jueves, 29 de diciembre de 2016

“Patria” de Fernando Aramburu (una crítica parcial y cargada de prejuicios)

Dicen que es la novela del año. Y más cosas, dicen. Babelia, por ejemplo. Agárrense: «Patria es, sobre todo, una gran y meditada novela. Pero la tradición del género lleva incluida la virtud de explicar a sus contemporáneos algo del mundo que les ha tocado vivir, o que forma parte de su herencia: amalgamar evocación y análisis. Lo hicieron los Episodios nacionales, de Galdós, justo cuando hacía falta recordar y suturar discordias civiles, y lo hizo Guerra y paz, de Tolstói, cuando corría riesgo de olvido el origen de la Rusia moderna. Lo mismo están logrando ahora las novelas de Fernando Aramburu».

Han leído bien: han dicho TOLSTOI (y también Galdós, sí, pero aquí somos tirando a rusófilos) y lo han dicho para que nos quede claro que Patria es el equivalente español de Guerra y Paz y así, como quien no quiere la cosa, establezcamos una relación que nos quede grabada a fuego en la memoria de tal modo que cada vez que vayamos a El Corte Inglés y veamos un libro de Aramburu (y siempre y cuando hayamos sido lo bastante gilipollas como para creemos cualquier cosa que nos diga el indocumentado de turno), sabremos que estamos ante una obra que dentro de doscientos años será obligada lectura para entender esa parte de nuestra historia. Imagínense ahora lo que sería tener una primera edición. Creo sinceramente que si este va a ser el argumento, a partir de ahora los de Tusquets deberían ofrecer la opción de comprar los libros de Aramburu con vitrina, funda protectora y guantes de latex en boutiques tipo Nespreso, con su pompa y su trascendencia y su gafapastismo de pandereta.

Yo lo intenté. Juro por dios que lo intenté. Verdad es que lo hice sin ganas porque me apetecía menos que poco meterme entre pecho y espalda “una novela memorable sobre los 40 años de deriva fascista en Euskadi” (Babelia dixit, again) escrita por un señor que lleva más o menos ese tiempo viviendo en Alemania que por muy expertos que sean allí en derivas fascistas ya te pilla un poco de oídas.

Pues sesenta páginas. Eso es exactamente lo que aguanté sin vomitar.

Yo veía el libro, tan inmenso, y leía las críticas, tan elogiosas, y me imaginaba que aquello sería como subir al Tourmalet en bicicleta de marcha única con ruedines. Tampoco me interesaba el tema, tan monotemático, tan cercano, tan específico. Tan vasco. Es así: me dio dentera. Pero miren, quién dijo miedo, si prácticamente leí Escuela de Mandarines del tirón. De modo que ahí fuimos; con todo: mira mamá, sin manos. Y claro: hostiazo. Que parece mentira, también, viniendo de mí, ni que fuera nuevo en esto.

La novela — y más concretamente esas sesenta páginas (cantidad más que suficiente para hacerse una idea de qué va el tema y cómo va a ser a lo largo de las restantes quinientas, se pongan como se pongan los detractores de las lecturas a medias)— es de un simplismo atroz (pero ATROZ), sobre todo teniendo en cuenta que se vende precisamente como todo lo contrario. 

Ligereza, tu nombre es Patria. 

La premisa: dos mujeres van camino de enfrentarse a un duelo de fregonas en Villasangría por culpa de que una es una etarra madre de etarra y la otra es viuda de víctima del terrorismo, víctima a su vez, porque estas cosas han ido siempre un poco de la mano. En el pasado fueron amigas. Tomaban chocolate con churros. Esto puede parecer una tontería pero a Aramburu le sirve para justificar la profundidad de los sentimientos de ambas. A mí la cita (elegida, como siempre, con la peor de las intenciones) me viene especialmente bien para poner en evidencia el nivel.

«Bittori era más de tostadas con mermelada y descafeinado de máquina; Miren, de chocolate con churros. ¡Con lo que engordan! Le daba igual. ¿Se llevaban bien? Muy bien, íntimas. Un sábado iban las dos juntas a una cafetería de la Avenida, el siguiente a una churrería de la Parte Vieja. Siempre a San Sebastián. Decían San Sebastián como decían Donostia. No eran estrictas. ¿San Sebastián? Pues San Sebastián. ¿Donostia? Pues Donostia. Se arrancaban a conversar en euskera, pasaban al castellano, vuelta al euskera y así toda la tarde.
—¿Imaginas que nos hubiéramos metido monjas?
Y se reían. Sor Bittori, hermana Miren. En ese plan».

Te partes. 

Yo sé que la novela decimonónica, esa que gusta tanto a este blog, ha tenido ya su momento y que ahora es el tiempo de la televisión y sus malas artes por lo que todo lo que no sea acción tendrá que ser, necesariamente, detracción. A quién le interesa la prosa, verdad, ¡con lo que engorda! Pero una cosa es ser moderno o tener prisa y otra pasarte de frenada. Aramburu lo hace. Pasarse de listo, digo. Quiero pensar que ignoro la razón, pero no es así: Aramburu es un vago y probablemente sus lectores también. Lo único seguro es que su editor un perfecto inútil. 

No me creen. Ya me creerán. Aquí otro párrafo, ejemplo perfecto de lo que quiero explicar y que no es otra cosa que las razones que me mueven a dejar la novela a medio empezar, prácticamente ni eso:

«En el fondo, y que me perdone el Txato, la comprendo. Comprendo su transformación, aunque no la apruebo. Entre la merienda aquella en la cafetería de la Avenida y la siguiente en la churrería de la Parte Vieja, mi amiga Miren cambió. De repente era otra persona. En una palabra, había tomado partido por su hijo. No tengo la menor duda de que se fanatizó por instinto materno. En su lugar, quizá yo me habría comportado igual. ¿Cómo vas a darle la espalda a tu propio hijo aunque sepas que está cometiendo maldades? Hasta entonces, Miren no se había interesado lo más mínimo por la política».

De repente era otra persona”. De repente. Así, sin más, un día te levantas y como tu hijo tiene arrebatos fastizoides, probablemente fruto de malas compañías y yogures caducados, vas tú y también, qué coño, porque es tu hijo y es de Bilbao. Y ya gora eta hasta en la firma. Te fanatizas, madre, por instinto materno. Y te fanatizas con el rebelde, no con la pécora independiente ni con el buen estudiante, hijos también como aquel de pleno derecho, sino con el tunante, arrebatado y violento hijo de la gran puta. Cosas del instinto materno, supongo, que es caprichoso. No sé, Aramburu sabrá. Digo yo que se habrá documentado, a mí desde luego me faltan razones. Yo no comprendo su transformación. De repente no se es otra persona como de repente no se está en la China. Hay un proceso, un camino, y si quieres que yo te crea, si vamos a jugar a empatizar con el terrorista en esta novela de doble cara, mejor será que aportes algo más que argumentos de jardín de infancia y desde luego Cuando despertó su fascismo estaba allí no es de los mejores.

Si al bueno Aramburu no es capaz de meter en una novela sobre la deriva fascista de un país las razones por las que una madre deriva precisamente en esa dirección, a mí tampoco me cabe su novela en la maleta.

Y de repente ya no estoy leyendo LA MEJOR NOVELA DEL AÑO.



martes, 27 de diciembre de 2016

De Lo Mejor a Lo Peor de 2016 (otra puta lista de esas)

EL CIELO

Guerra y paz de Tolstoi (El Aleph, 2010)
Middlemarch de George Eliot (Alba, 2013)
Los hermanos Karamázov de Fiodor Dostoievski (Alba, 2013)
Cuentos completos de Joseph Conrad (Valdemar, 2016)
El hombre que ríe de Victor Hugo (Pre-textos, 2016)
Su pasatiempo favorito de William Gaddis (Sexto Piso, 2016)
La visita al maestro de Philip Roth (Seix Barral, 2005)
Padres e hijos de Ivan S. Turguenev (Alba, 2015)
Preparación para la próxima vida de Atticus Lish (Sexto Piso, 2016)
Caer de Eric Chevillard (Sexto Piso, 2016)

Siempre es fácil elegir las mejores novelas cuando esas mejores novelas son unas novelas inmensas que saltan a los ojos y no dejan ver más allá. Es el caso de Guerra y Paz, Middlemarch o Los hermanos Karamázov, que no pueden ser mejores ni queriendo y que han puesto el listón imposible a las demás.

También dentro de las novelas publicadas (que no escritas) en 2016 se puede encontrar uno cosa buena tipo los Cuentos completos de Joseph Conrad, un libro que debería ser de obligada lectura para todo aquel que tenga un mínimo de sentido común. Si buscan un regalo de reyes, deberían empezar por ahí y seguir, por ejemplo, con El hombre que ríe de Victor Hugo pese a que la edición de Pre-Textos es francamente incómoda. Como cada año desde hace tantos, no podía falta Gaddis, en este caso otra pequeña maravilla: Su pasatiempo favorito que desde hoy puede ser también el suyo. Preparación para la próxima vida y Caer merecen también ocupar un puesto de honor, la segunda por la deliciosa construcción de un entorno imposible y la primera por hacer legible una historia de amor hoy en día.

La visita al maestro me ha parecido mejor que la primera vez que la leí, hace ya algunos años y sólo por eso merece estar aquí. Padres e hijos es también una muy buena novela que vale más cuanto más nos adentramos en la obra de Turguénev (y comprobamos que es, con diferencia, su mejor obra).





EL PURGATORIO

El origen de Thomas Bernhard
Los papeles de Aspern de Henry James
El periodista deportivo de Richard Ford
Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez
Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy
Pureza de Jonathan Franzen

A las puertas del cielo se han quedado algunos libros y lo han hecho única y exclusivamente para satisfacer el capricho personal de confeccionar una lista de no más de diez títulos. A los incuestionables Berhard, James, Ford, McCarthy y Franzen se suma una desconocida Mariana Enriquez que ha escrito una de los pocos libros de relatos que he sido capaz de leer del tirón (he ahí su mérito).





EL INFIERNO

La tierra que pisamos de Jesús Carrasco
Farándula de Marta Sanz
Los insignes de David Pérez Vega
La pertenencia de Gema Nieto
Andarás perdido por el mundo de Oscar Esquivias
La fórmula Miralbes de Braulio Ortiz Poole
Cocaína de Daniel Jiménez
Me llamo Lucy Burton de Elizabeth Strout
Asamblea ordinaria de Julio Fajardo Herrero
Los últimos días de Adelaida García Morales de Elvira Navarro
La tabla de Eduardo Laporte
Hermano de hielo de Alicia Kopf
La acústica de los iglús de Almudena Sánchez
También esto pasará de Milena Busquets

El mundo está lleno de malos libros. Me resisto a dejarlo en 10. De entre lo peor que he leído se encuentran los libros de Alicia Kopf, ganadora de no sé qué premio crítico; Almudena Sánchez, que a día de hoy va por la cuarta o quinta edición, vayan ustedes a saber por qué y cuyo único mérito parece residir en gustarle a Eloy Tizón. Incluyan también, por favor, a Milena Busquets por esa cosa infame que publicó hace demasiado tiempo para seguir siendo portada. Los de Elvira Navarro o Julio Fajardo son libros que no merecen la atención recibida y de la que me niego a ser cómplice. El de Marta Sanz es un horror mayúsculo más propio de una principiante que de un escritor consagrado y lo de Jesús Carrasco directamente no tiene nombre: aupado hace unos años por cuatro memos que seguían la estela de algún Delibes vagabundo, nos vamos a ir tragando, año tras año, ya lo verán, sus deposiciones. 

Por último están esas novelas que uno ya no recordaba haber leído o sí pero ha tenido que recurrir a google en busca de una sinopsis que le recordase de qué iba aquello exactamente. Miren, una cosa es ser un escritor mediocre, que le puede pasar a cualquiera, y otra muy diferente ser una nulidad, entendiendo como tal la práctica de aquello que tiende al olvido inmediato. Es el caso de Daniel Jiménez, Gema Nieto, Braulio Ortiz Poole, Oscar Esquivias, Eduardo Laporte o David Pérez Vega.

(Otro día, con más tiempo, miraremos de rescatar esa lista no escrita de libros que fueron miserablemente abandonados, ya fuera por demasiado malos, ya fuera por lo que fuera).

* * *

Y ya para terminar, por si les interesa y porque sabemos que uno es lo que lee, les dejo la LISTA COMPLETA DE LECTURAS del 2016:

La ley del menor de Ian McEwan
La habitación de Nona de Cristina Fernández Cubas
Monasterio de Eduardo Halfon
El pequeño salvaje de T.C. Boyle
El origen de Thomas Bernhard
El hombre de los círculos azules de Fred Vargas
Los papeles de Aspern de Henry James
El periodista deportivo de Richard Ford
Desgracia de J.M. Coetzee
Diarios (1999-2003) de Iñaki Uriarte
Trastorno de Thomas Bernhard
Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos
Bajo el signo de Marte de Fritz Zorn
Instrumental de James Rhodes
La tierra que pisamos de Jesús Carrasco
El diario de Adan y Eva de Mark Twain
Farándula de Marta Sanz
Los insignes de David Pérez Vega
Cicatriz de Sara Mesa
La pertenencia de Gema Nieto
Novela de ajedrez de Stefan Zweig
La montaña de Juan González Mesa
Seré un anciano hermoso en un gran país de Manuel Astur
Guerra y paz de Tolstoi
Madre e hija de Jenn Díaz
Guardar las formas de Alberto Olmos
Rudin de Ivan S. Turguenev
Nido de nobles de Ivan S. Turguenev
Padres e hijos de Ivan S. Turguenev
Diario de un hombre supérfluo de Ivan S. Turguenev
Un vaso de cólera de Raduan Nassar
Humo de Iván S. Turguenev
Andarás perdido por el mundo de Oscar Esquivias
El paseo de Attila Bartis
Siete casas vacías de Samanta Schweblin
Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez
Satin Island de Tom McCarthy
La fórmula Miralbes de Braulio Ortiz Poole
Diez de diciembre de George Saunders
Chicos que vuelven de Mariana Enríquez
Volt de Alan Heathcock
Cocaína de Daniel Jiménez
El estado natural de las cosas de Alejandro Morellon
Su pasatiempo favorito de William Gaddis
Cuentos completos de Joseph Conrad
Breve historia de siete asesinatos de Marlon James
Estrómboli de Jon Bilbao
La polilla en la casa de humo de Guillem López
El amante de Lady Chatterley de D.H.Lawrence
Tu amor es infinito de Maria Peura
¿Acaso no matan a los caballos? de Horace Mccoy
Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy
Pureza de Jonathan Franzen
Cero K de Don Delillo
Una danza para la música del tiempo: primavera de Anthony Powell
Las luminarias de Eleanor Catton
Indignación de Philip Roth
La humillación de Philip Roth
Némesis de Philip Roth
La visita al maestro de Philip Roth
Zuckerman desencadenado de Philip Roth
La casa de arenas movedizas de Carlton Mellick III
Fantasma de Laura Lee Bahr
Me llamo Lucy Burton de Elizabeth Strout
Asamblea ordinaria de Julio Fajardo Herrero
El problema de los tres cuerpos de Cixin Liu
Los últimos días de Adelaida García Morales de Elvira Navarro
El hombre que ríe de Victor Hugo
La tabla de Eduardo Laporte
Hermano de hielo de Alicia Kopf
Informe sobre la víctima de Marina Sanmartín Pla
Preparación para la próxima vida de Atticus Lish
Rey de picas de Joyce Carol Oates
Caer de Eric Chevillard
La escopeta de caza de Yasushi Inoue
La acústica de los iglús de Almudena Sánchez
La lección de anatomía de Philip Roth
Si quieres puedes quedarte aquí de Txani Rodríguez
La orgía de Praga de Philip Roth
El tiempo de la noche de Willliam Sloane
También esto pasará de Milena Busquets
El fin de la infancia de Arthur C. Clarke
Los hermanos Karamázov de Fiodor Dostoievski
Middlemarch de George Eliot





miércoles, 14 de diciembre de 2016

De la inconveniente legitimidad: Una introducción

Me van a permitir el rescate de un artículo que un servidor publicó hace la friolera de cuatro años en aquel experimento fallido que fue Diario Kafka, concretamente el 10/12/2012 (ténganlo en cuenta cuando lo lean). El artículo nos servirá para hablar (cuestión de días) de las tan populares listas de “lo mejor del 2016” y muy especialmente sobre la que uno de los aquí mentados se ha marcado esta Navidad.


UNO

30 de noviembre. Llueve. Ignacio Echevarría: “Basta de monsergas sobre la corruptibilidad de los reseñistas, sobre su ignorancia, sobre su mansedumbre y sus anteojeras”. A ver, un momentito, orden en la sala: las monsergas sobre la corruptibilidad de los reseñistas son la sal de vida. Como ex-reseñista Ignacio debería saber que no podemos renunciar a ellas, porque si renunciamos a ellas corremos el riesgo de dormirnos en los laureles y entonces puede llegar el lobo y comernos todito todito lo que no nos tiene que comer. Que los reseñistas son unos vendidos hay que decirlo siempre y dudar de ellos o directamente no creerse ni una palabra, también, siempre. Hemos llegado a un punto en que es una obviedad decir que los malos críticos son los culpables del bajísimo nivel de la crítica de los suplementos culturales de este país y que ya todos sabemos poco menos que, en el mejor de los casos y salvo honrosas excepciones, la crítica es decepcionante.

Pero no nos equivoquemos, esa crítica vaga, perezosa, poco o nada profesional; esa crítica que se prostituye por cuatro euros o que sólo atiende a intereses comerciales, esa crítica, digo, no es la peor crítica ni su perpetrador el peor de los críticos ya que, al fin y al cabo, es consciente de las “limitaciones” (entre comillas esto) de un público que sólo busca orientación y estar un poco al corriente de las novedades. Somos corderitos asustados. Pero hay otra crítica (otras, en realidad) que resulta mucho más despreciable que esa que, al fin y al cabo, hace lo que hace porque tiene una familia que mantener. Estoy hablando de la crítica que hacen los AMIGOS, esa banda de impresentables mentirosos y oportunistas, vagos y maleantes la mitad de las veces. Hoy hablaremos de un grupo de amigos muy concreto, porque en la concreción está el gusto. Pónganse cómodos; nos llevará un rato. 


DOS

Miguel Espigado es escritor y, hasta donde yo sé (que tampoco es que sea mucho) ejerce de crítico literario en revistas como Quimera. Pues bien, Miguel Espigado publicó hace unos meses un artículo en su blog llamado ‘10 Consejos para ser un buen crítico literario’ en el que se incluía el siguiente punto: “No te hagas amigo de los escritores. Acabarás apoyando sus carreras con las laudatio más bochornosas, pelotas y cursis. Luego, cuando tu amistad no sea justamente correspondida, pondrás sus libros a caer de un burro en justo desagravio”.

Exacto. Aunque Miguel Espigado tenga algunos días malos, de vez en cuando también tiene momentos de extrema sensatez, es capaz de ver más allá de sí mismo y entender que la amistad está bien para según qué cosas pero fatal para según qué otras.

Además de estos arrebatos de sentido común, Espigado tiene un blog o dos o tres. El actual se llama “elespigado”. Antes de eso, mucho antes, abrió uno al que llamó Generación Nocilla cuya primera entrada, escrita en julio de 2007, servía para definir qué es y quién integraba La Generación Nocilla. [1] Sin querer hacer demasiada historia de un hecho sobradamente conocido, la generación Nocilla surge a raíz de la repercusión que tiene la novela de Agustín Fernandez Mallo [2], Nocilla Dream, de la que no hablaré si no es en presencia de mi abogado. Vicente Luis Mora [3] prefería llamar a esta generación “La luz nueva”, porque Vicente tiene estas cosas de buscarle nombres raros a todo. En cambio a Eloy Fernández Porta [4], socio de Spoken Words con Agustín Fernández Mallo, le gustaba mucho más la etiqueta de “Afterpop”, que por algo escribió un libro con ese nombre. Los Fernández siempre en la vanguardia.

Nota de interés: el tercer blog de Espigado al que hacía referencia más arriba se llamaba “Afterpost” y prestaba especial atención a la obra de los integrantes de la Generación Nocilla. Qué cosas, ¿eh? Esto no ayuda a entender a qué viene incluir en el segundo punto de los ‘10 consejos para ser buen crítico literario’ lo inconveniente o sospechoso de criticar libros de tus amigos si luego vas y casi no haces otra cosa en tu vida. 


TRES

Por otro lado, hace unos días, el jueves 29 de noviembre, Antonio J. Gil daba la réplica a mi artículo de Autopsia Crítica de hace un par de semanas que versaba sobre el trato que recibe Agustín Fernández Mallo de parte de cierto sector de la crítica. Venía a ser algo así como la crítica al crítico que critica la crítica y ciertamente era una crítica ejemplar, al menos en términos absolutos, es decir, obviando el contenido que realmente escondía y que no era otro que meterse conmigo. Pero, ¿por qué iba este señor, a quien no tenía hasta entonces el placer, a hacer semejante cosa? Entonces no tenía yo la más remota idea. En cambio Jordi Carrión, sí. Solo dos horas después de publicarse el artículo, Carrión [5] sube a su muro de Facebook un comentario en el que me etiqueta y que viene a decir algo así como que Antonio Gil disecciona brillantemente mi post. A Daniel Arjona, joven periodista de El Cultural (el mismo suplemento que en su momento, de la mano de Nuria Azancot, dio el pistoletazo de salida a la Generación Nocilla) también le parece excelente. A mucha gente le parece excelente. ¡A mí me parece excelente! Tanto le había gustado a Jordi, tanto tantísimo, que dijo muchas más cosas, todas ellas muy interesantes: decía que el artículo de Gil era útil para demostrar para qué servía estudiar literatura, retórica y semiótica y destacaba un tema de fondo que le parecía muy interesante: la LEGITIMIDAD. Legitimidad que, en el caso de los críticos y del propio Agustín Fernández Mallo, se sustentaba en libros en tanto que el del autor del post original (esto es, yo) lo hacía en posts. Tanto Antonio J. Gil como Túa Blesa eran catedráticos de literatura comparada y, atención, decía que sus currículums, sus publicaciones y sus libros tenían un sentido sobre el que merecía la pena reflexionar. También hacía una llamada a la reflexión sobre las formas de autoridad actuales. No puedo estar más de acuerdo con él y por eso, para reflexionar, es por lo que hoy escribo esto. Terminaba, Carrión, pidiendo serenidad y argumentos para hablar de estos temas que estaban afectando significativamente al sistema literario español. Todo un discurso, ya ven. 


CUATRO

La cosa quedó con todos más contentos que unas castañuelas de saberse tan listos y tan fuertes y tan preeminentes y tan influyentes y tan llenos de razón que era cada poro de su piel una verdad incontestable. Hasta que al día siguiente las chicas de La Patrulla de Salvación, el conocido blog de denuncia del mundo editorial, llamaron la atención sobre un curso que en otoño impartió Vicente Luis Mora en la Universidad de Brown (EEUU) –la misma en la que imparte clases Juan Francisco Ferré [6]—. El nombre del curso era “Postmodern Spain: New narratives and New Technologies” y trabajaba sobre los siguientes libros: Los muertos [7], de Jordi Carrión, Intente usar otras palabras, de Germán Sierra [8] y Nocilla Experience, de Agustín Fernández Mallo. Entre las Lecturas Críticas Obligatorias se encontraba el texto ‘Facebook y la circulación de la literatura’, también de Jordi Carrión y ‘Hacia una postnovela postnacional’, de Antonio J. Gil González [9]. Por otro lado entre las Lecturas Críticas Recomendadas estaban: El lectoespectador, el último ensayo del propio Vicente Luis Mora y La Luz Nueva, también del mismo autor. Por último Afterpop, de Eloy Fernández Porta y, supongo que por nivelar, ‘E Unibus Pluram ’ de David Foster Wallace. [10]

Uno o dos días después de la publicación de este post en el blog de La patrulla de salvación, la conversación que Jordi Carrión había tenido en su muro sobre lo absolutamente maravillosa que había sido la contracrítica de Antonio J. Gil desapareció. Se esfumó. Se volatilizó. Literalmente: Jordi Carrión hizo algo así como tragarse sus palabras (y por extensión las de todos los demás). En la teoría y en la práctica: donde dije digo, mejor no digo nada. 


CINCO
LEGITIMIDAD

Convendría ahora recordar uno de los comentarios borrados de Carrión, concretamente en el que decía que habría que reflexionar en torno a la LEGITIMIDAD (supongo que entendida como la “capacidad y derecho para ejercer una labor o una función”). Legitimidad de autores, que se sustentan en libros, y legitimidad de los no-autores que lo hacen blogs. Convendría recordar, también, la recomendación nada gratuita de Espigado acerca de lo conveniente de no tener amigos escritores que puedan hacernos sentir obligados a corresponder a esa amistad con recomendaciones bochornosas y laudatorias.

No seré yo quien cuestione la valía de gente como Vicente Luis Mora o Antonio J. Gil a la hora de emitir juicios críticos sobre literatura. Ni seré yo quien diga NO a la crítica académica. Lo que sí cuestiono es la capacidad de todos los críticos y escritores antes mencionados (y otros de los que ya hablaremos en otra ocasión) a la hora de emitir juicios sobre la obra de los diferentes miembros de esa Generación Nocilla a la que muchos se adscribieron fingiendo incomodidad pero que tan buenos resultados les ha dado y, en algunos casos, sigue dando. Que una novela de la categoría de Los muertos de Carrión o Intente usar otras palabras de Germán Sierra —que cuando las leí me parecieron de una mediocridad palpable— sean de lectura obligatoria en la universidad de Brown, es cuando menos preocupante —por no decir vergonzoso, que también— pero sobre todo sospechoso. Altamente sospechoso.

La crítica y por extensión el crítico, además de contar con un aparato teórico, estudios de literatura, conocimientos de retórica y dominio de la semiótica (Carrión dixit) necesitaría, en mi opinión, de un poco —un poco solamente— de independencia. La independencia suficiente, al menos, para dotarle de un mínimo de credibilidad a su argumentación porque de otro modo todo ese discurso y esa verborrea pueden parecer una forma un tanto rastrera de mantener un estatus que de otro modo estaría permanentemente amenazado por la duda razonable. Existe otra posibilidad que me lleva a terminar como empecé, con una cita de Ignacio Echevarría: “Lo que justifica no solo la incompetencia manifiesta y el estilo pésimo de tantos reseñistas, sino también, mucho más frecuentemente, su desconcertante mal gusto, sería la incesante rebaja de su listón que entraña el trato constante con textos de escasa calidad. […] la lectura continuada de libros mediocres […] tiene en no pocos casos efectos narcóticos sobre el gusto e incluso sobre la inteligencia […]”. ( El Cultural 30/11/2012). 









NOTAS

1. [Cita textual:] La lista total (y provisional) de la (provisionalmente) llamada Generación Nocilla es la siguiente: Vicente Luis Mora, Jorge Carrión, Eloy Fernández Porta, Javier Fernández, Milo Krmpotic, Mario Cuenca Sandoval, Lolita Bosch, Javier Calvo, Domenico Chiappe, Gabi Martínez, Álvaro Colomer, Harkaitz Cano, Juan Francisco Ferré, Germán Sierra, Fernández Mallo, Diego Doncel, Mercedes Cebrián, Salvador Gutiérrez Solís, Manuel Vilas, Robert Juan-Cantavella y Vicente Muñoz Álvarez. [Confeccionada con los datos ofrecidos por Nuria Azancot en su artículo de 2007 para El Cultural y otros incorporados por Vicente Luis Mora y Eloy Fernández Porta].

2. V. supra. n. 1

3. V. supra. n. 1

4. V. supra. n. 1

5. V. supra. n. 1

6. V. supra. n. 1

7. Los muertos (Mondadori, 2010) es la primera parte de una trilogía cuya continuación parece haber caído en el olvido.

8. V. supra. n. 1

9. También autor de ‘Microrrelatos para una exposición... Analogías para pensar Nocilla Dream’.

10. Observaciones: Eloy Fernández Porta es un viejo conocido de la universidad Brown: la visitó en primavera en una gira del Dúo Afterpop Fernández & Fernández (con la perfomance ‘Personificación’) y que les llevó también al Instituto Cervantes de Chicago. Cabría señalar, a modo de anécdota y aunque seguramente no tenga nada que ver una cosa con la otra, que Vicente Luis Mora compagina su labor como crítico con un trabajo en el Instituto Cervantes.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Lectura interrumpida #1 (Ada o el Ardor)

Interrumpo la lectura de Ada o el Ardor para comentar una cosilla.

El 28 de octubre de 2015, en el post de Mientras agonizo de Faulkner, dije lo siguiente. 

«Nos hemos vuelto conformistas, los lectores, los escritores. Nos hemos vuelto conformistas. Y mediocres. Nadamos, buceamos en mediocridad y conformismo y lo único que va a librarnos de esto, lo único que podrá salvarnos, es Faulkner y los que son como Faulkner: escritores de verdad, no mecanógrafos. Mecanógrafos, caca. Aquí ya no queremos maquinistas, ni queremos pianolas. Aquí queremos sogas para colgarnos si no cambian las cosas pero sobre todo queremos faulkners. Ya sólo queremos faulkners. Ya sólo aceptamos faulkners, ahora.
Todo lo demás, a la hoguera. Tú el primero».

Lo hice para provocar, claro, al final todo es provocación, que si no vas por ahí provocando parece que no haces nada, pero también con leve asomo de esperanza de convencerme a mí mismo de que tal cosa era posible. No pudo ser. O sí pudo, pero no fue. El caso es que hace nada terminé de leer Los hermanos Karamázov, la última y supongo que para muchos sobrevalorada novela de Dostoievski y volví a acordarme de Faulker —digo “volví” porque este año ya lo hice con Tolstoi, Bernhard y hasta con Philip Roth— y más concretamente de aquello que dije de Faulker hace tiempo, ya saben, la cita inmediatamente anterior a este párrafo.

Y es verdad. Me jode, pero al final pero tengo que darme la razón una vez más: ya sólo queremos faulkners. Que, bueno, quien dice faulkners, dice tolstois, dice gaddiss, dice bernhards, dice roths, dice nabokovs. Dice dostoievskis. Y pocos más, dice. Pero nos sabemos animales de costumbres (nos sabíamos ya en 2015, conste) y tememos caer en lo mismo de siempre: esto es, la mierda de siempre. Si uno es de bueno lo que tarda en ser olvidado, en este país, como en mucho otros, el noventa y nueve como nueve por ciento de los escritores no merecen ni una décima parte de los bits que ocupa su nombre en la red. Yo no sé si escriben para caer directamente en el olvido o qué pero el caso es que no se puede, o cuando menos no se debería, ir por la vida con esa pinta de no ser nada más que MEDIOCRIDAD y DESPOJO. 

Jamás entenderé cómo puede tanta gente que se dice escritora soportarse a sí misma. Cómo puede uno vivir con la certeza absoluta de ser una aberración y no morirse de asco al leer sus propias excreciones. Cómo se puede siquiera perpetrar el atentado de escribir dos palabras seguidas habiendo leído, en algún momento de tu vida, algo como esto (claro que, bien mirado, igual el problema es no haber leído nunca antes algo como esto, sin ser esta ni remotamente la mejor de las citas posibles):

«Ada tendía a considerar la fase inicial de su amor como un desarrollo difuso e imperceptible, tal vez anormal, probablemente único, pero puramente delicioso, gracias a su evolución uniforme, que hacía imposible toda impulsión bestial, todo estigma vergonzoso. Van, por el contrario, no podía evitar que sus recuerdos amorosos evocasen episodios precisos, decisivamente marcados por seísmos carnales súbitos, intensos, a veces lamentables. Ada se imaginaba que los goces inagotables a que había accedido —por sorpresa, y sin haberlos llamado— no se habían revelado a Van hasta el momento en que ella misma los había descubierto, al cabo de varias semanas de caricias acumulativas. En cuanto a sus primeras reacciones fisiológicas, estimaba conveniente apartarlas de su pensamiento, y las creía más o menos equiparables a las maniobras infantiles que en otro tiempo se había complacido en practicar, y que tenían muy escasa relación con el esplendor y el sabor de la felicidad individual. Van por el contrario, conocía el repertorio de todos los espasmos marginales que le había disimulado antes de convertirse en su amante, y distinguía categóricamente, desde un doble punto de vista filosófico y moral, entre el frenesí del onanismo y la dulzura irresistible de un amor confesado y compartido».

O lo que es lo mismo: si esto existe, ¿para qué te queremos a ti?

Pues eso.

Y ahora, si me disculpan, retomo.

«El año 1880 (todavía vivía Aqua, Dios sabe cómo, Dios sabe dónde) resultaría el más genial, el más fértil en recuerdos de la larga, demasiado larga, nunca demasiado larga vida de Van.»

viernes, 2 de diciembre de 2016

“El fin de la infancia” de Arthur C. Clarke (Trad.Luis Domenech)

Más que reseña, pildorita (y ligera, además, como la propia novela): la dosis semanal de este santo blog que no sabe estar más de días con la boca cerrada, como si tuviera realmente algo que decir, no digamos ya aportar, no digamos ya descubrir. Hoy, un grande: Arthur C. Clarke. Porque yo lo valgo. Y porque no me ha gustado gran cosa, la verdad, y aquí bien saben ustedes que se nos da fatal aquello de la crítica constructiva pero cuando se trata de apedrear nos quedamos solos.

Me recomendaron muy vivamente El fin de la infancia. Alguien lo tenía reciente y yo, que no llegué al estreno de La llegada pensé que no sería mala idea verme una del estilo pero en formato libro y felizmente tirado en el sillón.

Premio.

Extraterrestres sí que hay, y hasta nos invaden y nos dominan que a mí es una cosa que me ha puesto siempre mucho; la dominación, digo, como esa facilidad que ha tenido siempre lo extraterrestre para hacerse con el control del planeta en quince minutos cuando a mí me lleva dos horas conseguir que los niños se metan solos en el coche. Por lo tanto: muy fan.

Ahora bien, la novela en sí es una soplapollez como un piano, se pongan como se pongan los carlsaganes de la vida.

Esto va de unos marcianos, venidos de una estrella distante, que llegan un lunes a la tierra a bordo de naves mastodónticas que sitúan estratégicamente a lo largo de todo el planeta, para acojonar más que otra cosa, al más puro estilo Independence Day. Nos lo prohíben todo: las guerras, las hambrunas, las epidemias. Incluso trabajar. ¿Y qué consiguen con esto? Pues los muy cabrones consiguen, sin mover un dedo, mejorar la economía que es una de las grandes aspiraciones de nuestro amado e inanimado presidente. 

En un principio los invasores del espacio exterior se ocultan tras un tupido velo: le dicen a su portavoz, un señor muy americano —no podía ser de otro modo— que son feos en demasía y que la población, toda ella, no está preparada para tal visión de conjunto: a saber: alas, cuernos y estética demoníaca incluyendo ligeros restos de azufre en las deposiciones. Básicamente piden 50 años para dejar de creer en Dios y el diablo, para así evitar empezar unas relaciones basadas bajo el prejuicio tonto de lo físico.

Pues es en ese plan toda la novela. Hay uno incluso que decide, una tarde de domingo, colarse en una nave alienígena aprovechando el contrabando de marsupiales que se está llevando a cabo para viajar a su mundo. Que sí, que ya sabe que está años luz del nuestro pero gracias a unas cuentas que ha ido echando en los descansos del trabajo ha descubierto que en años terrestres no serán más de cuarenta y que si se lleva unos chaskis, una coca cola y seiscientos blisters de diazepan malo será que no llegue en unas condiciones físicas aceptables. Que lo peor que le puede pasar, piensa, es que revisen la ballena en la que se oculta y lo manden de vuelta a la tierra previa reprimenda. Que habrá perdido cuarenta años, sí, pero habrá salido de casa.

A mi hija de diez le encantará, espero, dentro de cinco. Ya mucho más no sé si será mucho arriesgar. Desde luego a los cuarenta esto no hay quien lo aguante. A los treinta y nueve igual sí, ya sabemos que hay gente para todo, incluso simpática, pero mucho más allá la trama se vuelve trillada, infantil y de una ingenuidad que supera con mucho lo que uno espera de una novela de ciencia ficción.

Quisiera jurarla curiosa en la medida que decepcionante pero no, qué va, es decepcionante en grado sumo y curiosa, lo justo.


lunes, 21 de noviembre de 2016

“También esto pasará” de Milena Busquets

El 16 de noviembre de este bendito año se publica en la edición digital de El País Semana una entrevista a Milena Busquets con motivo de, no sé, con motivo de su mera existencia, supongo, o tal vez el paseo que se está dando estos días por la Feria Internacional del Libro de Santiago (Filsa 2016). Hablan de su libro, este libro, un libro que fue publicado en enero del año pasado, esto es, hace la friolera de dos años. Los amantes de las novedades sabemos que el mercado editorial es desleal y tan altamente competitivo que la esperanza de vida de una novedad no alcanza los diecisiete minutos y medio. Superado ese plazo se entra directamente en la sección librerías de viejo y restos editoriales y hasta los de Amazon te ponen peros. 

Por alguna extraña razón, que voy a pensar que no tiene nada que ver con el sexo, a Milena Busquets y más concretamente a la novela que hoy nos ocupa, se le vienen concediendo aplazamientos desde hace 23 meses y siempre, o casi siempre, de manos de los mismos: los señores de El País. Hago historia (bendito Google) y me encuentro con lo siguiente:

El 14 de enero de 2015, víspera de la publicación de este engendro, publican una entrevista en la que destacan el siguiente subtítulo: “La autora novela la pérdida de su madre, Esther Tusquets, en la gran sorpresa de la Feria de Fráncfort”. Ya entonces se nos contaba que llovían hostias por hacerse con los derechos del libro porque como todo el mundo sabe Milena Busquets sólo escribe Putas Maravillas y esto no iba a ser la excepción. 27 países, cientos de idiomas, lluvias de millones. Milena Busquets lo petaba en Frankfurt. Se hablaba de Fenómeno Editorial. Pero la feria de Frankfurt es así. Se parece bastante a un mercado de fruta en el que uno compra partidas esperando sacarles el máximo beneficio. Por razones del todo desconocidas que — toda vez que he leído la novela y sabiendo como sé que la calidad no tiene absolutamente nada que ver con el éxito—, estoy convencido, guardan relación directa con la simpleza de ser hija de y amiga de y tener sobre el hombro, permanentemente, la mano de un Jorge Herralde de sonrisa bobalicona, Milena Busquets, el libro de Milena Busquets, cobra dentro y fuera de Frankfurt una importancia a todas luces injusta.

En 25 de enero de 2015 se etiqueta la infamia en cuestión como “El libro de la semana”, también en El País, y todo por culpa de Carlos Zanón, un ser humano al que desde ya he perdido el respeto por haber escrito una crítica (es un decir) en que habla mucho de su madre, la de Milena, ya saben, Esther Tusquets, la de Lumen, etcétera. La reseña de Zanón es una aberración sin límites que me niego a reproducir y que habla de ligereza (que no superficialidad) y no sé qué chorradas sobre una Bridget Jones culta. Habla de elegancia, de prestancia y otras pajas mentales de difícil cuando no imposible justificación. Entiendo que lo han comprado. Quiero pensar que es así. 

Tras un largo silencio — roto el 10 de diciembre de 2015 cuando El País Cataluña (sí, ellos también) se hace eco de la noticia de que el argentino Daniel Burman, coproductor de Diarios de motocicleta adquiere los derechos, suponemos que para hacer una película con la novela—, tras un largo silencio, decía, plagado de reseñas en blogs y suplementos de esos que dicen culturales (reseñas que ni le he leído ni tengo intención pero que advierto, ya, de entrada, son el objetivo primero del Gran Dedo Acusador a nada que encuentre en ellos el menor asomo de elogio), se publica, el 17 de agosto de 2016, un artículo/entrevista para contarle al público, ávido de milenadas, que la intelectual («Yo he jugado a Pokémon, pero a la semana me he aburrido y he preferido leer a Stefan Zweig») impartirá un curso de autoficción en Santander. Fue esa entrevista el origen de una pequeña polémica al asegurar, la infeliz, que el que la gente no leyese era responsabilidad (también) de los escritores. Gran verdad. Tras leer También esto pasará, yo ya no me vuelvo a fiar de Herralde, ni de Anagrama, ni de Zanón, y desde luego no me vuelvo a acercar a esta chica ni con un palo. Así se acaba con la literatura, amigos.

Y hasta hoy que vuelve Milena y vuelve El País, que parece que algo tengan, a dar la matraca con el librito dichoso que a estas alturas debe andar ya por la 458ª edición. Nuevamente nos recuerdan que hay quien pagó 500.000 € por él, que fue traducida a 33 idiomas y que ha cosechado un éxito de crítica y público como no se ha visto desde Indiana Jones y el templo maldito. Aprovecha Milena la ocasión que se le brinda para recordar a su querido público potencial que la novela no habla de su madre sino de ella, de su duelo, su inseguridad, y afición al sexo como una forma de protegerse ante el dolor por la ausencia de una madre, dolor que realmente no se refleja en ningún momento de esta novela o autoficción erótico-festiva. Un duelo a todas luces excesivo, se mire por donde se mire, pero que al menos le sirve para darse un homenaje tras otro, algo que desde aquí hemos defendido siempre a muerte.

Por lo demás, el libro no hay por dónde cogerlo.

Por si les interesa (que espero que no) la historia es la siguiente:

Milena es Blanca, la protagonista (autoficción, no sé si lo pillan). A Blanca se le muere su madre, una señora muy importante y muy imponente y muy de tenerla subida a un pedestal motivo por el cual se sumerge en una depresión terrible y cae en lo que cae siempre que sufre cualquier clase de dolor: le da por follar. Ya en el entierro hay un chico muy guapo que llama su atención aunque finalmente decide tirarse a su exmarido. Al primero. Bueno, y al segundo. Y a un amante casado que tiene para los tiempos muertos, para esos momentos en que una sólo quiere un aquí te pillo aquí te mato. Y porque esto es una fiesta y así nos lo quiere contar, decide quedar con todos en Cadaqués, en una casa con barquito que mamá tenía allí. También van sus hijos, claro, esas dos cosas que aparecen a ratos por la novela y duermen serenos y comen un poco como le daba a ella de comer su madre —que era no acercándose a la cocina—, motivo éste de desavenencias conyugales que derivaron en divorcio, etcétera. Se lleva, también, a dos amigas, protagonistas indiscutibles de su particular “Sexo en Cadaqués”: 

«Elisa es capaz de convertir cualquier tema, incluso el sexo con un novio nuevo, en algo sesudo e intelectual. Sofía, en cambio, lo convierte todo en algo frívolo y festivo que gira a su alrededor» o «Sofía se ha puesto su maravilloso vestido indio de color vino, largo hasta los pies, cubierto de diminutos espejitos redondos, que compró en un anticuario, y unos grandes pendientes de plata. Yo llevo mis pantalones fucsia de algodón descolorido que se me caen, una camisa raída de seda negra con pequeños topos verdes, unas chanclas y una pulsera antigua de mi madre, que a ratos amo y a ratos me pesa como si fuesen unos grilletes. Elisa va vestida como si fuésemos a bailar salsa. Y Úrsula se ha puesto una camiseta ceñidísima de color amarillo con unas palmeras plateadas y unos vaqueros morados dos tallas pequeños. Parecemos una banda de payasos. Afortunadamente, los niños, con sus polos, sus bermudas y sus chanclas, nos brindan cierta respetabilidad estival». 

Esta debe ser la ligereza que no superficialidad de la que hablaba Zanón en su spot.

La novela es un veinte por ciento moda, un veinte por ciento sexo, un diez por ciento mamá y otra cincuenta yo yo yo y mi desapego general del mundo, mi infantilismo, mi particular manera de ver la cosas. Mis Grandes Preocupaciones de mujer a la que no le gusta tener servicio pero no puede vivir sin él:

«De repente, veo que se me acerca a grandes zancadas el guapo desconocido. Está solo, camina un poco inclinado hacia delante, como suelen hacerlo los hombres altos y delgados, como si se protegiesen de un viento invisible, como si en las cumbres que ellos habitan soplase siempre el viento. Yo camino tan deprisa y estoy tan nerviosa que sin querer pierdo una chancla. La recupero justo a tiempo para ver que se ha dado cuenta y sonríe divertido. Otra vez, adiós a la femme fatale que me gustaría ser. Le sonrío y, al cruzarnos, susurra «Adiós, Cenicienta». Pienso que tal vez podría pararme y proponerle ir a tomar algo (y emborracharnos y contarnos nuestras vidas con entusiasmo y a trompicones, y rozarnos distraídamente las manos y las rodillas, y mirarnos a los ojos un segundo más de lo correcto y besarnos y follar precipitadamente en algún rincón del pueblo como cuando era joven, y enamorarnos y viajar y estar siempre juntos y dormir apretados y tener un par de hijos más y, finalmente, salvarnos), pero sigo caminando sin darme la vuelta. Si los hombres supieran la cantidad de veces que las mujeres nos pasamos esta película, no se atreverían ni a pedirnos fuego.»

Toda la puta novela es esto. No otra cosa. ESTO. Y unos diálogos que hacen daño a la vista y que reproduzco en extenso en el primer comentario del blog sólo para darme el placer de acabar de hundir este libro infame. También esto pasará es un ejemplo perfecto de basura literaria y representa lo peor de ese mercadeo editorial en el que sólo importan los contactos y en el que se toma por imbécil al lector a fuerza de insistir en las excelencias de una novela que no hubiera debido publicarse toda vez que no pasa de excreción literaria con forma de anuncio de fuet para adultos, con su sol, sus risas, sus paseos en barca, sus comidas improvisadas, sus cocktails, sus hamacas, sus arrumacos, sus besos robados, sus vestidos arrugados y sus pantalones dos tallas más grandes.

También esto pasará no puede ser peor ni queriendo. 

Yo puedo entender cualquier campaña de promoción -especialmente cuando ésta tiene categoría de novedad- en la que prácticamente todo es legítimo en la medida que criticable; lo que no puedo entender es aquella “campaña” que resucita una mala novela dos años después de su estreno por razones que se escapan a mi entendimiento (y al de cualquier otro) pero que desatan la peor y más sucia de las imaginaciones.

Desde aquí, mi más sincero DESPRECIO.



martes, 15 de noviembre de 2016

Breve nota de urgencia sobre “Caer” de Éric Chevillard (Trad. Lluís Maria Todó)

Me gustaría pensar que hay un antes y un después de Caer. No es así. No es un problema de exigencia. Nunca es un problema de exigencia. Pese a lo que dicen por ahí, no me considero una persona exigente. Es más: pocas personas conocerán más conformistas que un servidor. Lo único que le pido a una novela, LO ÚNICO (y es importante que entiendan que esto es realmente lo único que le pido a una novela, que todo lo demás es accesorio, prescindible, que forma parte del juego al que algunos no se han enterado todavía que estamos jugando), lo único que me importa, decía, o que le pido, es que no me deje indiferente. La indiferencia es lo peor. Leer y decir no está mal; leer y juzgarla ligeramente entretenida; leer y saber que la olvidarás mañana y que por ello es fundamental llevar un registro, porque dentro de un mes o un año o cinco ya no recordarás qué o quién perpetró aquello. Imagínense: escribir para ser inmediatamente olvidado. Dedicar uno o dos o tres o diez años de tu vida, dejarte las tripas en un proyecto que otros juzgarán fallido; que pocos apreciarán; si acaso alguno premiará. Sudar un libro, terminarlo, saltar al siguiente. Pasar tus días como Sísifo. No ser capaz de agitar ni el aire de una habitación. Que no pasa nada, ojo, que aquí uno no vive buscando la trascendencia, que hay niveles de placer. Se adapta, uno, a casi todo pero a lo que jamás se acostumbra, jamás, es al tedio. 

Y son tan pocos los libros que no nos dejan indiferentes, verdad.

CAER puede tener muchos defectos (seguro que los tiene), pero la indiferencia no es uno de ellos. Para empezar, y siempre a título personal, el atractivo o, más bien, la ausencia de tal. Me explico: es la clase de novela (francesa, abstracta) de la que yo siempre reniego; exactamente la clase de libro que nunca me animaría voluntariamente a leer (mi lectura tiene su origen en una recomendación, ya se lo adelanto) y sin embargo… que no me lo quite de la cabeza, tantos días después. Que siga ahí, runrún, runrún… Runrún. Que no me deje Indiferente. ESO ES CAER.

«Esto es Caer. Diríase que la tierra se retira alrededor del espantajo clavado en el corazón de la isla, allí no hay musgo ni liquen que trepe por la cruz, el polvo fluye hacia su base, la hierba retrocede, un fuerte reflujo se lleva todas las cosas. Nosotros instalamos el campamento en la periferia. Esto también es Caer. Todo cuanto poseemos, excepto la esperanza, lo daríamos por contemplar una vez un lugar, un objeto que no fuera Caer. Instintivamente, viejo reflejo, levantamos los ojos al cielo, pero la visión de las nubes o de las estrellas indiferentes nos crucifica en nuestro promontorio. Entonces cerramos los párpados; pero jamás con la suficiente velocidad: toda la oscuridad de Caer nos ha penetrado en el cráneo».

Quisiera resumirla. Pero no puedo. Quisiera darles un argumento, sugerir una trama, hacer con ella una bolita de humor. Pero No Puedo. Ni resumen, ni argumento, ni trama. Casi ni humor. Casi. 

«Nuestro sistema político descansa sobre la abstención generalizada. Nosotros no nos desplazamos para votar y así pues, conforme a la voluntad del pueblo, sus representantes se abstienen de gobernar. Cuando el vaso está ya realmente lleno y nuestra paciencia agotada, jadeamos; entonces nuestra protesta no se conforma con vociferaciones, clamores y puños levantados. Les cortamos la cabeza a los caballos, por ejemplo».

Caer es inasible, como el lector, solo que éste lo es al desaliento en tanto que aquella lo es a nivel argumental. Avanzar por CAER es una tarea que se supone tan imposible como inevitable de puro atractiva. Y eso que CAER es una isla, nada más y nada menos; una isla pequeña, minúscula a la vez que inabarcable. E hipnótica. Y estimulante. Y divertida. 

CAER, y por extensión Chevillard, es mi Gran Descubrimiento del Año pero que me cuelguen si lo entiendo.

«Vivimos rodeados de enigmas. Como una niebla corrosiva, el misterio roe todas las cosas en Caer. Aquí no hay esquinas, ni contornos, ni aristas incluso las realidades más macizas son devoradas por la sombra y la duda».

CAER es un lugar, un espacio, en el que todas las posibilidades se dan y se niegan. Ubicada en un lugar indeterminado, Caer se demuestra un infierno del que no se puede huir por mar, si acaso por aire. Ejemplos, los justos: cuenta con su propio mesías, un joven que un día logró escapar y prometió volver a salvar de Caer a tantas y tantas almas atormentadas que habitan en él. El narrador, habitante de la isla, nos habla de Caer, de sus habitantes, de sus imposibilidades y sus contradicciones, de sus costumbres, de sus miedos y sus esperanzas vanas, de la manifiesta incapacidad que demuestra tener el ser humano para adaptarse y ser feliz. Caer es también la historia de su única huida, un relato que hace tiempo ya que ha cobrado categoría de leyenda.

«Todas nuestras iniciativas las llevamos hasta el final, hasta el fracaso, hasta el desastre».

Lo mejor que te puede pasar en caer, es que te mate un vecino. Todo lo demás es una herida abierta en permanente estado de supuración. 

No insisto. Sé positivamente que a muy pocos (si acaso dos, tres) de ustedes les interesará realmente esta mención que no llega ni a reseña. Tampoco está en ánimo invitarles a su lectura. Lo único que puede animar a la lectura de este libro es la propia lectura de este libro. Les dejo, pues, con un fragmento (la traducción corre a cargo de Lluís María Todó) y ya deciden ustedes si persisten en su error o me hacen un poco de caso.


«¡Han de ocurrir tantas cosas! En Caer, siempre ocurren por derrumbe, hundimiento, desplome. Pero ocurren. El caso es que ocurren y que todas las promesas, como se preveía, acaban infaliblemente por no cumplirse. Lo sabemos todo de todo, salvo por qué, cómo. Estos dos últimos puntos permanecen oscuros: por qué, cómo; hasta el presente nos hemos preocupado poco de ello, no nos ha parecido muy interesante hurgar en esos detalles. De todos modos, si lo supiéramos, por qué y cómo, tampoco cambiaría nada de aquello que nos importa. Son motivos para ensueños, ensoñaciones y sueños enrevesados. Los que se entregan a ellos se ganan la reprobación general. Sus conclusiones son delirantes, contradictorias, y lo más fuerte es que siempre se les puede replicar al término de esta explicación, por qué, cómo, como la víspera de su primera meditación.
Así nos gusta ir, sin agobiarnos demasiado con el porqué o el cómo, sin pensar jamás en el porqué ni el cómo, hasta el punto de no reconocer como tales y esclarecedoras las respuestas a esas preguntas cuando se nos revelan fortuitamente, o también, por distracción o indiferencia, emparejar a despecho de toda razón y coherencia éstas con aquéllas y explicar el cómo con el porqué y el porqué con el cómo, siendo forzoso reconocer que luego, a pesar de esos garrafales errores y esas aproximaciones, no por ello quedamos más cojos. Es decir, que cojeamos igual. La cadera derecha ha asumido el mal de la cadera izquierda».

martes, 8 de noviembre de 2016

“El problema de los tres cuerpos” de Cixin Liu (Trad. Javier Altayó)

No soy lector de ciencia ficción. No, al menos, lo que se entiende como lector habitual por lo tanto estoy muy lejos de ser nada ni remotamente parecido a un experto en el tema. Aclaro esto para que entiendan dos cosas de la reseña que están por leer: primero, la ausencia casi total de referencias y segundo su condición de advertencia más que de análisis. 

La advertencia es la siguiente: la novela que nos ocupa es la primera parte de una trilogía que trata ese tema clásico que es la invasión extraterrestre. 

Convendrán conmigo en que eso está muy bien. Nada como unos extraterrestres y un buen puñado de naves espaciales para la noche del viernes. 

Ocurre que ese es el tema de la trilogía, no de esta novela. No completamente, al menos. Esta primera parte es una introducción. Una larga, larga introducción. Larga y a ratos pesada. Pesadísima. A ratos, insisto. Qué demonios: una cosa infame que estuve a un tris de tirar tres veces por el balcón. Suerte que no tengo tal. PERO (ya verán qué gracioso) pese a los inconvenientes y las quejas y las manifestaciones públicas de indignación, el resultado, esto es, la valoración final es positiva. 

Ya, yo tampoco lo entiendo. 

He leído por ahí que su condición china juega en su contra, que no estamos acostumbrados, que es otra cosa, otro estilo, otra cadencia. Qué sé yo. Bobadas. Qué tendrá que ver el aburrimiento con la nacionalidad. Lo peleón del asunto es, por un lado, su condición de novela hard, esto es, mucha física, mucha teoría, mucha puesta en escena, pese a ocultarla tras muchas líneas de diálogo y una especie de búsqueda del tesoro mal desarrollada. Todo cansa y en esta novela acaba uno las más de las veces un poco harto de tanta explicación: 

«No es nada complicado: como solo necesita una precisión del uno por ciento, bastará con que usemos datos del explorador del fondo cósmico COBE. —La doctora Sha empezó a teclear furiosamente ante el terminal correspondiente. De repente, apareció en él una línea verde—. Esta curva es una medición en tiempo real del fondo cósmico de microondas. En realidad, es más apropiado hablar de línea más que de curva... La temperatura es de 2.726±0,010K. El margen de error se debe al efecto Doppler del movimiento de la Vía Láctea, que ya ha sido filtrado. Si el tipo de fluctuación que usted espera observar (superior al uno por ciento) se da realmente, esta línea se volverá roja y pasará a ser un gráfico de ondas. Personalmente, apuesto a que seguirá siendo una línea verde hasta el fin de los tiempos; si espera una fluctuación observable a simple vista, me temo que tendrá que esperar hasta la extinción del Sol...» 

Y luego está lo de ser ceremonia de la confusión. Personajes, tramas, subtramas, ires y venires, la vida de este, del otro, y un videojuego que obliga a aceptar pulpo como animal de compañía y que aburre a los muertos. Ya lo he dicho. 

Mejor les cuento de qué va y así también me hago entender. 

Hubo un tiempo en el que en China corrían malos tiempos para la física. Mataron a un señor que era físico y listo, que es una cosa que no siempre se da en la naturaleza. Su hija, marcada de por vida por tan triste acontecimiento, decide dedicar su vida un poco a lo mismo pero no hay modo: etiquetada como sospechosa habitual no logra prosperar en el mundillo de los gafapastas. Eso hasta que la meten voluntariamente y de por vida en una casita en el bosque, justo debajo de una enorme antena. Entonces demuestra ser más lista que el ajo: un día toca un botón. 

Por otro lado, un hombre sigue una pista que le llevará a la mujer anterior por un camino sembrado de señales varias. La primera de ellas tiene un trágico origen: los científicos del planeta se están suicidando: la física no existe, dicen ellos, existencialistas perdidos. Eso es un drama, se ve, de ahí la investigación que llevará a nuestro héroe a descubrir un videojuego de realidad virtual. En el juego viajará a un planeta acosado por tres soles con trayectorias que, de puro irregulares, condenan a la humanidad a prácticamente extinguirse una y otra vez mientras tratan de encontrar la fórmula matemática que desvele los misterios del universo, o, cuando menos, les diga porque lado se pondrá el sol esa semana. Son los Trisolarianos. Los trisolarianos son unos señores que lo mismo se desecan que se esponjan y que están un poco bastante hartos de su planeta de mierda, que si unos días calor que si otros frío, que si esto no hay aire acondicionado que lo aguante. 

La novela es confusa, irregular, aburrida unas veces, apasionante otras, pero en general es de ley reconocer que cuenta una historia interesante, imaginativa y prometedora, razón por la cual no dejaremos pasar su continuación. Cierto: lo hace tomándose un tiempo que sin duda hubiésemos agradecido más breve en según qué momentos, pero que no deja de ganarse el respeto precisamente por ese voluntario alejamiento de lo fácil, por ese sentar unas bases sólidas que, espero, se justifiquen en próximas entregas. 

Mención especial para Javier Altayó, que ha tenido que vérselas con un chino de mucho cuidado. Desde aquí nuestros respetos y reconocimiento a una valía que, toda vez que de chino no tenemos ni pajolera idea, vamos a suponer ejemplar. He visto que tiene web y que comenta cosas de la novela: por si les interesa profundizar en el asunto: http://altayo.tumblr.com/


jueves, 3 de noviembre de 2016

“Preparación para la próxima vida” de Atticus Lish

Hace tiempo que no hablamos de Sexto Piso. Con lo que hemos sido en este blog, verdad… Hay una razón para ello pero no se la voy a contar. Lo que sí les voy a contar es de qué va esta novela para que puedan ustedes decidir si, como yo, siguen confiando (algo más, incluso, que eso) en esta editorial o si definitivamente nos mandan a los dos a la mierda.

Una vez más, exagero porque Preparación para la próxima vida no es para tanto. O sí, según se mire. Pero aquí eso nos da igual. Hablaremos igualmente bien de ella. Defecto del animal.

Lo que quiero decir es que NO SE TRATA DE ESO. Vaya por delante que Preparación para la próxima vida es bastante mejor que mucho de lo que se van a encontrar por ahí, pero también es diferente y lo es de un modo que, más allá de calidades excelsas o medianías, esto es, más allá de lo mejor o peor que a uno le parezca la novela en sí, más allá también de originalidades no pretendidas, se trata de la clásica lectura a la que uno puede −debe, incluso− recurrir si quiere presumir de dedicarle el tiempo a algo que no sea la mierda de siempre, pero no tanto, insisto, per se como por la trayectoria o la política o las propuestas, en general, de la editorial en cuestión. 

Con Sexto Piso tengo siempre la sensación de ir por fuera del carril. Y eso me gusta. Los carriles, no. Los carriles son para las ovejas. Sexto Piso, no.

Avisados quedan.

Por lo demás, ya lo he dicho, Preparación para la próxima vida, no es para tanto. 

La escribe Atticus Lish, esto es, el hijo de Gordon Lish, esto es, el señor que, dicen, hizo posible que Raymond Carver llegase a ser el Raymond Carver que conocemos y no un Eloy Tizón de la vida, esto es, uno de esos escritores de influencia mínima y trayectoria decadente descendente. 

Ya sabemos que el genio no es hereditario, pero uno siempre espera que algo se pegue. Al mismo tiempo está la pesada losa de ese padre al que hay que matar siempre, pero es que hay padres y padres y Gordon Lish es de los duros de pelar ergo su sombra no es fácil de ocultar.

Es por ello por lo que Atticus Lish escribió el libro como de tapadillo. Se metía debajo del nórdico y, provisto de linternita y un portaminas, iba perfilando personalidades y dibujando escenarios varios. A papá ni mu. Una vez terminado hizo pellas y lo llevó a una editorial de mierda para que le dieran el visto bueno o un sopapo, lo que ellos vieran. Fue visto bueno. Su señor editor cuenta −ahora, a toro pasado, que es como mejor cuentan las cosas los editores− que fue todo uno recibir, empezar y no ser capaz de dejar el dichoso manuscrito. Que fue tal la impresión, tan desmedido todo, que silenció todos sus grupos de whatsapp nada más que para poder ventilarse las 500 páginas del susodicho sin tener a los cuatro botarates de siempre reclamando royalties. 

Que levanten la mano todos aquellos escritores cuyo editor cuente la misma milonga en cada presentación (lo de los royalties, no; la parte de embeleso). 

Pues eso.

El caso es que se dio por bueno que Atticus Lish era la hostia como escritor además de una bellísima y excepcionalmente humilde persona. Y por eso le dieron un premio. Por eso y por el libro, claro.

Claro.

Superada la tentación de hablar de su padre (imagínense el material) siquiera figuradamente, Atticus Lish se aventuró en una historia de amor que nunca ocupará las estanterías rosa chicle de los grandes almacenes. Sus protagonistas son un excombatiente de la guerra de Irak (ya tenemos otra sombra: la del 11S) con síndrome postraumático y una china musulmana que ha malvive en Nueva York previa detención, retención, amedrentación.

«Pero había más; se enteró después. Aquello era sólo el principio. Cualquier agente podía llevarla del codo a dar un largo paseo hasta el otro lado de la prisión, enseñarle una lavandería llena de reclusos, decir: Aquí está vuestra nueva ayudante, ¿os la dejo un rato?, y esperar lo bastante para que se le helara la sangre. Después decir: Era broma, ¿te has cagado encima? ¿Quieres comprobarlo? Y mientras la acompañaba de vuelta al ala de las mujeres, diría: Seguro que ahora te mostrarás más simpática conmigo, y la encerraría en el baño para volver más tarde. Si la reclusa se resistía, estaba autorizado a cargar contra ella como si fuera un hombre, derribarla, golpearle la cabeza contra el suelo, darle una descarga eléctrica en la espalda y arrastrarla de una pierna mientras ella gritaba y las cámaras lo grababan todo en blanco y negro; atarla a la silla, meterle una bolsa por la cabeza y dejarla allí doce horas hasta que suplicase un poco de agua. Y él podía contar hasta doce tan despacio como le viniera en gana. Luego la asistente social, al verle los ojos amoratados como ciruelas, preguntaría: ¿Por qué peleas con el personal? Y pondría «Antisocial» en su expediente. Eso añadiría tiempo a la condena, fuese cual fuese, cuando por fin tuviera una condena, y así se agenciarían un trozo más de su vida. Bastaba con que les diese un motivo. Iban a violarla a menos que se comportara y se moviera de una forma determinada y, aun así, podían pillarla en cualquier momento y perderla en la lavandería. Se lo hacían a las chiquitas medio indias de las bandas mexicanas. Si después lloraba demasiado, le darían trazodona. Luego la llevarían arriba, amarrada a una camilla, y la abandonarían en un pasillo».

Una vez fuera, libre cual pajarillo enjaulado, la china conoce al chico loco, se hacen amigos, se aparean, tienen algo parecido a una relación. 

La novela son ellos en Nueva York, unas veces juntos, otras no. La novela es una historia de amor sin una triste concesión a las lectoras de pasiones inconfesas por los torsos desnudos. Aquí se vive en un zulo, se trabaja a destajo, se huye continuamente. Se teme al futuro casi más que al presente. Se busca una salida digna: ella quiere la nacionalidad y lo quiere a él; él la quiere a ella y salir de su locura. En ningún caso necesariamente por el orden descrito.

«Todos habían cambiado, la guerra había cambiado y las rarezas de Skinner apenas se notaban. Estaban incrustadas en la guerra, eran su consecuencia lógica. La misma guerra era cada vez más extraña. Dentro de su unidad, se identificó con un grupo de soldados que se hacían llamar «los sacos de mierda». Los soldados llamaban «sacos de mierda» a las bolsas de plástico facilitadas por el ejército a modo de cagaderos portátiles. Cuando coreaban su nombre y entrechocaban los puños, equivalía a decir: Seguimos vivos. Tenían sus supersticiones y rituales, que se volvieron cada vez más complejos. Iniciaron una vida tribal. Algunas de las bandas dentro de la infantería se vieron involucradas en asesinatos. Dejaban cables o armas encima de los cadáveres. Un sargento de artillería de Akro, Ohio, se convirtió en capo de un escuadrón de la muerte. Skinner era un enfermo mental que día tras día transitaba por la zona de combate agravando sus daños: cortes que no cicatrizaban, dolor de espalda, diarrea, pérdida auditiva, visión borrosa, cefaleas, calambres en las manos, insomnio, apatía, ira, tristeza, desprecio, depresión, desesperación».

Mediada la novela surge el conflicto. No todo va a ser drogas, alcohol, trabajo y ansiedad. Un tercer personaje es presentado como el chico malo que viene a traer el miedo y la violencia. Cuando este personaje aparece, la novela tiembla. Aquí mi sombrero, señor Lish: magnífica la gestión del miedo; un diez al crescendo de la tensión.

«Ella se creía muy lista. Cuando la descubrieron, dijo: Vale, me habéis pillado. Tenía un culo bonito. Tuvo que ofrecérselo. Me habéis descubierto, así que tengo que seguir las reglas. Pues muy bien, dijeron, si lo ves así. Y se la follaron. Hasta aquí, todo bien. Todo legal. La habían pillado, sin trampas. Y ella, como mujer en su posición, supo lo que le tocaba hacer. Pero era una intrigante. No llamaré a la policía, dijo. Dejadme ir. Fue a buscar su bolso y no estaba. ¿Por qué no está la ropa? Porque no irás a ninguna parte. Estaban en un sótano, lejos de todo. Es entonces cuando ella se pone en guardia. Ahí es cuando sabe que se ha metido en un buen lío y quiere librarse dando palique, como ha hecho siempre para salirse de los marrones. Pero ahora no le sirve de nada. Ese tío no se traga nada de lo que le cuenta sobre su triste vida. Y le dice, esto es lo que voy a hacer: Por cada mentira que hayas dicho, te daré una paliza. La golpea como nadie la ha golpeado en la vida. Ella grita y llora durante, veamos, dos días. Al final, él le da un espejo. Está destrozada. Nunca podrá volver a andar, ni podrá tener hijos. Llama a su mamá. Mamá mamá mamá por favor no me mates. Él le da la buena noticia. Nunca saldrás de aquí. Y a ella se le ponen los ojos como platos. Le suplica, dice que le hará una mamada. No. ¿Quieres esto? No. ¿Quieres aquello? No. Nunca saldrás de aquí. Morirás aquí, y no será divertido. Llora cuanto quieras. Jimmy levantó los dedos, adornados de nuevo con anillos de calaveras, y se apretó las comisuras de los ojos, allá donde caerían las lágrimas. A nadie le importan tus tristes ojos castaños. Era su fin y ella no acababa de creérselo».

Termino.

Bien por el pequeño Lish: por la historia; por el estilo. Y bien por Sexto Piso: por el hallazgo, por la traducción (a cargo de Magdalena Palmer, dicho sea de paso); por traernos tantos regalos de los dioses en forma de buena literatura.

Una vez más: he aquí mi sombrero, señores.


miércoles, 26 de octubre de 2016

“La acústica de los iglús” de Almudena Sánchez

Empiezo a escribir este post dos minutos después de haber terminado este librito de relatos por lo que todavía no sé si el cabreo es monumental o sólo estoy exagerando. No se alarmen: de nada tiene la culpa Almudena que escribe, supongo, lo mejor que sabe sobre aquello que más le gusta. Tampoco la tiene su fuente de inspiración, su referente, su mentor o maestro, su musa, sea ésta la que sea. Ni siquiera la tiene su editor, por muy cuestionable que pueda ahora parecer su labor desde la altura en la que habito. La culpa es sólo mía por meterme dónde no me llaman, por no haber hecho caso a las señales, que eran claras y numerosas, empezando por el título, ese rótulo luminoso que invitaba a la espantada.

Pero uno, bendita ingenuidad, cree que todavía es posible encontrar un editor con buen ojo para detectar escritores con buena mano; porque a pesar de sí mismo uno quiere pensar que a eso se dedican los editores. Se ve que no. Ellos sabrán. Desde luego, si yo estuviese a cargo de una editorial durante un año preferiría dejar que se hundiese antes que publicar estos elogios a lo prescindible. Especialmente si la editorial es de otro. Sí, damas y caballeros, antes la muerte, de verdad lo digo, que permitir que un libro como este llegue a la tercera edición, por mucho que las tiradas sean de seis o siete ejemplares. 

De ahí que este libro haya puesto punto y final a la/mi incombustible esperanza de dar con un valor en alza en la Nueva Narrativa Española o cómo demonios quieran ustedes llamar a todo aquello que sale de los plastidecores de los menores de, pongamos, 35 años. Al menos durante esta semana. A mí no me gusta fijarme en la edad, se lo juro — y, por razones obvias, cada vez menos—, pero al final el tiempo acaba por darme siempre la razón.

Resumiendo: que el problema no es tanto del animal como de quienes no hace bien su trabajo.

A no ser.

A no ser que el problema sea otro.

A no ser que el problema sea que uno (el de antes no, otro), a la sazón gestor editorial, reciba de manos de un venerable escritor un manuscrito envenenado. Y ya a partir de aquí lo habitual: que a ver qué te parece, seguro que bien, ya verás que maravilla, imposible quitarle los ojos de encima. Y sobre todo el consabido: no te sientas obligado a nada. Eso siempre. Y uno (o sea, el otro), que en el fondo tiene buen corazón, o bien se planta y reconoce que no es para tanto ni siquiera para tan pequeña editorial y que mejor dejarlo correr, o bien lo manda todo a la mierda ya si total me quedan dos meses aquí. Además, tampoco es como si estuviésemos hablando de una editorial de verdad sino de una editorial subsidiada con un volumen de ventas que supera con mucho lo que se entiende por vergüenza ajena y que por lo tanto no deja de ser un ejercicio encubierto de autoedición entre amigos. Y un poco de flagelación y un poco de masturbación, también, qué coño. Ah.

«Y me concentro tan solo en el placer incorpóreo que me proporciona la vibración suave, convulsiva, en el espacio sideral. Soy una actriz de cine mudo. Doy volteretas sobre mí misma. Me agarro a una palanca y suspiro. Me deslizo a través del techo de la nave. Me encorvo, me estiro, me vuelvo a encorvar. Trago saliva. Acelero los movimientos. Exhalo vapor de aire. Oxígeno neutro, dióxido limpio, fruición. Hay algo fosforescente en mi pecho. Un reflejo, una caricia casi involuntaria. Estoy desnuda, traslúcida, goteante. Soy una equilibrista etérea. »

Lo siento, estoy divagando. Es que, ya lo he dicho, estas cosas me soliviantan.

Porque no lo entiendo. No lo entiendo. Que se publiquen estas cosas, digo. ¡Si ya saben que no las soporto! 

Bromas aparte, nos encontramos frente a uno de esos casos en lo que placer, la amistad y el gusto particular de cada cual se impone a cualquier otra consideración. Quiero decir que va más allá de si Almudena Sánchez es o no buena escritora, que ya les adelanto que no, en tanto que no es capaz de sublimar cierta excesiva pretenciosidad. 

«Nadie sabe, tampoco imagina, lo que es coger tanto aire, llenarse el cuerpo de nada. Acabar exhausta, herida de respirar de pie, de respirar sentada, de respirar mañana y el mes que viene y seguir respirando siglos de respiraciones que ya han sido respiradas por egipcios, romanos y fenicios. Esa actividad frenética que no descansa ni en los sueños ni en las pesadillas.
Ni en estado permanente de shock.
Ni en el coma más profundo.
Es, cómo llamarlo, un movimiento arrítmico en el pecho, involuntario, un poco artístico. Empiezo a respirar aires distintos, africanos, portugueses, y acabo respirando veranos, madreselvas, piscinas. Y un día me despierto y respiro un ciego nadando y no sé ya qué hacer, pues no contaba con respirar cosas así de paranormales, de verdad que nunca había contado con ello. Aunque lo que más me sorprende y me cautiva de todo esto es que hay historias que solo sucederán en hoteles, únicamente allí, con piscinas o sin ellas. Quizá por eso, los hoteles solo existan como lo que son: lugares trascendentales de paso, extraños refugios que parpadean, al final de una carretera en Montparnasse, en Costa de Marfil o en São Paulo, frente al edificio Martinelli, con vistas a un río subtropical que fluye y continúa fluyendo, desde San Marino hasta ninguna parte».

Todos y cada uno de los relatos me han dejado el mismo regusto amargo de lo nimio e insustancial; la sensación de que esta chica escribe exactamente como a mí no me gusta y que lo hace, además, sobre temas (o no tanto sobre temas sino desde una perspectiva) que me interesan menos que poco. Muy a favor, por ejemplo —son una debilidad personal que he confesado en numerosas ocasiones— los relatos que tratan sobre la madurez, aquellos en que un ser humano, ya sea niño, adolescente (preferiblemente, en tanto que supone también una abandono de la fantasía) o adulto se mete en el terreno que ocupa ese padre que hay que matar. Almudena hace, demasiadas veces, exactamente lo contrario: escribe sobre adultos sumidos en ensoñaciones que se comportan como niños y lo hace además [ab]usando [de] un lenguaje preciosista; creando imágenes absolutamente gratuitas de puro infantiles demostrando con ello que no tiene otro interés que la belleza y, si acaso, cierta musicalidad con la que no resulta fácil conectar fuera de las aulas de bachillerato.

«O puede que aquello que estaba sonando desde hacía unos minutos (grillo-megáfono-claxon) fuera realmente la música: 1. Melodía, ritmo y armonía, combinados. 2. Sucesión de sonidos modulados para recrear el oído. 3. Concierto de instrumentos o voces, o de ambas cosas a la vez. Seguro que aquello era realmente la música. Aquello que se oía de lejos, como pasa con los susurros y con algunos pensamientos: hay que aguzar bien la mirada para que se aguce de forma simultánea el oído. Hay que agudizar el tacto para que se aguce el aparato respiratorio o para reactivar, de una vez por todas, el diafragma. Hay que aguzar el olfato para pronosticar algunos días de mucha, muchísima lluvia».

Y yo con eso no puedo. Ni con eso ni con su incapacidad (la incapacidad de Almudena) para cerrar los relatos de una forma medianamente digna, y no, como ocurre en todos y cada uno de los casos, abruptamente, reforzando así la sensación (y algo más que eso, me temo) de que no tiene absolutamente nada más que aportar a la literatura que las ocurrencias que salen de su linda boquita: «Durante el día soy una figura decorativa; un unicornio de mármol a veces, una candelabro de hierro, otras».

Me aburre, de esta "nueva" generación, tanto yoyoyo, tanto lirismo, tanto intimismo, tanta introspección, tanto engolamiento, tanto taller de escritura, tanto amiguismo, tanta memez, tanto baboseo, tanta complacencia, tanto compadreo, tanto conformismo, tanta mentira, tanto ruido, tanto humo y tanta tontería.

Tanta BANALIDAD.