jueves, 27 de agosto de 2015

‘Giles, el niño-cabra’ de John Barth

«El lector debe comenzar este libro haciendo un acto de fe y terminarlo haciendo un acto de caridad. Le rogamos que confíe en la sinceridad y la veracidad de este prefacio y declaramos, como retribución, que tiene derecho a mostrarse escéptico con respecto a todo lo que sigue».

He agotado las excusas para no escribir esta reseña y tras varias semanas de dura o directamente titánica lucha interna debo rendirme a la evidencia: ni sé por dónde empezar, ni sé qué decir, ni tengo la menor idea de cómo llevar esto a buen puerto. Giles, el niño-cabra es, para que nos entendamos, un algo inabarcable que uno aspira a comprender pero que en el fondo sabe demasiado genial para hacer nada más que disfrutar del viaje que propone y supone: una experiencia que ni las mejores y más alucinógenas drogas pueden igualar, no digamos ya superar. Y con efectos secundarios. 

Pero tal vez debería empezar disculpándome (seguramente sí) por algo que les dije hace tiempo, y no una ni dos ni tres… sino puede que hasta seis veces. Puede que seiscientas. Si lo pienso no recuerdo haber hecho otra cosa que repetir una y otra y otra vez la misma cantinela. ¿Qué cantinela? Esta cantinela:

Les recomendé a John Barth y les recomendé a William Gaddis. Y lo hice con un entusiasmo que rozaba lo enfermizo. Les dije: lean a Barth, lean a Gaddis; les dije “putos genios”, “obras geniales”, “obras maestras”… ¿Qué sé yo? Lo que se me iba ocurriendo. Quería convencerles. Qué quieren, uno tiene sus altares y tampoco es que ustedes pongan mucho de su parte. Casi la tengo con Cátedra (y con algún alarmista más) por culpa de Barth, con lo educado que yo he sido siempre, cuando, toda vez que se negaban a reeditarla, llegué al extremo de defender la piratería como única solución (solución, dicho sea de paso, que entonces no existía) o, si lo prefieren, como el único modo de leer aquel Plantador de tabaco que tantas alegrías nos dio. Les dio. Les hubiera dado caso de haberlo leído. Espabilen, por el amor de Dios.

A lo que iba: hoy vengo a desdecirme. 

Miren: no lean a Barth; no lean a Gaddis. Total para qué. Total para acabar comparándolos con todo cuanto libro acabe en sus manos. Doy fe. Oh, esto no es Gaddis, dirán. Oh, dónde está Barth, dónde sus ecos. Oh, oh, oh. Y lágrima fácil tras lágrima fácil. Se ponen los listones por las nubes y luego no hay Dios que los baje, que tiene que uno arrastrarse por tolstois o similares para no cortarse las venas. Porque una vez descubiertos, Barth, Gaddis, una vez descubiertos ya nunca es lo mismo, saben. Ya nunca más JR, ya nunca más Ebenezer. Ya nunca más yo. Ya nunca más tú. 

Me puedo equivocar, pero sería la primera vez.

Porque, ya entrando en materia y centrándonos en el caso que nos ocupa, estamos hablando de una novela DIFERENTE (las mayúsculas son mías). Eso de entrada. No la promesa, no la posibilidad remota, de una novela diferente sino la certeza, el hecho consumando, de estar frente a una novela diferente. Y este tipo de novelas suponen siempre un problema: no sabemos hablar de ellas, no podemos vivir sin ellas, no tenemos valor para comentarlas, no digamos ya entenderlas, valorarlas, hacerles justicia. Las enfrentamos (especialmente cuando, como es el caso, superan holgadamente las mil páginas, las novelas, más que ser leídas, son enfrentadas) como enfrentamos una escalada (los que escalan, sabrán de qué hablo; los que no, hablamos de oídas); lo hacemos, además, sin pertrechos, cuerdas, sin un triste asidero. Alguno incluso con los ojos cerrados. Fue mi caso. Lamentablemente, la mayoría no lo hace; ni con cuerdas ni sin cuerdas. Miro las estanterías; las librerías; las bibliotecas; los escaparates de las bibliotecas, de las librerías; los muros de Facebook (mis propias estanterías, mi propio muro) y siento un asco que roza el vómito: elogios desmedidos a libros que no aportan nada, que se escriben para satisfacer un ego, para cuatro lectores, novelas inofensivas, literatura desactivada. Basura. Yo lo sé y ustedes lo saben. Ba-su-ra. Y el Barth, muerto de risa en un cajón. Porque, claro, pesa mucho o porque tiene muchas páginas o porque quién es Barth o porque es demasiado viejo pero no lo bastante antiguo. Excusas, excusas. Mucho mejor, claro, leer a Zutanito, que por lo menos él interactúa en twitter. Bah. ¡Suspendidos todos!

«¡Suspendidos, suspendidos, suspendidos! Miro a mi alrededor y por todas partes veo suspensos. Viejos moralistas, jóvenes lameculos, escritores sin éxito; viejas glorias, jóvenes promesas, negados absolutos; artistas suspendidos, editores suspendidos, académicos y críticos suspendidos; esposos, padres, amantes suspendidos; mentes suspendidas, cuerpos suspendidos, corazones y almas suspendidos. ¡Ninguno de nosotros ha aprobado, todos hemos suspendido!»

Pero bien, es lo que hay. 

Recibí emocionado (loco de emoción, sería más correcto) esta novela de Barth de la que no sabía nada. Nada. Es decir, NA-DA. Pero era Barth. BARTH. Es decir, B-A-R-R-R-R-T-H. ¡El padre del plantador! Ya sólo con eso... PRIMER ERROR: Giles no es Ebenezer. Más quisiera Giles. Con todo: más quisieran los demás. No todos opinarán igual: otros dirán: ya quisiera Ebenezer, pero tampoco nos vamos a zurrar por un debate condenado a terminar no sé si en tablas o en un tablao. Chiste fácil.

Al lío.

Giles es la historia de un viaje (interior, también, si quieren, que sé que les gustan) en el que un hombre, un hombre-cabra debe abandonar su hogar y a sus padres (tanto uno como otros suelen ser adoptivos), el mundo luminoso y conocido de la realidad consciente y todo lo que constituye su identidad; debe atravesar el territorio crepuscular de las formas oníricas y las categorías porosas, apoyándose en ciertos guías y ayudantes, y empleando sus intuiciones, trucos y secretos, debe enfrentarse a acertijos y pruebas de iniciación y a las monstruosidades ficticias (pero no irreales) del inconsciente; debe conseguir, al final, a la princesa o el elixir: un conocimiento sin mediador, óntico, en el oscuro, inconsciente e innominado centro de las cosas, en su fondo».

No se corran todavía, aún hay más. 

Sitúense: El mundo como un inmenso tablero de juego y una alegoría de aquellos cincuenta, de aquellos sesenta: el mundo como una universidad: profesores, alumnos, batallas campales, guerras disciplinares, acuerdos de paz, aprobados o suspendidos… Campus del Este vs Campus Occidental. Primera Revuelta Intercampus. Segunda Revuelta Intercampus, un tendido eléctrico… Y, presidiendo, el ORDACO, terrible ORRDACO: 

«—¡Oh, Bill, el ORRDACO ese! —me dijo entonces con gran emoción—. ¡Menuda crriaturra! Yo no lo constrruí; no lo constrruyó nadie: es tan antiguo como la mente, y bien se podrría decirr que se constrruyó a sí mismo. Su fuerrza es la misma que mantiene el campus en marrcha, no te lo voy a explicarr ahorra, perro eso es lo que es. Y la fuerrza que prroporrciona... eh, Bill, es la prrimerra enerrgía de la Univerrsidad: ¡la fuerrza de la mente, sin la que no podrríamos vivirr ni un minuto! Lo que te dice a ti que hay un tú, que es diferrente de mí, y lo que separra las cabrras de las ovejas... Como el calorr de la vida, que significa que no estamos muerrtos sino que nuestrra prropia casa es su combustible, y nos quemamos a nosotrros mismos parra mantenerrla caliente... ¡Ay, ay, Bill!»

Esto es, Guerra Fría al canto, con todos sus detallitos: que si el recuerdo de holocaustos pasados, que si cazas de brujas…

«En todas partes, los estudiantes más reflexivos temían que cualquier tontería, imprudencia o descuido pudiera provocar la Tercera Revuelta Intercampus, que sin duda supondría el fin de la estudiantía; pero cualquiera que protestara era llamado «aprendiz de condiscípulo» o «pedagogo de banderín progre». Las «cazas de magos» sindicalistas estudiantiles llegaron a ser uno de los principales deportes intramurales; ningún liberal estaba a salvo de él».

No quiero desanimarles pero tampoco engañarles ni arrastrarles por este entusiasmo mío. La cosa tiene su miga. Mucha miga. Pero mucha. Levantas una piedra, miga; el paquete de tabaco, miga; la suela del zapato, miga. Esto hay que masticarlo bien, que si no se hace bola y no baja. Parece un chiste pero no lo es. Si van a leerlo (digan: sí, vamos a leerlo y créanselo): prudencia. No corran. Hagan paraditas para mear. Beban. Hidrátense. 

Pero les estaba contando.

Giles, hijo del ORDACO y una mujer llamada Virginia (Virginia, lo pillán), es abandonado en el establo para cabras de la universidad universal y criado y educado en la caprinidad mas absoluta por un viejo profesor retirado llamado Max. Un buen día Giles descubre que no es cabra sino humano y se convence de que su des(a)tino es convertirse en el Gran Maestro del Campus Occidental, ergo está «destinado a rescatar a la estudiantía de la tiranía de su propio invento». Dice Giles: «mi tarea, tal como yo la concebía, no era aprobar o suspender a nadie, sino indicar el camino hacia las Puertas de la Graduación, que yo mismo debía descubrir antes de poder guiar a otros hacia allí».

Grosso modo. (Me niego a resumir mil páginas. Podría ahogarles en citas pero me odiarían y bastante se nos está yendo de madre, ya, esto).

Total que Giles se echa a la calle a vivir mil aventuras en mesiánica actitud. Le acompañará Max, que actuará como una suerte de Virgilio (ya no sabe uno si agarrase al Quijote, a la Eneida o al Ulises para acabar de entender la obra o si es mejor soltarse y dejar que sea lo que dios quiera en este totum revolutum de referencias de todo menos veladas) iluminando el camino. La decisión es todo lo firme que puede ser una decisión de este tipo. Giles lo sabe. Cuenta, también, con que el amor, eterna piedra en el camino, pueda desbaratarlo todo. 

«No hacían falta ni troles ni dragones para aniquilarme. Bastaba con contratar a alguna chica que hubiera ido a un colegio mixto para que se levantara el vestido y por ese exiguo beneficio yo sería capaz de estropear cualquier relación decente que hubiera establecido con mis compañeros; podría abusar, atacar, matar; podían tener la certeza de que no sólo renunciaría a mi lamentable existencia sino también a la pretensión de ser un Gran Maestro y a la misión que creía que se me había encomendado. Toda la estudiantía podía languidecer sin graduarse, incluso coMErse viva a sí misma, sin que yo ni por un momento me planteara dejar de lado mi salacidad por una cuestión de principios».

Pues este… despropósito, este… loco y delirante viaje es Giles, el niño-cabra. En él encontrarán todo lo que necesitan y mucho más de lo que esperaban (zonas rocosas, también, y espesos bosques y campos de amapolas). Encontrarán humanos, moisianos, sigfridistas, nikolayanos, caprinidades para aburrir, cantos de sirena, holocaustos, inteligencias artificiosas, batallas campales, cazas de brujas, monstruosos frankensteins, mesías hasta en la sopa, falsos profetas, vírgenes, putas, volcanes en erupción, sexo para aburrir al más sátiro… Y humor, eso sí, sobre todo eso: toneladas de humor. Quintales de felicidad.

«Ella siguió siendo ella; yo seguí siendo yo. Se abría ante nosotros todo un campus de posibilidades, y dormitamos y jugamos dulcemente, y nos satisficimos. No todos los días pueden ser el Día de la Graduación. De almorzar, como de desayunar, nos abstuvimos».

Giles, el niño cabra, y ya voy terminando, es una novela que se sumerge en el absurdo sin caer en el ridículo, que pone en evidencia la condición humana, que nos recuerda página sí, página también, que no podemos ser más tontos ni queriendo. Que acabamos de llegar, que somos jóvenes, que tenemos tanto que aprender, tanto que estudiar, tanto que aprobar. Una novela asquerosamente lúcida y, sí, a ratos agotadora e irritante pero estimulante y salvajemente divertida como terapia frente a tanta novela tonta, breve, complaciente y demoledoramente aburrida.

Combatan el tedio. Refúgiense en Barth.

¿Lo digo? Lo digo: Giles es una obra GENIAL.

Y ustedes se la están perdiendo. 









("Giles, el niño-cabra" de John Barth. Sexto Piso. 2015. Sé de uno, de apellido Peyrou y profesión traductor, que se ha vuelto a ganar el cielo. ¡99 vírgenes para él!)


lunes, 24 de agosto de 2015

‘Y pese a todo…’ de Juan de Dios Garduño

No leo Y pese a todo… esperando encontrarme la octava maravilla. Lo leo, supongo que como tantos otros, porque no soy inmune a la salvaje promoción que se está haciendo de la adaptación cinematográfica (Extintion). Pero sobre todo lo leo porque me cuesta creer que algo tan, en apariencia, mediocre (prejuicio mediante), pueda ser bueno como se promete por ahí, que parece que se esté renovando el género cada semana. 

Lo leo, también, porque me gusta darme la razón aplicando la ley del mínimo esfuerzo. 

Antecedentes del hecho: el acercamiento al género que estoy llevando a cabo este verano me pone en contacto con este nombre: Garduño. Lo escucho, sin prestar especial atención, aquí y allá, no sabría decir dónde. Suena como ejemplo cuasiperfecto de algo que tiene que ver con la calidad (ahí es nada) y la suerte; esto es: el éxito. Aquello sonaba a joven promesa. Sonaba a trabajo para un tongoy. Visualicen: verano, mediados de agosto. Yo. Leo un capítulo. Dos. Tres. Cuatro. Se me posa una mosca cojonera en la oreja. Voy a Goodreads y me encuentro a un par de escritores regalando sendos notables altos a… esto. No salgo de mi asombro. Serán amigos, pienso, novios, amantes; será un pacto entre caballeros o esa suerte de corporativismo gremial, pacto no escrito entre escritores. Qué será, será.

Respecto a la novela: la cosa va del fin del mundo, al menos tal como lo conocemos. La Tercera Guerra Mundial ha terminado y el planeta es un caos. Se ha soltado demasiada mierda al aire y se ha jugado en exceso a ser dios lo que ha dado como resultado que ahora una plaga de humanoides (que no son otra cosa que zombies listos y fuertes y feos como pecados), restos de la experimentación biológica en armamento ofensivo, anda por ahí comiéndose los mocos de los pocos humanos que quedan. De esto nos enteramos porque hay dos vecinos varones que son acosados por estas cosas feas y apestosas. Los vecinos se odian por una razón a la que Garduño dedicará media novela y que tiene que ver con el amoooor, amor, amor. Preciosísimo. Muy tierno.

«—Hace mucho que dejamos de recibir información del exterior y las últimas noticias eran pesimistas. Bueno, decir pesimistas es usar un eufemismo demasiado generoso, y tú lo sabes, polaco. Las últimas noticias eran que el mundo se acababa, que los virus y criaturas que habíamos soltado por el planeta habían sido nuestra condena».

Uno de esos vecinitos (vecinitos tipo macho ibérico: «Los dos aguantaron las lágrimas como valientes, pero nunca olvidarían aquello» o «¡Levanta, joder, seca esas lágrimas que no son de hombre y haz lo que tienes que hacer!» y tal) tiene una hija —repito, una hija—. El otro está muy solo, bebe mucho y tiene un perro más fiel que un pokemon. Los dos (tres, si contamos al perro, cuatro si contamos a la niña) hacen tensas incursiones en la ciudad en busca de provisiones —que es un recurso argumental que no se ve casi nunca— y los dos pasan las horas protegiendo su hogar de posibles futuros ataques. 

Hasta aquí, lo de siempre, lo mil veces visto. A partir de aquí, también.

Quiero decir que en una novela en la que unos zombies (vamos a llamarlos zombies, total qué más da, si al final es lo que son) acosan a un grupo de humanos solo puede acabar en restos de carne desperdigados. Tiros habrá muchos, será por pistolas. Lo dicho: lo de siempre. Pero eso no es malo, al fin y al cabo es lo que queremos: más de lo mismo, pero lo mismo que nos gusta (no tenemos más que echar mano de las 10 temporadas de House o las 26 de Doctor Who para ver lo muy animales de costumbres que somos). Lo que no acabo de entender es que una novela con un estilo tan pobre y tan cargado de tópicos y frases sacadas de una novela de serie Z, haya pasado el filtro de calidad mínimo exigible para verse en la calle en formato papel y no condenada al infierno de la autoedición cutresalchichera de Amazon. No exagero, créanme, la novela es de una pobreza insultante. Sirva como ejemplo que para referirse a las malas bestias, el buen Dios (Juan de Dios) abusa de los malolientes, podridos, pútridos, putrefactos, fétidos y hediondos como único recurso para buscar el desagrado.  

Y tendrían que ver lo que hace con unas pocas lágrimas. POESÍA, hace, el poeta Garduño:

   «Dos lágrimas cabalgaron por sus mejillas y una sonrisa se dibujó en sus labios».
   «Imaginaba esto en los días en los que se sentía más solo. Y una lágrima traicionera y tibia surcaba las incipientes arrugas de su rostro».
   «Pero no lo hizo: el pozo de lágrimas se había secado».
   «De vez en cuando notaba su cara húmeda y más fría debido al llanto, pero no era consciente de estar llorando. Simplemente las lágrimas estaban ahí y a veces tardaban en dejar de estar ahí».
   «Le enterró el mismo día en que murió, con la tormenta aún llorando lágrimas heladas».

Y las que me dejo, morena. Pero de todas, mi favorita es esta:

   «Un Peter adulto, con una pala en la mano y mirando hacia la propiedad de su antiguo amigo no pudo detener una lágrima fugitiva que escapó de su penal.
   ―¿Por qué me fallasteis? ―dijo con voz trémula―, ¿por qué? »

Eso digo yo: por qué. Por qué.

Y es que los diálogos no pueden ser peores (no sabría con qué ejemplo quedarme de los 1.578), ni el desarrollo de personajes más pobre. El exceso de clichés es alarmante: desde hombres sumidos en profundidades insondables, pasando por los moralistas o los héroes espontáneos o los que tienen cuenta en el infierno (que es una cosa que no se veía desde los años más felices de Charles Bronson) no hay página que se salve, pero lo realmente perturbador son todos esos momentos (los demasiados momentos) en que Garduño se ve atacado por ese inexplicable lirismo que comentamos antes, que no sabe uno si busca hacer reír o llorar o si es que escribe con los pies.

   «Lo intentó; quería hacerle daño como fuese, romperle los dedos quizá. Pero la fuerza le abandonó y se sumió totalmente en la profundidad de su ser, creyendo, en un atisbo de racionalidad, que aquello era su muerte. Que el telón de sus ojos se echaba para no representar ninguna función más».
   «Él debía hacer algo, tenía que salvar a Patrick. Era su deber como ser humano».
   «No pensaba rendirse, lucharía. Por Ketty, por Peter, por Helen, por Doggy y por sí mismo».
   «Creo que estamos jodidos, polaco ―dijo sacando munición de sus bolsillos y recargando las pistolas».
   «Ah, y que te den cerveza, que no se les olvide... No me mires con esa cara. Si Dios te dice algo, dile que la pides en nombre de Patrick Sthendall. ―Pareció recapacitar un poco y añadió―: Mejor no, te mandará al infierno, aunque allí tengo cuenta abierta. Bueno, tú sabrás».

Cosas como esta no lo escriben ni los de la ESO:

   «Le temblaba todo el cuerpo. Nunca había sido un valiente ―aunque tampoco un cobarde―».
   «En otra ocasión volvió a abrir el mismo ojo (el otro no podía)».

Im-per-do-na-ble. 

Todo el que haya participado de las correcciones, todo el que haya ido por ahí repartiendo consejos, todo el que haya alentado, promovido o dado su bendición a esta novela tiene sobre su cabeza, desde este mismo instante, el Enorme Dedo De Neón de la Sospecha que es una cosa que se ilumina cuando dices Me Gusta y de la que no te vas a librar así como así, pollo.

Me dejo muchas cosas en el tintero; me dejo, por ejemplo, una reflexión en torno al círculo no se sé si vicioso o concéntrico en el que está entrando la literatura de género en este país, un círculo en el que todo son zombies o cosas que parecen zombies o mundos que llegan o amenazan con llegar a su fin o huerfanitos que lo pasan fatal. Cuánto daño está haciendo Walking Dead a la literatura…

Y termino.

No puedo entender que esta novela figure entre lo mejor de la temporada equis como no puedo entender el vergonzoso nivel de exigencia que demuestran los escritores de este país (porque de ciertos lectores ya no espera uno NADA) cuando tienen o quieren valorar a colegas de afición o profesión. Es una cuestión de dignidad. Y es una cuestión de respeto. Y no hay necesidad de perder ni lo uno ni lo otro. Y mucho menos por semejante engendro.




lunes, 17 de agosto de 2015

‘Pronto será de noche’ de Jesús Cañadas

Estamos en lo de siempre: la novela de género y el inconveniente de hablar del argumento entrando en detalle sin desvelar lo importante, que viene siendo, casi siempre, casi todo. Me disculpen si se me escapa alguna inconveniencia.

La novela de hoy está plagada de grises. No diré que no me ha gustado. Tampoco diré que sí. A ratos entretenida, a ratos pesada, se lee con interés, digamos, creciente hasta que nos damos de bruces con un final por un lado esperado (correcto, incluso) y por otro terrible, que de puro malo baja la nota a un conjunto que ya no estaba para mucha fiesta.

Mi pulgar hoy está indeciso, pero pesa tanto mi pulgar y disfruta tanto vaciando la cuenca de tus ojos…

* * * * *

Argumento: estamos en un atasco fenomenal, pero fenomenal de tardar infinitas horas en cambiar de bache. Fenomenal de saber que cada pausa da para ver Galáctica enterita. Es decir, la madre de todos los atascos. Para el lector el motivo es desconocido (ya saben, el clásico recurso de no contar qué demonios ocurre; ser el único que no se entera, saber qué come cada hormiga pero ignorar el origen problema). Da igual: yo se lo cuento: el mundo se acaba. O eso parece. Sí amiguitos, sin medias tintas: el fin de mundo cabalga en nuestra misma dirección y henos aquí sufridos ciudadanos huyendo despavoridos y metidos en un vulgar atasco. Y lo que es peor: sin la iniciativa de buscar otra afición que follar a escondidas.

La acción se centra un reducido grupo de tres mujeres y cinco hombres, casi seis, casi siete, de ese atasco. El resto de la humanidad es, durante mucho tiempo, mero atrezzo, puro cartón piedra. Y esto no es fácil de tragar, pero tragamos. Será por tragar.

Pero, claro, resulta que el puto libro tiene 256 páginas. Es decir, tiene que pasar algo más que las horas si no queremos acabar como una película de Terrence Malick. Y pasa esto: hay un asesino entre ellos. Digan: Ohh. Y un policía que parece el protagonista de The Walking Dead (en realidad toda la novela es heredera de esa serie). Digan: Ohhhhh. Y una preñada, que da mucha cosa. Y un taxista, que da mucho asco. Y un escritor, que da mucha pena. Y una que es muy buena, y otra muy pirada, y un drogadicto y uno más listo que el hambre. Y así todos. Cañadas, sabiendo que no es novelable un congreso de contables, se asegura una fauna variadita. 

Tópico: toda novela de terror ha de contar con, mínimo, un niño. Esto es de libro. Pero las miras del autor no son precisamente estrechas: si un niño funciona, él meterá un autobús. Más niños que en Toysrus en Navidad. Con un par. Y no contento con eso los dejará sin papis, y no contento con eso los dejará a cargo de una infeliz. Y no contento con eso los dejará sin agua, sin comida, sin una triste manta y sin películas Disney. Así de mal nos lo quiere hacer pasar. 

Pero no.

Con los niños pasa como con el resto de la población: están pero no están; padecen pero no se sienten. Cumplirán una función, los sabemos, pero hasta entonces, por favor, NO MOLESTEN. Y no, no molestan. Y es tan molesta esta falta de molestia… Da la impresión de que se ha elegido un escenario demasiado complicado, que no apetece afrontar según qué cosas, que no interesa demorar la acción con personajes secundarios. Queremos algo rápido, cortito; ¡creemos en los concentrados de fruta! Y eso se paga. Se paga porque cuando ocurra algo (si ocurre) maldito si nos importará un carajo. 

A esta novela le sobra gente y le sobra espacio y la falta acción, tensión (el viaje a una fábrica que podía, en el mejor sentido, volarle al lector la cabeza y que perfectamente daba por sí sólo para otra novela, acaba en anécdota y poco más) y se echa tanto de menos un clímax… Nadie espera un Apocalipsis modelo Stephen King, que de eso tenemos para aburrir, ni historias de amor cruzadas, pero algo más de desarrollo (y lo digo sin desmerecer el que hay), tanto de personajes como de acciones, se hubiese agradecido infinito.

Prometía, la novela, vaya que sí. Y, bueno, siendo honestos hay que decirlo: en parte, cumple. La premisa es fenomenal; la dosis de información, correcta; el arranque es puro Ballard (eso ya no habrá quien se lo quite) y el desarrollo está sembrado de buenos momentos (aunque ejecutados con precipitación). Uno debería aspirar a algo más que entretener a golpe de brevedad. Lo peor de todo es que ese momento Jessica Fletcher en el fin del mundo, esa secuencia Walking Dead sin cadáveres, ese malote en franca decadencia tantas veces visto, esa olla a presión con fugas o ese continuo aceptar pulpo como animal de compañía terminan por llenar el guión de agujeros que sólo un bajo nivel de exigencia o un alto grado de amistad pueden disimular. 


jueves, 13 de agosto de 2015

‘La guardia de Jonás’ de Jack Cady

Hoy, reseña breve, fugaz como un suspiro. 

La guardia de Jonás es el libro que abrió la colección Insomnia de Valdemar de la que ya hemos hablado aquí un par de veces (sin ir más lejos, hace tres días). Se trata, en palabras del propio editor, de un sello pensado para que «hablemos de literatura, hablemos un rato de literatura de terror y hablemos de literatura pura y dura, porque lo que usted va a encontrar aquí, por encima de marcas y géneros, es literatura, buena literatura, si hacemos bien nuestro trabajo».

Esto con pinta de spam es importante para la reseña. No lo parece, pero sí. No sabía yo cuánto, entonces. De hecho no lo supe de verdad hasta que terminé la novela. Y es importante porque quien vaya buscando en esta novela un relato de terror (y la portada, ventana al mundo donde las haya, es lo que sugiere) se va a llevar una buena sorpresa. Y lo digo por experiencia. Porque terror, lo que se dice terror, hay el justo y necesario para poder sacar el tema a colación y vender aunque no sea nada más que un par de ejemplares. En realidad, como dice el Jack Cady en la nota que incluye al comienzo del libro y que yo, craso error, no leí en su momento, «esta historia rinde tributo a las lanchas guardacostas Yankton y Legare, y a los hombres que navegaron en ellas».

Acabáramos, nostálgico y amoroso lobito de mar.

Jack Cady, a la sazón escritor y con una pinta de mariscador que mete miedo, tardó «veinticuatro años en adquirir la suficiente destreza y objetividad para narrar esta historia», que no es como si fuera el más rápido de la clase.
«Mi admiración por esos hombres olvidados que salvan vidas en el mar era tan grande que la emoción bloqueó mis primeras tentativas». 
Ah, el eterno problema de la hipersensibilidad a flor de piel. Ni que decir tiene que lo narrado en esta novela se basa en experiencias vividas en primera persona durante sus años como guardacostas y que todos, todos, todos los hombres, todos los guardacostas son, cómo no, héroes, como los bomberos, los policías, los marines y los programadores de Windows Phone.

El caso es que la novela, que uno creía que iría de un puñado de machotes cagaditos de miedo en medio del mar por culpa de alguna chusca aparición, resulta que trata sobre ejercicio o práctica de la salvación con fantasma de fondo. Molesto fantasma al que las labores del día a día impiden hacerle mucho caso y que acaba en desperdicio ectoplasmático. Ser fantasma en los cincuenta.

Por aquello de no darle demasiadas vueltas, La guardia de Jonas es algo tan sencillo como, citando al autor «…un ejercicio de pura y simple memoria». Y ya está. Así de simple. Si les va el rollito guardacostas, fenómeno; si son ustedes de aplaudir en el cine las hazañas de los héroes de Michael Bay, fenómeno también, pues esta es su novela. O podría serlo. Ahora, como sean ustedes amantes de lo gótico, fantasmal o simplemente inquietante, como busquen espectros en los que refugiar sus miedos durante un par de horas, ya les digo que la llevan clara, clarita, clara. 



lunes, 10 de agosto de 2015

‘El hijo de la bestia (y otros relatos de terror y sexo extravagante)’ de Graham Masterton

La cosa va de follar. Pero no... gratuitamente, digamos. ¿Saben la del fontanero que llega a una casa…? Bueno, pues NO, así no. Se trata de que el sexo, aún dentro del aquí te pillo aquí te mato, tenga alguna razón de ser, maldita sea, que al lector de Philiph Roth le gusta el porno con argumento. Digo: o hay motivo, o no hay roce. Y otra cosa no, pero roces hay unos cuantos. Y excusas, por ahí. Ahora bien, hay que cogerlas con cariño, la excusas, los motivos, o tampoco.

Algunos ejemplos (de este recopilatorio de relatos) para que se sepan por donde irán los tiros:

En El mecánico grasiento, por ejemplo, un hombre llega a un taller en el que la señorita mecánica —que, como en todos los relatos de este libro, estará de morirte de buena— además de saber de coches gusta de follar con perfectos desconocidos. Él, por ejemplo. Nuestro protagonista no tardará en sentir el famoso palpitar en la entrepierna. De ahí al cielo. O al infierno, más bien, viendo lo que se le viene encima: cosas que hacen que al final el follar sea casi lo de menos. Este es relato perfecto para aquellos aficionados al mundo del motor que compran tres o cuatro revistas mensuales de coches, que los hay. Bien mirado también podría ser el relato perfecto para aquellos que compran cuatro revistas de literatura mensuales. Que también los hay. 

Esto a modo de presentación (es el primer relato). Y muy bien, oye. Inesperado, si uno no está a lo que hay que estar y no se ha fijado en la portada ni ha leído la contra. Y divertido, también.

Hay otros. De hecho este no es de los mejores ni remotamente, no sé a qué ha venido dedicarle tanto espacio-tiempo, honestamente, pero ya esta reseña va como va.

Si hemos de buscar puntos en común (y ya les digo que sí, que hemos de buscarlos o de lo contrario corremos el riesgo de llevar una decepción) nos encontramos que algunos (muchos) de estos cuentitos guarros fueron publicados por primera vez en revistas llamadas The Hot Blood Series, Hottest Blood, Hot Blood, Hotter Blood... Y así. Todo muy Blood y muy Hot, lo cual ya puede dar un poco una idea de lo que nos vamos a encontrar: ingentes cantidades sangre, sudor, lágrimas y, claro, semen. 

Bueno, y ya, que tampoco me voy a tirar una hora escribiendo.

Otros relatos tratan estos temas: fantasmas que habitan camas, se ocultan bajo las sabanas y toman posesión de aquello que cae en sus tierras; una mujer, una espía algo falta de cariño que pasa por un mal momento, un momento horrible; un escarabajo que provoca unos orgasmos demasiado fenomenales; un mundo de espejos y los inconvenientes de hacérselo con cristales; una mujer a la que se le va un poco la manos a la hora de querer ser un objeto de deseo; un prostíbulo de clausura que guarda un secreto largos, larguísimos años, guardado; un libro de recetas muy especial; una mujer seducida, un seductor y una ceguera permanente; un amante invisible y silencioso y una ilimitada fuente de placer; un amor tan, tan grande que lleva al extremo de lo posible aquello de ser uña y carne. 

Seguro que me olvido de alguno (para empezar del que da nombre al libro), pero escribo esta reseña sin el libro a mano y dos, tres o cuatro meses después de haberlo leído (y la publico más de un año después de haberla escrito). Si lo piensan detenidamente esto, pese a su nulo interés, tiene un mérito enorme. 

Termino con una advertencia: los relatos contenidos en este recopilatorio no son agradables. Hay, en todos ellos, además del componente fantástico, algo más en común que la sangre y la violencia y esas cosas tan cinematográficas: la búsqueda constante de la náusea. La ajena. La suya, querido lector. La putada no es que, de vez en cuando, lo consiga, sino que en el fondo eso es exactamente lo que nos gusta, lo que buscamos y lo que, no sé si para bien o para mal, encontramos.



martes, 4 de agosto de 2015

Una aproximación al #librodelverano (de la mano de Laura Fernández)


— Defina PERIODISMO CULTURAL.
— Periodismo Cultural es Laura Fernández.
— Joven, es usted brillante. Ahora, déjeme el lápiz en el culo y siga chupando.
(De las notas de cama de un becario y su examinador)


Descubro la existencia de La chica del tren de Paula Hawkins en el suplemento de El Cultural del 31 de julio. La reseña, firmada por Laura Fernández y pese a hablar de betsellerismo puro (con todas las connotaciones negativas que esto tiene y que ella asume y da por bueas) plantea paralelismos con la obra de Alfred Hitchcock y Patricia Highsmith, y uno, claro, pese a su natural desconfianza en el sistema, no puede evitar hacerse pequeñas inocentes infantiles ilusiones:

«Y es que pese a jugar en la liga del thriller adictivo, poderosamente adictivo (hasta el punto de que podría retarse a cualquiera que diera comienzo a la historia de Rachel Watson a que tratara de no acabarla y ese alguien perdería la apuesta), y evitar todo tipo de pirueta literaria (más allá de la profunda introspección que le permite la primera persona divida en tres: las tres mujeres de la historia, tan distintas y a la vez, tan parecidas), lo cierto es que sobre el éxito y la efectividad real de esta primera novela de Paula Hawkins (Zimbabwe, 1972), planea el genio del gran Alfred Hitchcock. Y no sólo el suyo. También planea el de Patricia Highsmith, y su perturbadora concepción del noir aún contemporáneo».

No contenta con esto, Laura, en un intento de demostrar que la calidad no necesariamente tiene de estar reñida con la producción industrial (porque el plumero, quiéralo ella o no, se le ve) insiste e insiste e insiste en que La chica del tren es, por encima de todo y pese a, UNA BUENA NOVELA porque Paula Hawkings, dice, lo ha hecho bien, pero bien, bien. Milagrosamente bien, de hecho.

«[…] lo cierto es que no hay duda de que Paula Hawkins ha sabido cruzar a Patricia Highsmith con Hitchcock y que lo ha hecho bien. Para todos los públicos y bien. Porque sí, La chica del tren es un bestseller pero también es una buena novela. Y eso es casi un milagro».

Y uno piensa: bueno, pues nada, ¡me lo compro!

Pero también: un momento, a ver si va a ser como aquello de Jöel Dicker y La verdad sobre el caso Harry Quebert, novela que, si no me falla la memoria, se vendió como la repanocha para total acabar siendo un bluff de antología. (Vaya por delante que nunca llegué a leerlo, por lo que hablo desde la más frágil memoria y el prejuicio más mezquino).

También Laura Fernández se ocupó, entonces, en 2013 y también desde El Cultural, de recordarnos que la novela de Dicker era mucho más que una novela («una novela que, por momentos, hace pensar en Truman Capote») y el buen señor mucho más que un escritor. ¡Y también ese verano andaba Hictchock por ahí haciendo de la suyas!

«Joël Dicker (Suiza, 1985), el joven que ha puesto el mundo patas arriba publicando un intenso, profundo, monumental thriller psicológico que lo mismo coquetea con el ambiente cerrado y asfixiante del Twin Peaks de David Lynch (y su galaxia de sospechosos) que con los personajes perturbados de Alfred Hitchcock».

Tampoco faltaron entonces los elogios desmedidos del último párrafo, ese invento del demonio para vagos, maleantes y gentes de poco leer. Dicker tuvo más suerte que Hawkins: mientras ella no pasaba de hacerlo bien, él era Napoleón batallador y lo suyo metaliteratura magistral:

«[…] el furor despertado por el jovencísimo Dicker y su magistral novela (novela que es también pura metaliteratura), […] es un furor real, porque estamos ante el gran thriller que todo el mundo esperaba desde el Millenium de Larsson, ante una voz napoleónica, que no escribe, boxea. En definitiva, ante una novela que no es una novela, es una batalla. Como todo gran libro que se precie».

Esto invita, como poco, a la sospecha (y a la certeza de que la historia siempre se repite). No dejaré nunca de preguntarme al servicio de qué área comercial o grupo editorial está realmente el periodismo cultural (representado, en esta ocasión, por Laura Fernández, desde ya nuestra particular Georgie Dann de las letras, pero en el que podemos encontrar más ejemplos que champiñones tiene el campo) porque al de los lectores, al menos los medianamente exigentes, seguro que no.

Las mamadas, al menos en este barrio, no acostumbran a ser gratis. Espero que Alfaguara y Planeta hayan sido generosos. Que no quede en nada tanto desprestigio.


lunes, 3 de agosto de 2015

Resumen de lecturas JULIO 2015

Por si no se habían dado cuenta, he estado de vacaciones. Y este año ha sido el primero de los últimos cinco en que han sido totales, esto es: no he escrito ni una coma y apenas he leído un libro. Las reseñas publicadas eran cosas que tenían ya sus meses; fondo de armario para emergencias. Respecto a las lecturas, mucho picoteo, nada serio: que si Jones (Owen), que si Zizek, que si tú, que si yo. Ficción, poca: Harper Lee y algo de Guillem López y algo de Jesús Cañadas y algo de Nobokov. El resto del tiempo se lo llevó la arena, las terrazas, las series de televisión… 

Al lío. Empezados y terminados, estos son los libros de julio resumidos en unos comentarios un tanto vagos, un tanto grises, un tanto desvaídos, resultado del tiempo transcurrido, que dónde va ya que los he leído y alguno incluso olvidado:



Los últimos días de Roger Lobus de Oscar Gual

Ya hemos hablado de él. Encontrarán fácilmente la reseña, un poco más abajo, como a principios de julio. Se supone que es una novela que tiene mucho que ver con la muerte o con acercarse a ella pero en el fondo no deja de ser un algo sin pies ni cabeza, una puerta al absurdo con la muerte como excusa: «Fuera de aquí, nada. Una inmensa broma, una novela a la medida de no sé quién, que pretende no sé qué, compuesto por un demasiado numeroso conjunto de variadas (e inconexas, la mayoría de las veces) historias que una vez terminado este tratado filosófico no dan la impresión de formar un todo indisoluble: Terroristas terminales («Enfermos Terminales & Anarquistas» (o ETA)); grupos de Rock alternativos; Kurt Cobain («un gilipollas que se pegó un escopetazo en la cara tras decir os jodo el invento y después me suicido, ahí os quedáis»); esa historia de robots de cartón; Bruce Lee (sí, Bruce Lee, se habla de Bruce Lee, así, porque sí, de su trayectoria y su filmografía); uno llamado Mondongo («La historia de José Francisco Mondongo es una historia de represalias, una historia acerca de la vida y la muerte, una historia de miedo y una historia de suerte y también una historia de mala suerte y, en cualquier caso, una historia increíble») o el mismísimo Roger Lobus («Conocemos a Roger Lobus, conocemos a Víbora, pero quizá sea el momento de conocer al anónimo Lubos Eldritch, a aquel Lubos Eldritch previo a Sierpe, antes de convertirse en criminal y en vendedor de seguros y en alcalde»), por poner sólo algunos ejemplos».



entre culebras y extraños de celso castro

En este blog nos hemos me he confesado muchas veces admirador (entre comillas) del estilo de celso castro. No será con esta novela que cambie de opinión. Sigo creyendo que castro es uno de los narradores más estimulantes de este país. La novela, divertida novela de hipocondría y amor, cuenta la historia de un joven a su manera muy especial (todos los personajes de castro son, a su manera, tan especiales y a la vez tan humanos, tan corrientes, tan molientes, tan deliciosamente insoportables) que se enamora perdidamente de una mujer. Así de sencillo. Así de complicado. Debería escribir reseña. Debería releer la novela. Debería, debería…



Los viernes en Enrico's de Don Carpenter

La sorpresa del mes. No había leído nada de Carpenter (Dura la lluvia que cae sigue siendo, tanto tiempo después, una cuenta eternamente pendiente) y sin embargo ya tiene aquí, en un servidor, un fan incondicional. Carpenter escribe como se tiene que escribir. La literatura es esto o debería serlo. Ojalá fuera esto. 

Novela sobre escritores, buenos, malos, regulares; sus parejas, sus miedos, sus egos. Seres odiosos, odiables, enfermos, reales; diríase incluso que humanos pese a su no sé si oficio o afición. Novela, en definitiva, sobre la necesidad, la adicción y la vanidad y todo sobre un fondo de mucha escritura y muy poca lectura, que es el sello del escritor mediocre.

Altamente recomendable.



Ve y pon un centinela de Harper Lee

Altamente desaconsejable. Hoy no perderemos mucho tiempo con esto ya que debería ser la siguiente reseña (claro que antes hay que escribirla). Continuación de MATAR A UN RUISEÑOR. Tanto que decir… Fundamentalmente decepcionante. Novela innecesaria, prescindible y oportunista. Correctamente escrita, cierto, pero sin alardes. No pasaría de ser una novela del montón (ya saben: mesa en El corte inglés: columna de novelas a 5,95 €) si no fuese por su condición de secuela; si no fuese por ese Atticus o por esa hija, ya ni sombra de lo que fueron; por ese sureño negro sobre blanco siempre tan efectivo atractivo.

Lo dicho. Ya hablaremos.



* * * * * 

Y así acabó este julio terrible y a la vez genial. Necesaria desconexión que me ha devuelto con las pilas cargadas al 120%. Afrontamos, pues, este final del verano con muchas y muy malas intenciones pero también con muchas ganas de leer y muchas ganas de gritar y de matar y hasta de morir. Y estos planes, también: 

A corto plazo:

Pronto será de noche, de Jesús Cañadas (lectura en curso); Challenger, de Guillem Lopez (lectura en curso); La comemadre, de Roque Larraquy; Zumbidos en la cabeza, de Drago Jancar; La facultad de las cosas inútiles, de Yuri Dombrovsi; Risa en la oscuridad, de Nabokov; Siete años, de Peter Stamm; Plataforma, de Houellebecq. Y alguno que me olvido, seguro.

Y más planes, pero allá, a lo lejos, en ese largo plazo que incluye septiembre y puede que octubre:

Pórtate bien, de Noha Cicero; Dogma, de Lars Iyer, Personae, de Sergio de la Pava; La gran novela americana, de Philip Roth; Nido de pesadillas, de Lis Tuttle; Cicatriz, de Sara Mesa; El límite inferior, de Nere Nasabe... y otros 268.

Y todo esto siendo perfectamente consciente de que debería estar ocupando el tiempo con Las Luminarias de Catton o con los Relatos completos de Stevenson o con El ángel que nos mira de Thomas Wolfe o con tantos otros mejores y más seguros, pero allá nosotros y nuestras contradicciones.