona por un suburbio burgués y dio de lado su vida tediosa de mecánico por una vida apasionante de líder sindical y paladín de la libertad política, la justicia social y la memoria histórica. ¿Más? Más. Como Marco, don Quijote está hambriento de fama y gloria, ansioso de que sus hazañas perduren en la memoria del mundo, impaciente por que hombres y mujeres hablen de él, lo quieran y lo admiren y lo consideren excepcional y heroico; como Marco, don Quijote es un mediópata, un adicto a salir en la foto.»

¿Pasamos por alto que Don Quijote es un loco y no es un vulgar mentiroso y un egoísta y un oportunista como sí lo era Enric Marco? Venga, va, pasémoslo. Total, ¿qué más da?, si, total, de lo que se trata es de dar a un hombre, ya sea este héroe o villano, la categoría de extraordinario y qué mejor manera de hacerlo, de lograrlo, que compararlo, un vez y otra vez y otra puta vez con el amigo Quijano.

No se dejen engañar: en ‘El impostor’ no hay hombres extraordinarios, no hay héroes, ni dentro ni fuera de libro, por más que Javier Cercas se quiera anotar ese tanto:

«—[…] pensé que a estas alturas por lo menos una docena de escritores españoles habrían escrito ya sobre Marco. Pero no hay ninguno, me parece.
—No que yo sepa —confirmó Santi—. Bueno, creo que alguno lo intentó, pero se asustó enseguida. ¿Te extraña? A mí no. En la historia de Enric todo el mundo queda como el culo, empezando por el propio Enric, siguiendo por los periodistas y los historiadores y acabando por los políticos; en fin: el país al completo. Para contar la historia de Enric hay que meter el dedo en el ojo, y a nadie le gusta eso. A nadie le gusta ser un aguafiestas, ¿no es cierto? Y menos a los escritores españoles.
Santi debió de temer que yo tuviese una reacción gremialista o patriótica, porque enseguida se disculpó, vagamente. Le dije que no tenía por qué disculparse.
—No, ya lo sé, es sólo que... En fin. —Una sonrisa traviesa alargó sus labios por debajo de su bigote ralo, que se había manchado de café—. ¿Sabes? Me gusta mucho la literatura, leo bastante, también la española; pero, para serte sincero, los escritores españoles de ahora me parecen un poquito insustanciales, por no decir cobardones: no escriben lo que les sale de las tripas sino lo que les parece que toca escribir o que va a gustar a los críticos, y el resultado es que no pasan de la ornamentación o el esnobismo».
La historia de Enric Marco —inofensivo mentiroso, le pese a quien le pese— que por sí misma no daría, como de hecho no dio, para mucho más que unos artículos de opinión durante dos semanas, un especial en alguna revista o un documental, es desarrollada, hipervitaminada y mineralizada por Javier Cercas a lo largo de nada menos que cuatrocientas y pico páginas gracias a su buen hacer, es decir, gracias a su facilidad para repetirse, repetirse, re-pe-tir-se, meterse en la novela, a él, a su hijo, a su terapeuta; para inmiscuirse sentimentalmente, como hace Carrère en ‘El adversario’ o Capote en ‘A sangre fría’ (las comparaciones no son mías, sino de Cercas que se cuida muy mucho de recordarnos qué otros referentes debemos tener en cuenta a la hora de leer su genial y ¡original! novela sin ficción o relato real, relato exento de invención y fantasía); para sacar a colación (bendita entrevista imaginaria) la cuestión de la Memoria histórica, esa ley que tanto debe a Soldados de Salamina y por extensión al propio Cercas. Y tantas cosas más.

«—Y ahora dígame otra cosa: ¿quién había oído hablar en España de la memoria histórica cuando se publicó su novela [Soldados de Salamina]?
—¿No me estará diciendo que la apoteosis de la memoria histórica ocurrió por culpa de mi novela? Soy vanidoso, pero no tonto.
—Ocurrió por culpa de su novela y de otras cosas, pero por culpa de su novela también. ¿Cómo se explica si no el éxito que tuvo? ¿Por qué cree usted que tanta gente la leyó? ¿Porque era buena? No me haga reír. La gente la leyó porque la necesitaba, porque el país la necesitaba, necesitaba recordar su pasado republicano como si lo estuviese desenterrando, necesitaba revivirlo, llorar por aquel viejo republicano olvidado en un asilo de Dijon y por sus amigos muertos en la guerra, igual que necesitaba llorar por las cosas que yo contaba en mis charlas sobre Flossenbürg, sobre la guerra y sobre mis amigos de la guerra: sobre Francesc Armenguer, de Les Franqueses, sobre Jordi Jardí, de Anglès...»

‘El impostor’ de Javier Cercas es la inofensiva y dilatada historia de un también inofensivo Enric Marco, un mentiroso de profesión que debe agradecer a una impostura sus cinco minutos de gloria y gracias al cual contará Cercas con su dosis anual de vanidad proporcionada por todos esos críticos o no tan críticos adoradores de la ornamentación y el esnobismo y a las novelas sin ficción o relatos reales, relatos exentos de invención y fantasía. 


miércoles, 7 de enero de 2015

“En presencia de un payaso” de Andrés Barba

De la contra: «Una novela indispensable de quien es ya sin discusión uno de los escritores más importantes de su generación en lengua española». ¿Les suena? Júrenme que si no les hubiese dicho el título del libro al que hace referencia, sabrían igualmente de quién se trata. Júrenmelo. Miéntanme, pinochos.

Andrés Barba es un crack, no me digan: indispensable, indiscutible. Y no sólo eso. Atentos: para Chirbes, imprescindible; para Lira, un grande de España, para The Times, un prosista excepcional; para Yvancos, impresionante; para sigueleyendo (¿qué ha sido de esta gente, por cierto?), el mejor de su generación (o casi); para Vargas Llosa, un maestro. Maestro. Con esta carta de presentación uno (es decir, yo) llega a esta novela (mi segunda experiencia con Barba) con temor reverencial y un nivel alto de desconfianza, como viene siendo habitual, en cualquier caso. Pero lo cortés no quita lo valiente. Que yo desconfíe no quiere decir que no sepa apreciar a un buen escritor cuando lo leo. Y Barba lo es. En serio. Lo juro por estas. Otra cosa ya, la novelita.


* * * * * *

Pienso, exactamente ¿para qué se escribe una novela? Yo sé que he formulado esta pregunta millones de veces; que soy pesadísimo; que ya carga, Tongoy, con esa puta manía de darle a las cosas la importancia que no tienen. Un libro no es más que un libro, me dicen. Y yo, miren, sí, lo entiendo; que uno tiene mucho tiempo libre y lo dedica a esto, perfecto, allá él y su vida tirada a la basura, también yo lo pierdo leyendo chorradas, al fin y al cabo, que es casi peor, si lo piensas, pero no entiendo, de verdad que no lo entiendo, que uno sea el mejor escritor de su generación, un prosista excepcional, un maestro de maestros, un tio impresionante, la puta caña, en definitiva, no entiendo, decía, que puedas ser todo eso y aún así dedicar tu tiempo, tu año, un año entero de tu vida, que ya no eres un crío, leches, que ya vas cuesta abajo, que estás en tiempo de descuento y estás dedicando tu tiempo a escribir, a pensar, diseñar, escribir, borrar, reescribir, reescribir, corregir, corregir y corregir algo tan absolutamente intrascendente, anodino e inofensivo como esta novela, como En presencia de un payaso, un ejercicio de estilo, otro más, la enésima demostración de lo que uno sería capaz de hacer si lo hiciese, si dejase, no ya de intentarlo, sino directamente de insinuarlo. 

Si quieren mi opinión, En presencia de un payaso es una forma absolutamente cobarde de escurrir el bulto. Otra vez. Si eres un gran escritor, escribe una gran novela, venga, ya. O calla. 


* * * * * * *


Pero bien, ya sabemos: expectativas, promoción. Ventas, ventas, ventas. 

Humo.

Ahora bien, la novela no es humo; la novela está ahí; la novela es esto:

El protagonista es un científico que consigue, por azar --la parte de azar que tiene toda experimentación científica y subsiguientes descubrimientos-- algo lo bastante importante para ser publicado en una revista de reconocido prestigio en el medio, un artículo explicativo y, a su modo, laudatorio del hecho en sí. Además, debe incluir un autobiografía en 350 palabras, pero, ojo, ha de ser literaria o ha de parecerlo; algo especial, marca de la casa de la revista dichosa («No se trataba, repetía, de un currículum académico, sino de un autorretrato informal: an informal self portrait».) Marcos, que así se llama nuestro héroe, se las ve y se las desea cuando cae en la cuenta de que su vida es una mierda que no da ni para 150 a doble espacio. La novela es lo que ocurre durante las dos semanas que tiene para escribirlo, sin llegar a ser ese el tema. No entraré en mucho detalle, pero además de darnos un paseo por su aburrida biografía, Marcos tiene que lidiar en un asunto de una herencia: su mujer y su cuñado deben decidir si venden o no la casa de su suegra recién fallecida. La mujer, nada, bien, una tía maja; su cuñado es el famoso payaso del título, una suerte de Ángel Garó venido a menos por una exagerada politización de su buen hacer. 

Y ya está. 

Se supone que Marcos aprende una gran lección, madura y no sé cuántas cosas más pero el caso es que da igual, al final es la vida de un hombre, un momento en la vida de un hombre, por el que no sentimos especial cariño y que lejos de un relato familiar harto conocido no aporta gran cosa a la literatura que no sea el habitual darse cuenta de las cosas

«No recordaba qué le hizo pronunciar aquella palabra. Marcos sabía, o creía recordar al menos, que no brotó de la inteligencia consciente, ni siquiera del estómago o de la sangre, sino de otro lugar, un lugar limítrofe, como la zona de evaporación del agua ante un hierro al rojo vivo, un lugar parecido al del humor frente al mundo real, al del payaso frente al ministro. «Quémalo.» [...] Era absolutamente cierto; desde que había dicho aquella palabra había nacido en él una imperiosa necesidad de ver arder ese dinero. ¿Por qué? En parte era como si se hubiese activado una erótica, pero no de la destrucción. No deseaba destruir aquel dinero sencillamente por el placer macabro de inutilizarlo, ni mucho menos intentaba exorcizar la traición de su madre con un gesto «purificador»; en realidad era más bien como un movimiento que nacía de ese mismo dinero en concreto, de la naturaleza que lo había impregnado, de la forma en la que había sido amasado, una erótica que danzaba precisamente alrededor de su propio origen y que también tenía que ver con todo lo que le había sucedido durante los últimos meses: el trabajo en el laboratorio, la noticia de la publicación del artículo, la visita de Abel, Nuria...»

Si acaso el propio Barba, ya lo hemos dicho, con un estilo muy a tener en cuenta, sobrio y atento a los detalles más nimios, con capacidad de sintetizar, de dotar a sus personajes de una humanidad y una credibilidad poco habitual y de una por momento irritante costumbre de abusar de las comparaciones. Barba redactor de lo mundano. Pero hace falta algo más que vocabulario; hace falta involucrar al lector, lograr que se interese por las miserias ajenas.

La novela —y supongo que parte del problema reside aquí— nace de un hecho casual: un paseo con un amigo; una charla sobre Bergman; un sugerente título; querer hacer algo con un payaso sin saber exactamente qué. O lo que es lo mismo: escribir por escribir, por hacer dedo, para llenar algún vacío editorial o sabe dios para qué. Escribir una novela para poder utilizar un título es una excusa horrible para escribir una novela. De hecho ahora mismo no se me ocurre casi ninguna peor.

«[…] me recomendó entonces una película de Ingmar Bergman que yo no conocía […]. La película se titulaba precisamente así: En presencia de un payaso. No sé si en algún momento llegué a buscarla —todavía hoy no la he visto y a estas alturas prefiero no verla ya—, lo que sí sé es lo que me sucedió cuando escuché ese título maravilloso, algo así como si alguien hubiese entonado los primeros acordes de una melodía. Pensé que si algún día escribía una novela sobre un payaso, y ése era un tema que me llevaba rondando la cabeza varios años, tendría que estar escrita precisamente en esa clave: en presencia de un payaso era la idea germinal perfecta: qué podía y qué no podía suceder en presencia de un payaso. […] lo que sucede en presencia de mi payaso tal vez ni yo mismo sepa muy bien lo que es, pero no hay duda de que tiene que ver con el amor y con la vida» (del Epílogo, una aclaración sobre el título).

Soy consciente de que parte de esta reseña parece un cumplido. No lo es. Que Barba sea un buen escritor y dedique su tiempo a perpetrar caprichos de una tarde de verano lo único que dice de él es que tal vez no sea tan buen escritor como aparenta, que tal vez esa habilidad, esa aparente habilidad, precisamente juegue en su contra y ponga en evidencia sus carencias, a saber, la (in)capacidad para utilizar esos elementos que maneja con cierta soltura para crear una historia que trascienda o que, cuando menos, lo intente. Nos quedamos, una vez más, en las afueras. Seguimos jugando a ser escritores. Seguimos creyendo --o seguimos dando a entender que lo creemos-- que publicar en Anagrama ya da una pátina de prestigio a nuestro trabajo cuando todo lo que hace, en realidad, es ponernos en evidencia como escritores.

Seguiremos leyendo a Barba, en cualquier caso. Seguiremos creyendo en él.

Será por creer.


viernes, 2 de enero de 2015

Otra puta lista de LO MEJOR DE 2014

Porque hay muchos que, aunque parezca mentira, no acaban de entenderlo, vamos a dejar clara un cosita: esta no es una lista de lo mejor que se ha publicado en 2014 (lista a todas luces imposible de confeccionar) sino una lista con lo que más ha gustado a quien esto escribe de todo lo leído, novedad o no, a lo largo del año.

Dicho lo cual y por no demorarlo más, si tuviese que quedarme con cinco libros (publicados en 2014) en una isla desierta y abandonar el resto en un naufragio, salvaría estos:
“Los reconocimientos” de William Gaddis
“Rojo y negro” de Stendhal
“Washington Square” de Henry James
“Sobre el acantilado y otros relatos” de Gregor von Rezzori
“Ánima” de Wajdi Mouawad

Que ya es triste que de los cinco, cuatro sean reediciones o ediciones tardías. Pero bien, qué le vamos a hacer. Pongamos alguno más sobre el mantel: de los editados en años anteriores, me quedaría con estos:
“Moby Dick” de Herman Melville
“Solaris” de Stanislaw Lem
“Tom Jones” de Henry Fielding
“El hombre que amaba a los niños” de Christina Stead
“Anna Karenina” de Lev Tolstoi
“Butcher´s Crossing” de John Williams

Y si, por alguna milagrosa razón, hubiese llegado un inmenso baúl con todos los libros leídos a la orilla de mi remota y apacible isla desierta, elegiría los siguientes, de los publicados en 2014, para encender las primeras hogueras:
“Limbo” de Agustín Fernández Mallo
“Niños en el tiempo” de Ricardo Menéndez Salmón
“Barba azul” de Amelie Nothomb
“Alabanza” de Alberto Olmos
“Autopsia” de Miguel Serrano Larraz
“Aniquilación” de Jeff Vandermeer
“Galveston” de Nic Pizzolatto
“El genuino sabor” de Mercedes Cebrián
“Así empieza lo malo” de Javier Marías
“En el café de la juventud perdida” de Patrick Modiano
“Londres después de medianoche” de Augusto Cruz
“La espada de los cincuenta años” de Mark Z. Danielewski
"Que levante mi mano quien crea en la telequinesis" de Kurt Vonnegut
“La guardia de Jonás” de Jack Cady
“En presencia de un payaso” de Andrés Barba

Porque toda cara tiene su cruz, no quiero dejar pasar la oportunidad de desaconsejar encarecidamente un par de novelas o no-novelas especialmente lamentables editadas antes de 2014:
"Ajedrez para un detective novato" de Juan Soto Ivars
"Agua dura" de Sergi Bellver
"Jóvenes y guapos" de Aloma Rodríguez
"La camarera de Artaud" de Verónica Nieto
"Entresuelo" de Daniel Gascón
"¿Le gusta ser malvado?" de Peter Hamm y Thomas Bernhard
"El largo invierno chino" de Carlos Palacios

Por aquello de equilibrar la balanza y no dar la impresión de que 2014 ha sido una lenta agonía, referiré a continuación el total de libros leídos, destacando en negrita aquellos que más me han gustado, incluyendo en esta categoría tanto los que me ha maravillado (Moby Dick, Matar a un ruiseñor, Anna Karenina, El hombre que amaba a los niños o Tom Jones) como aquellos que simplemente cuentan con mi bendición a diferentes niveles. (Nota: aquellos precedidos por un guión son lecturas abandonadas).
1. “El imitador de voces” de Thomas Bernhard 
2. “La gente no es como tú” de Gabi Beltrán
3. “Ajedrez para un detective novato” de Juan Soto Ivars
4. “Agua dura” de Sergi Bellver
5. “Los hechos” de Philip Roth
6. “Esto es agua” de David Foster Wallace
7. “Los que duermen y otros relatos” de Juan Gómez Bárcena
8. “14” de Jean Echenoz
9. “El mes más cruel” de Pilar Adón
—. “Mi primo, mi gastroenterólogo” de Mark Leyner
10. “Catedral” de Raymond Carver
11. “Jóvenes y guapos” de Aloma Rodríguez
12. “La verdad en la ilusión” de Luis Antón del Olmet
13. “Limbo” de Agustín Fernández Mallo
14. “Mientras los mortales duermen” de Kurt Vonnegut
15. “La vida secreta de Walter Mitty” de James Thurber
16. “Consejos para niñas pequeñas” de Mark Twain
17. “El coloquio de los perros” de Miguel de Cervantes
18. “Lazarillo de Tormes”
19. “Ánima” de Wajdi Mouawad 
20. “Frankenstein o el moderno prometeo” de Mary Shelley
21. “La trabajadora” de Elvira Navarro
—. “Quemar los días” de James Salter
22. “La pesca de la trucha de América” de Richard Brautigan
23. “Los Modlin” de Paco Gómez
24. “Días lúgubres” de Juan Sayagués
25. “Es un decir” de Jenn Díaz
26. “Niños en el tiempo” de Ricardo Menéndez Salmón
—. “Goat Mountain” de David Vann
27. “Winesburg, Ohio” de Sherwood Anderson
28. “Un hombre al margen” de Alexandre Postel
29. “La mirada del observador” de Marc Behm 
30. “Esta noche arderá el cielo” de Emilio Bueso
31. “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee 
32. “El cadillac de Big Booper” de Jim Dodge
33. “Santuario” de William Faulkner 
34. “Doctor Glas” de Hjalmar Söderberg
35. “El coleccionista” de John Fowles 
36. “Crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García Márquez
37. “El mago” de John Fowles 
38. “La tempestad” de William Shakespeare
39. “Barba azul” de Amelie Nothomb
40. “La joven ahogada” de Caitlin R. Kiernan 
41. “Alabanza” de Alberto Olmos
42. “La cámara sangrienta” de Angela Carter 
43. “La hija del optimista” de Eudora Welty
44. “Autopsia” de Miguel Serrano Larraz
45. “El hijo de la bestia” de Graham Masterton
46. “La camarera de Artaud” de Verónica Nieto
47. “Moby Dick” de Herman Melville 
48. “La casa de las bellas durmientes” de Yasunari Kawabata
49. “La maravillosa vida breve de Oscar Wao” de Junot Díaz
50. “El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo” de Angela Carter
51. “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad 
52. “Guía del mal padre” de Guy Delisle
53. “Nos vemos allá arriba” de Pierre Lemaitre
54. “Aniquilación” de Jeff Vandermeer
55. “Picnic extraterrestre” de Arkady y Boris Strugatsky
56. “Solaris” de Stanislaw Lem 

57. “La mosca” de Slawomir Mrozek
58. “La gran guerra” de Joe Sacco 
59. “Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos” de Emmanuel Carrère
60. “Ubik” Philip K Dick 
61. “El piloto y el principito” de Peter Sís
62. “El coloquio de los pájaros” de Peter Sís
63. “Órbita 76” de Gabriel Noguera y José Pablo García
64. “La sirenas de Titán” de Kurt Vonnegut 
65. “La isla de cemento” de J.G.Ballard
66. “Presencia humana nº 2” de Aristas Martínez)
67. “Rascacielos” de J.G.Ballard
68. “Jimmy Corrigan: el chico más listo del mundo”
69. “Axiomático” de Greg Egan
70. “Hombres salmonela en el planeta porno” de Yasutake Tsutsui
71. “Muero por dentro” de Robert Silverberg
72. “Pistola y cuchillo” de Montero Glez
73. “La insólita reunión de los nueve Ricardo Zacarías” de Colectivo Juan de Madre
74. “Entresuelo” de Daniel Gascón
75. “Leche” de Marina Perezagua
76. “Sobre el acantilado y otros relatos” de Gregor von Rezzori 
77. “El patrón” de Goffredo Parise
78. “Edipo en Stalingrado” de Gregor von Rezzori
79. “Tom Jones” de Henry Fielding
80. “El hombre que amaba a los niños” de Christina Stead
81. “Anna Karenina” de Lev Tolstoi
82. “La muerte de Ivan Ilich” de Lev Tolstoi 

83. “Galveston” de Nic Pizzolatto
84. “El genuino sabor” de Mercedes Cebrián
85. “Humillados y ofendidos” de Dostoievski
86. “Cumbres borrascosas” de Emily Brontë 
87. “Así empieza lo malo” de Javier Marías
88. “Noches blancas” de Dostoievski
89. “¿Le gusta ser malvado?” de Peter Hamm y Thomas Bernhard
90. “Washington Square” de Henry James
91. “Ominosus” de Bear, Kiernan y Barron 

92. “En las montañas de la locura” de H.P. Lovecraft
93. “En el café de la juventud perdida” de Patrick Modiano
94. “Más allá del espejo” de John Connolly
95. “Los últimos” de Juan Carlos Márquez
96. “Londres después de medianoche” de Augusto Cruz
97. “El rito” de Laird Barron
98. “Que levante mi mano quien crea en la telequinesis” de Kurt Vonnegut
99. “Galápagos” de Kurt Vonnegut
100. “La fiesta de Boris / En la meta / El teatrero” de Thomas Bernhard
101. “Butcher´s Crossing” de John Williams 
102. “El largo invierno chino” de Carlos Palacios
103. “El sí de los perros” de Juan Vilá
104. “La espada de los cincuenta años” de Mark Z. Danielewski
105. “Rojo y negro” de Stendhal 
106. “Los reconocimientos” de William Gaddis 
107. “El idioma materno” de Fabio Morábito
108. “Olive Kitteridge” de Elisabeth Strout
109. “La guardia de Jonás” de Jack Cady
110. “La mala puta” de Miguel Dalmau y Román Piña Valls
111. “Extraños eones” de Emilio Bueso
112. “El final de la historia” de Lydia Davis 
113. “En presencia de un payaso” de Andrés Barba

Eso es todo. Feliz 2015.