sábado, 30 de mayo de 2015

Resumen de lecturas MAYO 2015

Casi en tiempo de descuento me acuerdo de que tengo el resumen de lecturas de este mes sin preparar de modo que hoy toca vuelapluma. Me van a perdonar si soy anormalmente breve (o me lo van a agradecer, ustedes dirán) o no entro en mucho detalle, que no lo sé (me extrañaría). Bueno, lo que sea. 

Mayo fue (y está siendo), esto:


‘El protegido’ de Pablo Aranda

«La historia, por si les interesa, gira en torno a un personaje (que, por supuesto, no puede ser más vulgar ni queriendo) que acaba de romper una relación total para empezar otra (que hace falta estar desesperado) que no le irá mucho mejor toda vez que se ha constituido, pese a su espontaneidad, más por sincero interés que por verdadero afecto. En un momento dado el hombre —que, dentro de su inmadurez e innata estupidez, no deja de ser buena gente—, hace algo que le honra y le condena al mismo tiempo: devuelve algo que no es suyo a quien supone justo destinatario en el peor momento posible: a la vista de un montón de gente codiciosa, avariciosa, envidiosa, rencorosa, malosa. Entremedias, un crimen, y él, sin comerlo ni beberlo, directamente por lelo, se encarama a la rama reservada a los principales sospechoso en el árbol de la vida». Esto lo dije en su momento, en la reseña que publiqué a principios de mes. El resto se puede resumir del siguiente modo: la de Pablo Aranda es una de esas novelas que dejan más frio que caliente. Novelas de argumentos sencillos de hombres que se complican la vida con azarosos azares y tal.



‘La inconcebible aventura del hombre que fue otro’ de Manou Fuentes

Manou Fuentes revisa con esta novela el mito del hombre corriente. Y van… Aquí uno que por una tontería se descubre acusado de un crimen que no cometió y en vez de afrontarlo, huye, porque él es así y es en su huida que descubre que, si quiere, puede ser mucho más que un mierdecilla: puede ser un mierdecilla sin responsabilidades. Se pasa media novela tirado en una playa hasta que se harta de sí mismo y sus circunstancias y decide poner las cosas en su sitio a golpe de afán justiciero. Decíamos que parecía una novela de Luisgé Martín que además es muy francés, también él, escribiendo y esto lo decimos un poco como un cumplido y otro poco no. En cualquier caso la novela es un tanto machacona con la idea de identidad no tanto porque no resulte un argumento interesante (lo es y mucho) sino por la necesidad de Manou de evidenciar su intención cada dos páginas.



‘Ciudad fantasma’ de Robert Coover

Les diré que me costó lo indecible terminar este libro y si lo hice, si lo terminé, fue única y exclusivamente para darme el gusto de criticarlo con conocimiento de causa. Aquí estamos. Al final, por falta de tiempo y ganas, no ha dado para reseña. Eso y que hay libros que no invitan a hablar de ellos ni en los peores términos.

Ciudad fantasma es una juerga que se corre Coover. Él quería, o eso parece, escribir una novela del oeste que abarcara y recogiera todos cuentos tópicos existen en el género. Todos. Una novela para gobernar las novelas. Esto puede hacerse de dos modos: con un artefacto de 2000 páginas al más puro estilo John Barth o con uno de 200. Coover elige la segunda opción, motivo por el cual recurre al truco de la ciudad fantasma cargada de surrealismo. El resultado es un ejemplo que las mejores intenciones no siempre obtienen los mejores resultados. Aburrida, farragosa y carente por completo de interés. No hay personajes, no hay trama, sí acciones y reacciones en una huida hacia delante que para el lector es como un parto sin epidural.



‘Al salir del infierno’ de John Franklin Bardin

También hay reseña. Dije, en su momento, lo siguiente: «Novela de consumo rápido y tensión creciente, a ratos un poco Hitchcok, a ratos también, con todo lo que tiene esto de poco original por tantos años de cine pero sí es verdad que resulta fácil imaginar todo cuanto ocurre en glorioso blanco y negro, tal como era cuando fue escrita (1947). Es lo que tiene, su mejor baza: que a pesar de lo previsible de su imprevisibilidad huele a clásico moderno injustamente olvidado y perfecto para rescate menor de editorial de segunda con poco donde elegir». Y no tengo mucho más que decir, la verdad.



‘Sumisión’ de Michel Houellebecq

Houllebecq plantea un futuro cercano en el que un grupo islamista alcanza el poder durante unas elecciones. El escritor plantea, a modo de juego, un país que ha de convertirse al Islam (o fingirlo, de entrada) en cuestión de semanas y que de hecho lo hace y que lo hace con gusto y que lo hace feliz porque así como nada como un buen clásico para dormir, tampoco nada como recuperar las viejas costumbres toda vez que uno está ya un poco harto de tanto progresismo y tanta modernidad y tanta hostia. El hombre moderno, nos viene a decir Houllebecq, pese a lo mucho que presume de tal, es un hombre que sabe que sería feliz como una perdiz en una sociedad que le permitiese tener varias esposas, a cual más joven, y donde su opinión fuese aceptada y respetada inmediata y automáticamente. Houellebecq pone el dedo en la llaga cuando formula la siguiente pregunta: ¿envidiamos lo que odiamos? ¿nos odiamos por envidiarlo? Menudos elementos somos. Sumisión es una de las novelas de Houellebecq con las que más me he divertido y que más he disfrutado.



‘El niño que se desnudó delante de una webcam’ de José Serralvo

Acabo de publicar la reseña hace escasamente dos días. Por el amor de Alá, ¿qué más quieren que les diga? Venga, una autocita y ya: «Lo que Serralvo quiere decir con este libro es que se anden ustedes con ojo, que ser moderno no es incompatible con tener cuidado; que sobran organizaciones espontáneas de seres humanos de esas que les llevan muchos años de ventaja en esto de conocer los puntos débiles de su IP. Organizaciones locas de deseo por levantarles la falda a sus hijas. La crudeza de lo narrado se compensa con la ausencia de dramatismo (pese a lo salvaje de alguna de las escenas), algo de humor y la idea de que a los catorce uno ya sabe lo que es un paja y que masturbarse frente a un desconocido no es exactamente lo mismo que aceptar un helado de tu vecino, por más que este parezca venido del inframundo».



‘La suma de los ceros’ de Eduardo Rabasa

Y aquí el azar se puso de mi parte. Que ya era hora. Les presento La suma de los ceros como una novela perfecta para leer en tiempo de elecciones. Si la busco mejor no la encuentro.

Resumo, que esto llevará reseña (cuando la escriba) y no quiero ponerme pesado antes de tiempo: La suma de los ceros es cero. Ustedes son ceros. Todos somos ceros. Todo se mueve, nada cambia. Nunca cambia, nada, por mucho que se mueva. Todo avance en un efecto óptico, una trampa para idiotas. Las elecciones, mera formalidad. Los políticos, simples marionetas. La verdad os hará libres, palabrería barata. Ser atrezzo hoy.

La novela de Rabasa, una de las que más he disfrutado este año (a pesar de una pesada por más que inevitable última parte o recta final o un exceso de reflexiones que en otro contexto que el de la novela podrían funcionar mejor), es una divertida sátira política que pone de manifiesto que no hay mayor pesimista que el realista ni mayor realismo que el pesimismo. Que no somos nada, vaya, ni ceros casi. Y que no importa que lo sepamos o no, si nunca somos nada. Y si no que se lo digan a Esperanza Aguirre.


* * * * * * * * 

En el apartado Relecturas:

‘Distancia de rescate’ de Samanta Schweblin

Quería asegurarme.


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ENTRE MANOS

Barth. Giles, el niño-cabra, que no es El plantador de tabaco, es verdad, ni se esperaba, pero sigue siendo Barth.

Miraremos de acompañarlo de algo, que es mucho libro para hacérselo del tirón en solitario. Algo tipo Houellebecq, Sara Mesa, Pablo Ramos,... tal vez algo de ensayo, para variar, un Piketty o actualidad similar. O un poquito de terror, que siempre viene bien. 

Bueno, ya veremos. Les cuento.



miércoles, 27 de mayo de 2015

‘El niño que se desnudó delante de una webcam’ de Jose Serralvo

Justin Berry sale en la wikipedia. Quiero decir que es un ser humano; que existe. Cuanto tenía unos doce años Justin Berry se compró una webcam con la que empezó a hacer amigos. No tardó en desnudarse; tampoco en ganar dinero o en ver satisfecha su lista de deseos de Amazon, que para el caso es lo mismo. Creció. Le fue bien. Económicamente, al menos. Cuando lo pillaron (ese momento en el que la inocencia ya no sirve de excusa) lo dejó. Denunció. Ya no más regalitos, ni más posturitas ni más pajitas a deshoras. Ahora Justin Berry lucha contra estas terribles prácticas. El bueno de Justin.

El niño que se desnudó delante de una webcam va exactamente de lo mismo, sólo que entrando más en detalle y añadiendo pimienta a las heridas. Se novela una vida que podría perfectamente haber sido la Justin. Al fin y al cabo la novela nace cuando el escritor lee esta noticia y decide hacer algo con ella.

La historia: niño puteadito de doce años en busca de amor da con mar de pollas. Es decir: compra webcam que instala en portátil y ya tiene más amigos que destapando diez cajas de donetes. Uno de ellos, de esos amigos, es especialmente especial. Se dice cienciólogo (nada que objetar, no somos racistas: nos daría el mismo asco si se tratase de un sacerdote católico con wifi por cuenta del incauto ciudadano defensor a ultranza de marcar la x en la casilla de la declaración de la renta) y parece taaaan buena gente que casi da cosa no meterse en la cama con él. El tema es que le levanta el ánimo al bueno del niño un día sí y otro también y le explica cuatro cosas que no sabía. El nene, que se deja querer, descubre en mala hora que las lecciones no eran gratis. Ya llega, ya llega. Quítate la camiseta, quítate el pantalón, acaríciate los pezones, date la vuelta, agáchate, métete un dedito por tu infante culito.

Recuerden: doce años. Piensen en sus hijos, sobrinos, hermanos.

Pero eso es sólo el comienzo. El amigo tiene amigos y la deuda es grande. Se le enchufan veinte en hora punta: haz esto lo otro lo de más allá. Humillaciones, todas; no les cuento más, no quiero hacerles vomitar. Ahora bien, clin clin. Ahora soy tu esclavo, ahora soy tu socio y a los quince nos franquiciamos.

Estoy pensando que no sé si ahora toca hablar de las novelas denuncia. 

Qué remedio, supongo.

Las novelas denuncia suenan a coñazo monumental, no me digan. Cuando supe de qué iba, esto fue lo primero que pensé: ahí viene un coñazo monumental. Este es mi prejuicio y de él no me bajo: en mi imaginario particular las novelas denuncia están más o menos a la altura de las autobiografías de enfermos (terminales o no) esperanzados y luchadores o de padres que desahogan la muerte siempre injusta de sus hijos compartiendo su dolor. Yo sé que suena bestia pero para pasarlo mal prefiero leer a Javier Marías. Lo que quiero decir es que yo, por lo general, paso de estas cosas.

Ahora bien, el libro me cayó en las manos. ¿Qué iba a hacer? Empezarlo. Y bueno, mira, quitando la necesitad del autor de provocar la arcada del lector a golpe de escatología humorística (manía de recordarnos que comía bocadillo de escupitajo verde o cucaracha al aire de primavera), el primer capítulo está lo bastante bien como para seguir adelante, que no es algo que uno pueda decir ni de todos los libros ni todos los días. Por lo menos se comprende a qué viene eso de enseñarle la pilila a un desconocido, que es algo que personalmente me cuesta bastante entender. Tenía su lógica, sin ser el dinero la excusa; ya saben: familia humilde, padres violentos, válvula de escape.

El truco para evitar la espantada del lector que pueda pensar que se la han vuelto a meter doblada (valga la redundancia), esto es, que se encuentra precisamente frente a lo que trataba de evitar —un drama humano de proporciones pélvicas o un nene llorando desconsolado por razones harto evidentes— está en el tono elegido por el autor para contar esta historia. El narrador y a la vez protagonista rebaja el dolor de un discurso inevitablemente crudo a fuerza de situarse a cierta distancia de sí mismo y los actos que tuvieron lugar, como si aquello fuese una cicatriz más que la herida abierta que cabría esperar. Una lección de la vida, en definitiva.

«Todo cuanto estoy diciendo es que quién somos nosotros para afirmar que padecer un incesto, o ser abusado o violado o lo que sea, cualquiera de esas cosas, no puede tener a largo plazo sus consecuencias positivas para un ser humano. No digo que necesariamente las tenga todo el tiempo, pero ¿quién somos nosotros para afirmar, maquinalmente, que nunca las tiene? No digo que alguien deba ser violado o abusado, ni que no se trate, mientras está ocurriendo, de algo totalmente terrible y negativo y erróneo, sin duda. Nadie insinuaría algo así. Pero eso es sólo mientras está ocurriendo. El abuso sexual o la violación o el incesto, mientras están ocurriendo. ¿Qué hay del después? ¿Qué hay del más adelante, qué hay de la imagen de conjunto, de la forma en que su espíritu lidia con lo que le ocurrió, se ajusta para lidiar con ello, y el incidente mismo pasa a formar parte de lo que ella es? Todo cuanto estoy diciendo es que no resulta imposible que, en ciertos casos, lo ocurrido pueda hacerte crecer. Hacerte más de lo que eras. Un ser humano más completo».

Más allá de esto, nada, a parte del acojone de pensar que le pueda pasar a los tuyos. Es decir, “hoy” pueden ustedes abrir la edición digital de, no sé, El país, por ejemplo, y encontrarse más o menos lo mismo en formato noticia de quinientas palabras: sin ir más lejos la de uno de veinticinco que captaba menores a través de Instagram: los chantajeaba para obligarles a hacerse fotos y más tarde mantener relaciones sexuales con él en vivo y en directo. Depredador sexual es el eufemismo de grandísimo hijo de puta. 

Lo que Serralvo quiere decir con este libro es que se anden ustedes con ojo, que ser moderno no es incompatible con tener cuidado; que sobran organizaciones espontáneas de seres humanos de esas que les llevan muchos años de ventaja en esto de conocer los puntos débiles de su IP. Organizaciones locas de deseo por levantarles la falda a sus hijas. La crudeza de lo narrado se compensa con la ausencia de dramatismo (pese a lo salvaje de alguna de las escenas), algo de humor y la idea de que a los catorce uno ya sabe lo que es un paja y que masturbarse frente a un desconocido no es exactamente lo mismo que aceptar un helado de tu vecino, por más que este parezca venido del inframundo. A la novela del Serralvo se le ve el truco mucho antes de fingir que lo muestra (no quiero entrar en este detalle) pero eso está bien. En este caso, al menos, está bien. Digan NO al valor literario de la lágrima fácil.

Les voy dejando, no quiero interrumpirles; supongo que querrán ustedes hacer otra cosa tipo, no sé, revisar el historial de navegación del nene, por ejemplo. 


martes, 19 de mayo de 2015

‘Al salir del infierno’ de John Franklin Bardin

He aquí una novela que no da para una reseña. Si acaso para una chiquitita, una simple mención, un pequeño resumen. Trescientas palabras, no más; ochocientas si somos generosos con las citas (lo seremos), MIL en el mejor de los casos y ya hablando hasta del tiempo, exactamente lo que hago ahora. Ya, ya lo dejo. 

El tema.

Bueno, el tema… no sé, por aquello de jugar a etiquetar, digamos novela de intriga. Engaña, ojo, la definición, que esto empieza con una loca saliendo de un sanatorio y ya se sabe que estas cosas pueden acabar de cualquier manera. No se nos dan muchas pistas de la razón del ingreso: digamos, por decir, por no estar callados, que se dejó vencer por el lado oscuro. Pero no es una novela de ciencia ficción.

«Su conflicto había estado siempre en su interior, y a ello achacaba el doctor Danzer el origen de su crisis, y no al alcohol: ese conflicto estaba hoy tan oculto como siempre, y precisamente ese conflicto, según intuía Ellen, era el meollo de su personalidad. ¿Cómo sería posible sondear aquellas plácidas honduras y encontrarlo? ¿Dónde estaría la clave, la llave que diera entrada a su secreto, la cuña mediante la cual sería posible forzarlo?»

Lo de las honduras es importante, parece. Lo digo porque se repite como diez veces. O más. Que si las honduras de la noche, que si hondura de las tinieblas, que si remolino de negrura, que si vacío del abismo… ¿Terror? Pues igual. Y más llamándose Al salir del infierno, aunque ya se sabe que estos títulos se ponen para engañar. 

Lo que importa es que allí abajo ha pasado algo, seguro. Y que nos vamos a enterar, también. Y que será al final, ya no cabe duda. Guión sin sorpresas con sorpresa final. Qué sorpresa. Libros que sueñan con ser estrellas de cine. Pero ya llegarnos a esto.

Ahora, a lo que íbamos.

La loca, que ya no está loca, sale pitando del centro con su marido, director de orquesta de perfil cumplidor y facilón, lo que sea que le reporte éxito. Un poco lo que fue en su momento Luis Cobos, para que nos entendamos. Salen y se van a casa y ella se muere por tocar el piano, que es pianista ella, y muy buena, mucho mejor que el mierda de su marido, dónde va a parar:

«Basil —pensó—, te quiero. De todos modos, querido, jamás te he considerado un músico. ¡Oh, por descontado que sabes dirigir! Puedes obligar a cien hombres a tocar tal como tú quieres que toquen, pero eso, en tu caso, es puro negocio, un medio de alcanzar la fama y engrosar tu fortuna; una posibilidad de abrir el camino y hacer que los demás te sigan, pero en modo alguno se trata de un arte. Creo que hojeas la sinfonía de D. con detenimiento, tarareas tal o cual pasaje, pero no para descubrir de qué se trata, no para apreciarla y aprender algo nuevo de ella, sino para averiguar, caso de que te sea posible, hasta qué extremo puede ser eficaz, hasta qué extremo puedes desvirtuarla y darle un determinado giro con el fin de poner de relieve tu personalidad, tal como busca un político las frases más llamativas, las consignas, dentro de un discurso. Creo, querido Basil, que lo que quieres de la música (y lo que tienes que conseguir de ella) es una sensación de poder personal. Te mides contra la orquesta y contra el público, y también contra el compositor. Te plantas en el podio, a su merced, y los esclavizas a todos con un simple movimiento de tu cabeza dorada, con un sencillo e inquieto reajuste de los hombros, con una mirada airada, con un toque de atención. ¿Y yo? Pues claro, querido, claro que me gusta verte: admiro tu destreza, tu dominio de los trucos, y me dejo seducir por ti. Claro, Basil, que nuestra relación no es de carácter musical...» 

Esto ella, sin exteriorizarlo, todo para dentro, reconcomiéndola: «Debes hablarle de ello, Ellen. Estoy segura de que es lo mejor. Si no le dices nada, todo esto crecerá dentro de ti, y este miedo destruirá vuestra vida en común». Aquí la Yoda, amiga y la vez mentora.

Novela romántica tampoco es, ya lo digo. 

Pero sigamos buscando esa etiqueta; tiene que estar por alguna parte. 

«¿Habría algo, algo que aún no hubiese descubierto y que yaciese bajo la superficie de su mente, oculto salvo cuando se producía alguna asociación accidental que le daba carta blanca para emerger a la conciencia, como si fuese un monumento sumergido sobre unos cimientos desconocidos del todo, una piedra angular de su trastorno? ¿Y qué habría podido sacarlo a la luz esta vez? ¿Las azules profundidades del cielo? ¿El recuerdo de la ventana enrejada? ¿La negrura del pasado?»

El caso es que la novela se enreda con viejos amores que vuelven, con mucho recuerdo sangriento de origen incierto, con ella luchando por superarlo y no dando pie con bola. Pasados tormentosos, presentes confusos, futuros tenebrosos. Ese tipo de endiablados puzles.

El final me lo voy a callar por respeto a los muertos pero ya les adelanto que es de esos que levantan suspiros de asombro y que piden a gritos ser interpretados por una resucitada Kim Basinger en algún telefilme mediodiario. 

Novela, pues, de consumo rápido y tensión creciente, a ratos un poco Hitchcok, a ratos también, con todo lo que tiene esto de poco original por tantos años de cine pero sí es verdad que resulta fácil imaginar todo cuanto ocurre en glorioso blanco y negro, tal como era cuando fue escrita (1947). Es lo que tiene, su mejor baza: que a pesar de lo previsible de su imprevisibilidad huele a clásico moderno injustamente olvidado y perfecto para rescate menor de editorial de segunda con poco donde elegir.

Y ahora déjenme que cuente las palabras que tiene este post, a ver si hemos ajustado bien esa extensión. Una, dos… ¡Zasca! Fenómeno: mil.


lunes, 18 de mayo de 2015

‘La silla’ de David Jasso

Esta mañana (siendo esta mañana la mañana en la que escribo esto, no la mañana en la que decido publicarlo) mientras desayunaba y el café hacía su efecto (qué literario, todo, eh) leí el final del libro que hoy nos ocupa. Me refiero a las últimas treinta páginas, más o menos. Siendo fiel a la costumbre un tanto integrista de no leer ni las instrucciones de un armario de Ikea durante el fin de semana, lo último, lo inmediatamente anterior, las primeras ciento setenta páginas las había leído, casi del tirón, el pasado viernes (siendo el pasado viernes… etcétera ectétera).

Sé lo mucho que les interesan estas intimidades, pero en esta ocasión me lo van a tener que perdonar ya que tiene su importancia. El tema es que durante el fin de semana no me pude quitar de la cabeza el dichoso libro. La bicha engancha. La historia que cuenta la novela es la típica historia que tienes que terminar sí o sí, y hacerlo cuanto antes, por lo que La silla es el típico libro que uno, en circunstancias normales, devoraría de una sentada no especialmente larga.

Tenemos, pues, una novela de terror, una historia absorbente y adictiva. La pena es que también tenemos un par de incómodos peros.

Vamos a ello.

El argumento es sencillo. El protagonista, un poco dulce amapola de jardín pese a escribir novelas de terror, es un escritor que quiere sufrir —por aquello de dar cierta credibilidad a la novela que escribe actualmente— lo mismo que sufrirá uno de sus personajes: estar atado a una silla. Atado y amordazado. Le dice a su mujercita querida del alma, a su vez también dulce amapola del mismo jardín («No era una mujer despampanante, más bien lo contrario, tiraba a pequeñita, pero era todo un cielo») que lo ate, por favor, a una silla:

«—Tiene que tener cuatro patas —proseguí—. Has de atarme cada pierna a una de las patas delanteras. Voy a traer una de las sillas del salón.
Comencé a salir del estudio.
—No, no, espera Daniel. ¿Por qué no usas una de las de reserva, de las que están guardadas arriba?
Quedé pensativo. ¿Una de las de reserva? Ah, sí, caí. Cuando las pasadas navidades nos congregamos bastantes personas en la casa, descubrimos que las sillas de las que disponíamos eran insuficientes y algunos tenían que sentarse a la mesa de forma incómoda en banquetas más altas de lo adecuado, o en los grandes sillones que tanto espacio ocupaban. Así que compramos seis sillas plegables, de manera que siempre estuvieran retiradas, pero pudiéramos utilizarlas cuando fuera necesario».

Ese tipo de silla (y ese tipo de narrador, también).

Su mujer diligente, consiente y cumple (pese a no estar en modo alguno de acuerdo con tamaña chorrada porque ella es del tipo de mujer que no disfruta con estos sadismos, que la sacas del misionero y la estás llamando puta).

Tienen un hijo. Daniel adora al cielito lindo de su mujer y a su tierno y todavía gateante querido vástago: «amaba al niño con toda mi alma, era una preciosidad, veía a Irene reflejada en él y hubiera dado mi propia vida por ambos sin dudarlo un solo instante. Cada vez que lo cogía en brazos mi corazón se ensanchaba» porque Daniel es –me duele insistir en este punto— el tipo de hombre que dice preciosidad sin asomo de rubor y cuenta además con un corazón que amenaza con no caberle en el pecho.

A él no le va del todo mal, sus novelas se venden relativamente bien (aquí un guiño al género fantástico: el escritor que vive de su obra) y eso les permite ciertos desahogos: vivir en una linda casita en las afueras de todo, por ejemplo. El típico sitio en el que, si te pasa algo, te puedes dar por jodido si no tienes móvil, coche o un poco de iniciativa. Ya ni te cuento si además estás atado a una silla, amordazado y tu mujer se ha abierto la cabeza por accidente mientras tu hijo gatea peligrosamente cerca del fuego encendido de la cocina.

Ese tipo de premisa.

La novela es una novela de un terror que tiene un punto de tensión muy claro: el niño. Mientras el padre está encadenado a una silla y la madre descansa a pierna sueltísima sobre el frío linóleo, el crío las pasa fenomenalmente putas, algo que pueden ustedes perfectamente imaginar solitos. La indefensión de un niño. ¿Quién no sufriría por algo así? Ese es el drama, no otro. Que el imbécil del protagonista muera de hambre, sed o le caiga un meteorito en la cabeza es algo que nos trae completamente sin cuidado. Sus peripecias para tratar de salvar a su hijo son párrafos que se quieren saltar. 

Esto, que parece el argumento de un episodio de Alfred Hitchcock Presenta, se dilata en exceso demasiadas veces (la anécdota del motorista, la historia de amor paralela) y se recarga de adjetivos y prosa lastimera siempre. Lo que nosotros queremos es que alguien ponga a la pobre criatura a salvo, de ahí que media novela se la pase uno cagándose en todo por tener que aguantar tanto pensamiento, tanta reflexión y tanto recuerdo. El estilo de Jasso, lejos de gustarme, me ha parecido en demasiadas ocasiones forzadamentente literario, (me ha parecido intuir demasiadas veces la búsqueda del sinónimo perfecto) lo que sumado a la manía de pararse a contar chorradas (léanse nuevamente las razones por las que el matrimonio había comprado las sillas plegables y denme la razón) lastra continuamente una narración que probablemente hubiese ganado enteros planteada como un relato largo, aunque esto es algo que se dice mucho y con mucha alegría (demasiada, en mi opinión) no siendo ni remotamente cierto. No es el caso.

En cualquier caso ha sido un interesante descubrimiento. Seguiremos a Jasso, que además se pone medio de moda ahora con la publicación de una novela en Valdemar (Disforia).



viernes, 15 de mayo de 2015

Plan de lectura (versión 1.0)

Me he jurado no hacer planes; cada vez que hago planes, los incumplo. Pero no puedo evitarlo. Me declaro adicto a las listas. Las hago casi a diario: las cambio cada noche y cada mañana crecen; a mediodía lo veo claro y corrijo algo, borro un par de libros aquí, añado otro allá, dejo un espacio libre por sí....

El caso es que se me ha ocurrido dedicar este viernes tan tonto a ejercer de hombre-anuncio: compartiré con ustedes mis planes para un futuro inmediato. Quedan ustedes cordialmente invitados a robar o prestar recomendaciones.

* * * * * * * 

La idea, a medio plazo (entendiendo como tal dos o tres meses), es la siguiente: leer La ley de la ferocidad de Pablo Ramos (Malpaso); Cicatriz, de Sara Mesa (Anagrama) y terminar Modelos animales, de Aixa de la Cruz (Salto de página), que se me atragantó en un relato doble en el que no soy capaz de avanzar hace ya tanto que doy por hecho que tendré que reeler el librito si quiero reseñarlo. Va a ser que no. Después (o antes o durante) probaré suerte con Las brigadas Prosublime, de Jesús Pérez (Sloper); Subsuelo (Salto de página) y entre culebras y extraños, de celso castro (Destino), novela que demoro una y otra vez no sé por qué estúpida razón. Con el sol en la boca, de Matías Néspolo (Los libros del lince), que se encuentra exactamente en la misma situación que el anterior.

Esto en lo seguro a un 90% y sin olvidar las lecturas que tengo entre manos: La suma de los ceros de Eduardo Rabasa (Pepitas de calabaza) y El niño que se desnudó delante de una webcam, de José Serralvo (Los libros del lince).

El resto se irá en tonteos (leer una parte o simplemente intentarlo o nada más que ojearlo) tipo: Estilo rico, estilo pobre de Luis Magrinya; la Narrativa Breve Completa de Joseph Conrad (Sexto Piso) (un libro fenomenalmente aparente que habrá que ir pensando en robar) y Lancha rápida de Renata Adler (Sexto Piso) novela que acumula elogio tras elogio. También de Sexto Piso, La canción de la bolsa para el mareo de Nick Cave. Y súmenle los Cuentos Completos de Robert Louis Stevenson (Valdemar), que voy disfrutando con la calma que merecen. 

Y hablando de Valdemar: su sello Insomnia se dispara. Tengo todavía pendiente John muere al final de David Wong cuando ya han sacado (o están a esto) dos más (de la tierra, para más inri, con lo que aquí nos gusta la sangre española): Disforia de David Jasso y Pronto será de noche de Jesús Cañadas. (Aquí habría que incluir, de algún modo, pese a no ser de Valdemar y aunque no sea más que por afinidad artístico-literaria el Challenger de Guillem López, editado por Aristas Martínez, que vamos a pedir a papá-Estado (1)).

Más.

Hace unos días me dio por jugármela y saqué de la biblioteca Sexo tras unos días sin vernos, del Tao Lin (Alpha Decay) esa joven promesa que tiene que empezar a demostrar lo que vale o empezar a buscar un trabajo decente, pero la primera impresión no ha sido (para variar) demasiado buena. También traje Asesino cósmico de Robert Juan-Cantavella (Mondadori), que ya intenté en su momento sin éxito y que un artículo de Javier Calvo en Jot Down me ha llevado a rescatar, al considerarlo «un intento fabuloso de crear una obra que abarque todos los géneros del bolsilibro en feliz y caótica colisión: terror, ci-fi, fantasía y lo que haga falta». Lo de “intento” me preocupa. Suena a fallo. Suena a “yo tenía razón (otra vez)”.

En el apartado ya veremos cuándo nos encontramos un involuntario especial Pálido Fuego: Pórtate bien, de Noah Cicero, El cuaderno perdido de Evan Dara, Una singularidad desnuda de Sergio de la Pava y y sin mucha esperanza de que entre este año La hoguera pública, de Robert Coover. 

Y casi para terminar, la sección VARIOS, cajón de sastre para inclasificables y apetencias de última hora (que a veces son las peores; no respetan los tiempos de espera). Aquí nos encontramos Un mundo deslumbrante de Siri Hustvedt (Anagrama), El anticuario de Gustavo Faveron (Candaya) y un comic que tiene una pinta fenomenal: Sr. Esperanza de Tommi Misturi (Aristas Martínez).



PERO

Pero toda esta buena y absolutamente irreal intención, todos estos locos planes, se nos vienen abajo cuando recordamos que tenemos sin leer (ocupando además un valiosísimo espacio que no tenemos en la estantería) Las Luminarias, una novela de Eleanor Catton (Siruela) que dicen fenomenal no, lo siguiente. También El jilguero, de la amiga Tartt (Lumen) y Perfidia de James Ellroy (Mondadori). 

Imperdonable.

Pero podríamos con ello, lo creemos sinceramente (quién dijo miedo) si no fuera por culpa del puto John Barth. Seguro que recuerdan que hace un par de años Sexto Piso se comió literalmente el mercado (así me gusta pensarlo, al menos) con El plantador de tabaco, una maravillosamente arriesgada apuesta que nunca dejaremos de agradecerle. Pues bien, han vuelto a hacerlo: este año, hace un par de semanas, ha recuperado otra novela del genial escritor: Giles, el niño-cabra.

Del mismo modo que diciembre se inventó para leer a Gaddis, mayo se inventó para el amor, esto es, se inventó para leer a Barth.

«Misterio, tragedia, comedia. El lugar donde se cruzaron estos tres caminos ante mí fue Giles, el niño-cabra: las aventuras de un joven engendrado por un ordenador gigante en una bibliotecaria desgraciada, pero dócil, y criado en los establos experimentales para cabras de una universidad universal, dividida ideológicamente en el Campus del Este y el Campus Occidental. Al joven se le encarga una serie de tareas cuando se matricula y tiene que aceptar tanto su caprinidad como su humanidad (por no hablar de su maquinidad) y, en las entrañas mismas de la Universidad, trascender no sólo las categorías que representan ambos campus, sino también todas las demás; trascender incluso el lenguaje, y después regresar al campus a la luz del día, expulsar al falso Gran Maestro, que él entiende que es un aspecto de sí mismo, y hacer todo lo que esté en su mano para explicar lo inexplicable» (John Barth)

Y, bueno, si ha de ser, sea.


martes, 12 de mayo de 2015

‘La inconcebible aventura del hombre que fue otro’ de Manou Fuentes

Creo que fue [más o menos] ayer cuando decíamos que parecía haber una corriente literaria que podría ser bautizada como “la del hombre que huye” o “la reinvención del don nadie” en el sentido que se trata de una novelística que tiene mucho que ver con seres humanos en busca de acción o algo que poner el diario que no sea el simple hoy planté judías de Thoreau. Yo no sé, pero algo hay. Una tendencia, seguro. La inconcebible… es un buen ejemplo, ya verán.

Un buen día Manou Fuentes puede que de profesión anestesióloga (esto, en principio, no va con segundas) decide compartir con nosotros su pasión por la literatura. Es un hecho que la literatura levanta pasiones entre algunas, digamos, personas. No sé qué culpa tenemos los demás, honestamente, pero ahí está, el hecho, inmutable, de unos cuantos evidenciando su falta de talento. (No digo que sea el caso). El resultado es una banda de miles de cientos de seres humanos sentados frente a un ordenador creyendo que lo suyo está de fábula. Toda esta gente podría dar salida a eso suyo serigrafiando citas de Proust en camisetas, shorts o toallas de playa, o tarareando poemitas de Lorca en los puestos de palomitas de las ferias locales, pero no, ellos no, ellos, comportándose como niños que tratan de matar al padre a golpe de qwerty, escriben libros que luego quieren publicar para que todo el mundo veo lo mal que lo hacen. Manou Fuentes no parece, a primera vista, una excepción (aunque al menos ella no es una adolescente tardía haciendo perder el tiempo a la gente con ucronías de dos mil páginas), aunque, no sabemos bien porqué (tal vez por el aval que supone ser traducido) sí hay lugar a la esperanza (aunque también es probable que eso sólo lo creamos porque ya tiene una edad, Manou, lo que conlleva suponerle experiencia y una vida propia y mejores cosas que hacer si lo suyo, su talento, no es suficiente para).

Es por eso que leemos a Manou Fuentes. Porque sí y su pasión por a literatura. Porque tenemos fe en ella y en el sistema educativo francés y en las personas que, superado el despertar artístico, deciden ponerse a ello a una edad inesperada.

Pero al final todo da igual. Nuestra fe, su buena voluntad… Al final es uno a un lado y otro al otro y, entre medias, un libro. Este libro. 

Y este post.

La inconcebible aventura del hombre que fue otro (traducción libre —libertina, casi—de L’homme qui voulait rester dans son coin (que Google traduce como ‘El hombre que quería quedarse en su rincón’) es la historia de un don nadie. Otro don nadie: «su existencia, protegida de cualquier tipo de responsabilidad que implicara algún riesgo, le parecía un traje confortable, sólido y resistente al tiempo». Se supone que estamos, en palabras de la autora, frente a un thriller metafísico o existencial. Ahí es nada. 

A Pojulebe, que es como se apellida nuestro héroe, se le cae un buen día un hombre encima. Así, literal. Desde entonces ya no vuelve a ser él mismo. 

«Su cuerpo está entero, pero su espíritu está abierto a los cuatro vientos. Estas perturbadoras coincidencias han cavado en él unos abismos sin fin. Ha bastado con una pequeña falla delgada como arañazo (la caída de otro) para que surja un nuevo acontecimiento (este nuevo acontecimiento es su homónimo). Algo del exterior ha penetrado por ese punto flaco y ha rebosado los bordes, hasta producir esos abismos insondables. En el fondo de su alma, que él creía sólida, han entrado unos gérmenes desconocidos que socavan sus cimientos y minan sus andamios pacientemente levantados. Es como si la fortaleza de su yo se hubiese desmoronado como un castillo de naipes. En su interior, sólo queda un montón de sí mismo hecho añicos».

Por circunstancias equis y un encadenado de mala suerte, se siente obligado o en la necesidad o tal vez simplemente satisface el deseo oculto de huir de la justicia sin haber hecho absolutamente nada. Se lleva un montón de dinero que tenía en casa, en efectivo (un recurso un tanto burdo al que recurre la escritora para no enredarse con subtramas de corte laboral) y se da el piro. Encuentra una playa y en la playa una actitud que lo devuelve a la vida: ya puede ser más él mismo que antes, que no se sabía si era o no era o qué era si era. Ese infinito abanico de posibilidades que a cada minuto se despliega ante él.

«Ahora es consciente de que se verá obligado, no se sabe muy bien por qué fuerzas ocultas, a convertirse en otro.»
«Jamás volverá a ser derrotado... Tener confianza en sus propias fuerzas... Probar sus talentos hasta ahora adormecidos para enderezar su suerte. Convertirse en lo que nunca fue. Alguien que se atreve. Alguien que da la cara. Alguien que coge el toro por los cuernos». 

¿Ven un poco por dónde van los tiros? ¿Sí? ¿No? ¿Más citas? Venga.

«Jamás podrá escapar de la verdad. Es, siempre ha sido y siempre será, un chupatintas mediocre incapaz de tomar la iniciativa y de llevar las riendas de su vida. Ninguno de sus esfuerzos y decisiones servirán para nada».

No sé porqué tengo la sospecha de que no lo acaban ustedes de ver. Venga, atentos, por favor, no podemos estar así todo el día.

«¿Conoces la historia de Ulises? […] Todo el mundo cree que es un héroe tallado en mármol, pero no es así en absoluto. Ulises era un hombre sensible, ni un semidiós ni un héroe ni nada... ¡Es más, yo diría que era un tipo como nosotros! Su único deseo era estar tranquilo en su casa con Penélope, cuidando juntos de su isla. Pero después de la Guerra de Troya tropieza con la cólera de los dioses, no me acuerdo por qué, y lo condenan a errar sin fin... Ulises, entonces, dispuesto a enfrentarse a la fatalidad que lo azota, sale con su trirreme sin muchas esperanzas de poder reorientar su destino. Pues bien, lo que a mí me gusta es que, a pesar de todo, ¡supo invocar a la suerte! Dios sabe, no obstante, que los poderes hostiles se cebaron con él... Vivió miles de pruebas, tuvo que enfrentarse a gigantes como Polifemo... ¿ves un poco por dónde va la cosa?»

Eso digo yo. ¿Lo ven, ya, de una vez?

Díganme que sí, por favor, no me obliguen a poner más citas; no quiero caer en lo mismo que la escritora: no quiero repetir una y otra y otra y otra vez lo mismo: que Pujulebe no era nadie hasta que pasó lo que pasó, hasta que decidió ser alguien:

«Desde su nacimiento, no la mitad, sino casi la totalidad de sus pensamientos fueron pensados sin que él lo supiera. A diferencia de Salavin, que se analizaba a sí mismo e intentaba modificar su manera de ser y ennoblecerse con alguna acción benefactora, Édouard estaba codificado sin una pizca de imaginación».
«¿Cómo podrá vivir del mismo modo que antes después de las conmociones tan profundas que ha sufrido? ¿Cómo va a comportarse estando en el mismo contexto, cuando en su interior está todo patas arriba? ¿Cambiar su estilo de vida? ¡Como si fuera tan fácil! No se plantea ni por un instante volver a cuestionarse su trabajo de administrador, ni sus costumbres de ciudadano solitario». 

Llega un momento, en esta novela, en el que uno se aburre de escuchar siempre lo mismo; un momento en el que harta de que le recuerden la intención de lo que está leyendo, como si esto no fuese más que evidente desde la página uno, y como si la propia acción de la novela no fuese suficiente para evidenciarlo. Es un poco como leer subido a una cinta de correr o a un burro atado a una noria: el paisaje no cambia pero agota igualmente. Por si no ha quedado claro: Pojulebe huye y descubre que puede ser otro o ser de otra forma ocultando su verdadera identidad y dejándose llevar por la situación que es un poco exactamente lo mismo (o exactamente parecido a lo) que ocurre en “La misma ciudad”, la novela de Luisgé Martín, ese autor patrio que podría perfectamente abanderar este nuevo género literario de hombre a la fuga. En ambos casos, una huida, una reinvención, una nueva vida. La diferencia, en el caso la novela que nos ocupa respeto de la Luisgé, es que incluye misterio: están los malos, los buenos, el hecho delictivo, la confusión y el inevitable recurso de impartir justicia, tratar de poner a cada cual en su lugar, etcétera. Lo nunca visto, vaya.

La inconcebible aventura del hombre que fue otro es una novela, sí, entretenida, a su modo, y cargada de intención pero que por repetir el discurso o dilatar, en ocasiones, en exceso la acción (o demorarla, también), termina provocando en el lector una necesidad: la de terminar de una santa vez.


miércoles, 6 de mayo de 2015

‘El protegido’ de Pablo Aranda

Creo que voy a empezar a hacer lo que los novelistas con sus novelas: escribiré siempre la misma reseña. Diré exactamente lo mismo (si acaso no lo hago ya) en todas las ocasiones. En todos y cada uno de los posts plantearé las cuestiones en los mismos o similares términos, partiré de las mismas premisas, haré pequeñas variaciones, trataré de sorprenderles al final (diciendo que algo me ha gustado, por ejemplo), pero en rigor serán más o menos las mismas soplapolleces de la semana anterior.

O soy yo, que elijo mal, o el universo —que me la tiene jurada—, o que el patio está fatal, que es lo más probable, pero el caso es que de un tiempo a esta parte no me encuentro otra cosa que novelas en las que los protagonistas, meras farolas, huyen de su vida anodina y vulgar utilizando como excusa, no sé, lo que sea, un crimen, un misterio, un robo, por ejemplo, cualquier cosa que obligue al lector a sentir interés, a creer que se encuentra frente a una novela de corte negro sobre fondo dramático o un drama sobre fondo de pistolas, cuando a lo que realmente asiste es a la enésima práctica de la nada.

Algún día nuestra generación (y ya de la que viene ni hablamos) será recordada como aquella que no sabía hacer otra cosa que escapar de una realidad que entendía como opresivamente vulgar gracias al desarrollo de un complejo aparato virtual: que si redes sociales para quedar, que si google maps para viajar. Somos el homo virtualis. Y va a peor. Esto se traduce en novelas que, buscando reflejar el decadente estado de la situación en el que nos vemos sumidos, cuentan con protagonistas con querencia a la aburrición enfrentados a una situación que, como decíamos antes, los supera y gracias a la cual descubrirán algo sobre sí mismos, algo que desconocían, obviamente, o bien madurarán por las malas, que de todas la posibles es la más efectiva. Que evolucionarán, vaya. Serán mejores personas o personas más complejas o mejores y más completas y mejores personas o lo que prefieran ustedes, sin descartar en ningún momento que puedan ser igualmente unos perfectos imbéciles.

Ese era y es —como hemos visto hace nada— exactamente el caso de las novelas de Luisgé Martín, que utiliza lo oscuro como campo gravitatorio para sacudir la vida de seres humanos de clase media baja ligeramente acomodada. Y es también el caso de Pablo Aranda, que hace lo propio en esta ocasión (fuera de esta novela ya no sabría decirles, no le sigo la pista) con un asunto de drogas, argumento que algún avezado periodista no ha dudado en esgrimir para defender que existe en la novela un fuerte componente de crítica social, que me río yo de janeiro y del periodismo y de tanto sexo oral no remunerado.

La historia, por si les interesa, gira en torno a un personaje (que, por supuesto, no puede ser más vulgar ni queriendo) que acaba de romper una relación total para empezar otra (que hace falta estar desesperado) que no le irá mucho mejor toda vez que se ha constituido, pese a su espontaneidad, más por sincero interés que por verdadero afecto. En un momento dado el hombre —que, dentro de su inmadurez e innata estupidez, no deja de ser buena gente—, hace algo que le honra y le condena al mismo tiempo: devuelve algo que no es suyo a quien supone justo destinatario en el peor momento posible: a la vista de un montón de gente codiciosa, avariciosa, envidiosa, rencorosa, malosa. Entremedias, un crimen, y él, sin comerlo ni beberlo, directamente por lelo, se encarama a la rama reservada a los principales sospechoso en el árbol de la vida.

A partir de aquí, las peripecias. Lo de intentar salir del enredo enredándolo todo a cada paso un poco más. Enredándolo, seamos claros, en exceso; llevándolo hasta lo increíble. Llevarlo tan allá que casi lo metemos en el terreno de la fantasía heroica, que nos falta nada más que el caballo y la espada de Conan el destructor para acabar de entender tamaño absurdo. 

Se acompaña la novela de escenas de cama con poco sexo, para que veamos flotar el amor y sintamos los afectos como propios y no caigamos en lo soez. Lágrimas correteando por las mejillas, hijos putativos, amores no correspondidos y algunos no entendidos y uno que no se sabe cómo demonios ha llegado dónde ha llegado; policías eficientes, proactivos, tenientes deficientes, poli bueno poli tonto, poli enamorado, poli salido y ya todo qué más da si está más visto que el tebeo.

Y frases cortas. Muy cortas. Mucho. Siempre. Así. Zum, zum, zum. Mira qué rápido, mira.

«El padre pasando cuentas del rosario en la esquina del salón, ante la televisión apagada. Las persianas casi bajadas del todo. Haces de luz encendiendo sus manos, las cuentas gastadas. La madre en la cocina, ante dos cacerolas que vertían hilos espumosos de agua. Al otro lado del tabique donde apoyaba la cabeza su padre, Karim evocaba a Mariam. Mariam con el hombre que le devolvió la fianza de un alquiler. Ni él, Karim, había sido quien pretendía alquilar el apartamento ni Jaime era el propietario. Mariam con Jaime y él sentado en el suelo de su cuarto. No le gustaba el policía, con sus preguntas. No le gustaba Jaime, ya no. Haberlo matado. En su momento, en la casa de Ismael. Ismael, un nombre. Quiso dirigir la culpa hacia Mariam pero no pudo. Si se hubiese quedado en Marruecos. Pero todo se debía a la ambición de Abdu. Tú no te metas, enano, le dijo, moro. Abdu lo llamó moro. No lo entendía».

Zum.

martes, 5 de mayo de 2015

‘La vida equivocada’ de Luisgé Martín

Al grano: La vida equivocada suena a repetición. Suena a ya leído no menos de un par de veces. Suena a falta de ideas, o de argumentos; suena a monotema y a runrún de la maquinita de fabricar libros en serie. Suena, también, a exceso de algo, de confianza, por ejemplo.

Y eso que tengo a Luisgé Martín por uno de los mejores prosistas de la literatura española actual. Libro que saca Luisgé, libro que se lee servidor. Y todos, todos (los cuatro que he leído, al menos, a excepción de (obviamente) el primero) los empiezo con la misma ilusión, con el mismo entusiasmo, ese entusiasmo de quien se reencuentra con un viejo amigo. 

Leo a Luisgé por el placer, inmediato placer, que me proporciona la forma que tiene de contar las cosas. Y eso es algo que no me ocurre con todo el mundo. De hecho no estoy seguro de que me ocurra con ningún otro escritor de este país.

Y a pesar de esto hay algo en Luisgé y más concretamente en este libro, que me irrita profundamente. Se trata, ya lo he dicho, de una pasmosa falta de escrúpulos a la hora de plagiarse a sí mismo (y algo más).

Me explico.

En La mujer de sombra, novela de la que ya hablamos en su momento (aquí), se trataba con detalle la cuestión sexual; concretamente la obsesión de un hombre y su descenso a los infiernos, entendiendo como infierno la rama más perversa y despreciable de cuantas se conocen: aquella que afecta a la infancia. No quiero entrar en detalles, no lo hice en su momento para evitar spoilers y no lo haré ahora exactamente por lo mismo, pero tampoco quiero dejar de señalar que ya en su momento me pareció un atrevimiento digno de elogio que es escritor tratase tan peliaguda cuestión con la normalidad con que lo hacía Luisgé, provocando lo que en mi opinión hace de la La mujer de sombra un artefacto más que interesante: un estilo elegante que contrastaba con las atrocidades de las que, poco a poco, íbamos siendo testigos.

Tiempo después Luisgé volvió con una novela llamada La misma ciudad, de la que también se dio en este santo blog cumplida información. En esta ocasión un hombre corriente y moliente con querencia a lo insustancial decide en un momento equis dar un giro radical a su vida, rompiendo absolutamente con todo (familia, trabajo, etc) para partir de cero a los tan difíciles cuarenta. Sé que me perdonarán la autocita: «Supónganle mil aventuras, amores, amantes y ruina moral, de la buena, de la que fortalece el alma (o así lo creía él). Se le hace el seudónimo famoso a golpe de poema y forja una leyenda de escritor huraño. Más amores, más amantes, tirarse de un puente, follarse un maromo y una pizca de obra social». Y poco más. La novela, breve, era la biografía apresurada de un momento muy concreto de un muy concreto don nadie venido a más. 

Nuevamente una excelente narración aunque la historia quedaba lejos de su anterior trabajo. 

* * * * * * *

Ahora presten atención al argumento de la novela que hoy nos ocupa:

Luisgé-narrador, conoce, a eso de los dieciocho años y en un taller de escritura a Max Leopardi, un más que atractivo y en apariencia prometedor joven con el que vivirá una pequeña aventura de corte sexual y de quien se enamorará perdidamente, hecho que descubrirá tras la ruptura. Se conocerán, se arrimarán, se separarán. Años después Leopardi reaparecerá, enfermo, afeado, siendo apenas una sombra de lo que fue, para pedirle a Luisgé que lea un manuscrito de una novela que se ha tirado diez años escribiendo. Por las razones que sean, Luisgé recuperará la amistad con Leopardi que le contará la historia de su vida, historia que el escritor comparte con nosotros.

Hasta aquí todo normal. 

Max, como tantos otros, cree haber nacido para tener éxito, ya sea como escritor ya sea como sea, pero el azar parece tenérsela jurada a su familia. Toda su vida es un ir y venir, un ir dando tumbos sin llegar tener nunca realmente nada a qué aferrarse. Su infancia será un permanente cambio de domicilio hasta que su padre muere en un accidente de avión en el que no se sabe muy bien qué pintaba. Después, más tumbos: fantasea con la revolución, se prostituye, vive (sin vivir realmente ninguna) dos vidas muy diferentes: la del lujo y la de la miseria. 

La historia de Max es la historia de un fracaso que no es tanto un fracaso como el resultado de su falta de iniciativa, de interés en otra vida que la regalada.

La segunda parte de la novela nos habla (por razones que no puedo desvelar) de la vida de Elías, el padre de Max, un verdadero fracasado («Su objetivo no era acumular riqueza, sino hacer algo memorable que quedara en los anales de la Historia»). Prefiero no entrar en detalles, por razones harto evidentes (hay un misterio y conviene andarse con ojo no vayamos a descubrirlo) pero conviene tener claras dos cosas que, sin bien no son defectos (ni mucho menos), sí son, para el seguidor de Luisgé, una razón más que suficiente para desconfiar. Elías no es buena gente. Elías, en un momento dado y al igual que al protagonista de La misma ciudad, se le presenta la oportunidad de volver a poner el contador a cero, vivir otra vida, tal vez mejor, tal vez no. Eso una. La otra es que a Elías le gustan las niñas bien niñas:

«La niña lo examinó inquieta, y al levantarlo para mirar el festón dejó a la vista los muslos, las bragas blancas. Elias sintió un mareo y tuvo que entrecerrar los ojos. La sangre le enrojeció el rostro, primero, y le hinchó la verga, después. Alargó la mano con miedo para acariciar la carne de la niña y metió enseguida el dedo índice dentro de las bragas, levantando la goma elástica. Al rozar los labios de la vulva, resolló: el aire le raspó la tráquea. Elena permanecía quieta, estremecida, sin entender qué estaba ocurriendo. En los alrededores no había nadie, pero a partir de un determinado instante Elias perdió la atención y abandonó la vigilancia. Todos sus sentidos se concentraron en la yema del dedo, en las falanges que había introducido dentro del sexo de la niña y que movía con suavidad, tratando de no hacerle daño. Ella había comenzado a llorar en silencio».

Una vez más somos testigos de repugnancias de corte sexual como una excusa (pareciera la única) para viajar al lado oscuro del ser humano y otra vez hombres huyendo de sí mismos y ya no sabe uno si está leyendo la versión definitiva de algo -si lo que ha leído en el pasado era algo así como un escritor haciendo dedos, preparando la novela definitiva-, o si no es nada más que más de lo mismo.

Amén de esto, que no pasa de ser condenable en la medida que pueda serlo el hecho de que un escritor se empeñe en escribir siempre el mismo libro (que ya no está mal), está aquello que tiene que ver con el estilo. Luisgé, a quien (les recuerdo) he considerado hasta ahora uno de los mejores escritores de su generación, se lleva a sí mismo al extremo, se exagera hasta lo barroco y en su afán de (supongo) dar profundidad a los personajes los acaba metiendo en un pozo: «Desarrolló una filosofía extravagante y pragmática hecha a su conveniencia: la perversidad no radica nunca en el acto, sino en sus consecuencias». Da la impresión de que cada acto de cada uno de ellos tuviera que ser justificado previamente, como si fuera necesario dar una explicación o buscar la perfecta comparación no consiguiendo con esto otra cosa que interrumpir la narración demasiadas veces: «Es posible que la idea renovada de la prosperidad y del éxito que Elias alcanzó en la última parte de su vida comenzara en ese trance; es posible que fuera entonces cuando se dio cuenta de que es la excelencia la que conduce siempre al fracaso o de que, en el reverso del espejo, la insignificancia puede ser el mejor camino hacia la felicidad». En resumen: acumula, la novela, demasiada sentencia, aforismo, demasiad lección: «Aunque no lo admitimos nunca, la medida de nuestra desventura es siempre la desventura de los otros» y el resultado es, como bien decía Suau en El Cultural, un cierto acartonamiento

Resultado: se hace cansino, Luisgé, en La vida equivocada

Lo pueden poner en la faja de su próximo libro.


viernes, 1 de mayo de 2015

Resumen de lecturas ABRIL 2015

Les recuerdo de qué va esto: entre mis numerosas buenas intenciones se encuentra una que tiene que ver con reseñar todo aquello que leo, pero la realidad, especialmente la del último año, se impone y al final uno debe elegir entre leer o escribir. Y qué quieren qué les diga. Quedan muchos libros en el tintero, seguramente demasiados, y de ahí este pequeño resumen que busca enmendar ese pequeño, minúsculo fallo. Esto ha sido abril:



El rey de Donald Barthelme

Donald Barthelme es sinónimo de calidad. [Abro paréntesis para recomendar un recopilatorio de relatos que editó Automática creo que el año pasado. Me lo enviaron, muy amablemente (como tantos otros), pero quedó injustamente sin comentar (como tantos otros). Sufro trastornos de sueño por esto, de ahí el comentario. Cierro paréntesis.] Recuerdo la lectura de este libro (El rey) como algo muy lejano. Si no guardase un pormenorizado registro de mis lecturas podría pensar que pertenece a las del año pasado. No es el caso. Seguro que esto significa algo. Lo que sí recuerdo es que se trata de una divertidísima adaptación de las desventuras de un rey Arturo muy especial pero también es un libro inacabado y aquí no soportamos los libros inacabados ya sean escritos por Barthelme o por Wallace o por Kafka. Esto se traduce en una terrible injusticia que me obliga a tener este libro y El castillo de Kafka, ambos geniales, sin reseñar. Terrible, terrible pero necesario. Quisiéramos enmendarlo pero al no saber cómo lo dejamos estar.



El año del desierto de Pedro Mairal

Esta novela ya tiene reseña y un buen puñado de comentarios. Les dejo el link. Aquí un resumen de lo dicho: «…dicen por ahí que El año del desierto es un rewind de la historia (argentina). Y dicen verdad. Pero es un rewind fallido desde el momento (y lamento insistir) en el que hay que aceptar pulpo como animal de compañía. Estamos muy acostumbrados a buscar y condenar a voz en grito fallos en los guiones cinematográficos y sin embargo no tenemos problema en obviar la inmensa cagada que esta novela, que más allá del divertimento general, ocasional, y la prometedora primera mitad, se limita a construir una ficción a golpe de escenas unidas por un débil hilo argumental que lo mismo se podía haber ahorrado el bueno de Pedro. Total para qué».



El gran misterio de Bow de Israel Zangwill

Otra novela que ya ha sido comentada. En esta ocasión los comentarios han sido más bien pocos. Cuando escribo esto, uno. Ahí es nada. Razón: no me ha disgustado. Y además tiene un porrón de años. Así no se puede. Les dejo un resumen de lo dicho, para no añadir más tristeza a la reseña: «La novela es […] una a-ratos-interminable exposición de hechos, ya que no hay pruebas ni pistas ni nada que invite a creer que el asesino no ha sido una aparición, un ángel del señor hecho carne que, guillette en mano, ha venido a dibujarle una sonrisa carmesí al lindo cadáver. La novela son las ganas de saber qué demonios pasó, cómo fue aquello, cómo pudo ser. Es un encadenar un sospechoso tras otro. La novela es entretenimiento (fundamental, esto) pero también es demasiado corta para ser mucho más y su encanto tiene su origen -más que en lo original del planteamiento o la fuerza de sus argumentos- en la nostalgia de tiempos pasados y cierto sabor a clásico injustamente olvidado que todo arrojado lector salvador de causas perdidas no dudará en rescatar».



new mYnd de Colectivo juan de madre

Reseña en curso. La empecé ayer. Escribí esto: «Ya les he hablado de Colectivo Juan de madre. En su momento les expuse un teoría la mar de plausible que no quisieron ustedes escuchar (o, si escucharon, no quisieron ustedes creer), acerca de los órganos no sexuales que lo constituían y sus aviesas intenciones. Pese a esto, hay quien se empeña en creer que tras Colectivo JdM se oculta nada más que un ser humano llamado Daniel Miñano. Es falso, pero allá ustedes y su ingenuidad. El caso es que esta gente ha escrito otro libro. Este libro. New mYnd». Después me fui a la cama.



La vida equivocada de Luisgé Martín

También hay reseña. Estamos que lo tiramos. Debería publicarla hoy, mañana, pasado… no sé, pronto. Les dejo un fragmentito del comienzo por aquello de darle cierto contenido al post: «Al grano: La vida equivocada suena a repetición. Suena a ya leído no menos de un par de veces. Suena a falta de ideas, o de argumentos; suena a monotema y a runrún de la maquinita de fabricar libros en serie. Suena, también, a exceso de algo, de confianza, por ejemplo»



Distancia de rescate de Samanta Schweblin

De esta no tengo avance. Muy recomendada novela de escritora desconocida. Joven escritora desconocida. Joven argentina escritora desconocida. Miedísimo, en principio. Pero no, muy bien. O sea, bastante bien. Pelín estirada por el centro, la historia es el sinvivir de no saber nunca qué demonios está pasando. Cuando nos vamos enterando, al poco de empezar, la novela ya está a punto de acabar. Es así de cortita. En la novela, que ya destriparé cuando corresponda, hay un mujer y otra mujer y unos niños que dan más miedo que Hacienda, que tienes uno de esos y como poco lo matas. Lo dicho. Ya hablaremos.



Un minuto antes de la oscuridad de Ismael Martínez Biurrun

Otra novela por reseñar. Se me acumula el chollo. Esto va del fin de mundo. Más o menos. En las ciudades todo va a peor. En las urbanizaciones de la periferia, también. Unos tipos vestidos con camisas hawaianas tiene a tutto il mondo acojonado de tan violentos y secuestradores. Esto se traduce en drama humano de seres corrientes defendiendo aldea. Es mucho resumir, esto, y otro tanto interpretar, pero ya entraremos en detalle. Pronto, espero, no se me vaya a olvidar. 



La silla de David Jasso

Descubro hace poco, por casualidad, que David Jasso, de profesión desconocido en mi barrio, va a sacar libro nada menos que en el sello Insomnia de Valdemar. Busco inmediatamente cosillas de este señor (con perdón) por la red y encuentro o me encuentran La silla, que es una novela que tiene una portada que miedo lo que se dice miedo no provoca, si acaso una arcada. Lo edita uno que se ve no ha leído la novela, porque la puta silla no es de madera. A mí estas cosas me joden mucho porque uno se fía de la portada, ve una silla de madera, como las que tiene en el trastero y se la compra, claro, pero luego se encuentra que nada que ver que la silla ni madera ni nada. No soporto esas cosas. ¿Costaba mucho sacarle una foto a otra silla, por el amor de Dios? Si total para perpetrar ese desastre de fotomontaje. Respecto a la novela… bueno, se me ha hecho tarde. Ya les contaré.



Cenital de Emilio Bueso

Lo que más me gusta de Cenital es el estado de tensión permanente en el que mantiene al pobre lector: la tensión de pasarte toda la puta novela esperando que ocurra algo. Bueso inaugura el género de ciencia aflicción pasivo-agresiva. Uno sabe que los acontecimientos, terribles ellos, irán a peor pese a que en la novela no acabe de verse movimiento alguno. ¿Dónde está el truco, entonces? ¿Por qué no se muere uno de aburrimiento? Yo se lo explico. Pero no ahora. En la reseña, mejor. Denme unos días.



* * * * * * 



Cuando escribo estas líneas tengo entre manos dos novelas y una colección de relatos. A saber:

* La suma de los ceros, de Eduardo Rabasa, (pepitas de calabaza) una sátira política francamente divertida. Pese a no haber leído más que cincuenta páginas, está resultando una de las sorpresas del año. Crucen los dedos, yo lo hago.

* El protegido de Pablo Aranda (Malpaso), es una novela policíaca (prometen) adictiva. Ya veremos. Le ha costado un poco arrancar, pero ahora parece que mejora. No hay como que pasen cosas.

* Pruebas de lo equivocados que estamos siempre de Miguel Guerrero (Ediciones del hombre cohete) un libro del que apenas he leído tres microrrelatos y sobre el que todavía no tengo opinión. Mi sentido arácnido tampoco dice nada.

 


FIN.


(Miento. Había un anexo, pero se me ha hecho tarde y el anexo largo y casi mejor lo dejamos para otro día y así lo dedicamos a hablar de novedades y cosas que están por venir).