«Es la historia de siempre».
Así es. He aquí LA CITA:
«Es la historia de siempre. Al principio nos basta y sobra la propia alegría de crear y el interés de los que pocos que nos entienden. Pero después, cuando comprobamos lo que prospera a nuestro alrededor, todo lo que cobra cierto renombre y hasta fama, terminamos deseando que también se nos escuche y aprecie. ¡Y entonces llegan las desilusiones! La envidia de los que carecen de talento, la frivolidad y malevolencia de los críticos y la terrible indiferencia de la multitud. Y uno acaba cansado, cansado, cansado. Tendría muchas cosas que decir, pero nadie quiere prestar atención, y al final olvida que ha sido uno de esos que aspiraban a algo grande y quizá incluso llegaron a crear algo grande».
O no. En esta novela un hombre de avanzada edad recibe la visita de un joven poeta que quiere presentarle sus respetos: ha leído un poemario que el vejete escribió en sus años mozos; poemario que pasó en su momento desapercibido y que ahora es visto por los ojos de este simpático muchacho como una obra absolutamente genial que debe ser rescatada al precio que sea.
Por favor, levanten la mano aquellos de ustedes que en algún momento han escrito y publicado algún libro que, pasado el tiempo (o no), ha caído en el olvido y ya nunca más. Déjenme contar… uno, dos, tres… doscientos trece mil quinientos doce. Bien, ahora dejen levantada la mano aquellos que crean que su libro (ya sea novela, ya sea poemario, ya sea un algo experimental o simplemente una inclasificable fusión de géneros), no ha sido valorado en su justa medida, esto es, ha sido injustamente menospreciado y llantos y lamentos. Veamos: uno, dos, tres… ¡doscientos trece mil quinientos once!
Vaya, un único honrado entre tanto ladrón.
Bueno, como introducción ya está bien.
En la novela se habla de esto y más cosas. Se habla de un hombre que un día escribió una obra que hoy alguien considera magistral. Este hombre, ahora taciturno funcionario de bares de tapas y cafés de dos horas, se ve de pronto reconocido e inmerso en un círculo literario de jóvenes poetas, narradores y dramaturgos que se creen audaces y se creen brillantes y se creen el futuro como natural relevo generacional. Este grupo diverso devuelve la nuestro héroe —a golpe del mismo elogio desmedido que para sí quisieran y que un día reclamarán, también, a otros más jóvenes que ellos— la fantasía que en su momento sucumbió a la realidad: la de que su obra merecía la inmortalidad.
«Había creado una obra y aspiraba al reconocimiento que hasta entonces le había sido negado. Y en ese momento lo recibido al menos en parte, cuando casi había olvidado que lo merecía. Sin embargo, ya no podía dudar de ello, y ahora, al hojear sus poesías, como hacía a veces, se fijaba con cierta emoción en algún que otro poema y comenzaba a extrañarse de que el mundo hubiera pasado por alto esos versos».
La novela enfrenta la vejez y la desilusión a la juventud y el arrojo como una forma de recordarnos lo que un día fuimos y en qué nos convertiremos o en que se convertirá la gran mayoría de la población escribiente: fantasmas que un día soñaron con un éxito y un reconocimiento que pusiese en evidencia su innegable talento.
«La gente tiene que enterarse de nuestra existencia, tiene que saber algo de nosotros. Nadie sabe nada, ni un alma se interesa por nosotros. Los periódicos no toman en nota lo que hacemos. ¿Quién conoce a Christian? Nadie. ¿Quién conoce a Meier? Nadie. ¿Quén conoce a Blink? Nadie».
La lucha, diaria, por ese reconocimiento, les lleva a organizar un evento en el que salten a la vista sus virtudes pero todo se queda en luchas intestinas e intereses particulares que no van mucho más allá de verse publicitados un día y elogiados otro por esa prensa que es al final la única forma que tienen de hacerse escuchar. Como en la vida misma —porque tan novela de ficción no es, si lo piensas bien— el resultado es catastrófico: al silencio casi total de unos medios se suman los desprecios de otros y la constatación brutal de su soledad cuando el único artículo que habla mediamente bien de ellos tiene su origen en la amistad o el compañerismo toda vez que uno de ellos es o será colaborador del medio en cuestión.
Para que nos entendemos:
La novela, de rabiosa y permanente actualidad, es el ejemplo perfecto de la triste historia de cuatro o cuatrocientos infelices que a día de hoy publican la misma mierda y se retroalimentan en un medio cerrado más o menos grande —compuesto por un indeterminado número de grupúsculos especializados— conocido como mundillo literario. El fin último del mundillo es hablar bien de ti cuando publiques una novela, amigo, o acompañar una nota de prensa elogiosa cuando la revista de turno, dirigida por el primo del cuñado del vecino de tu editor, publique la caquita con la que te llevas peleando semanas total para no ser leída ni haciéndola viral en la red social.
Con este argumento y conociéndome mínimamente, a estas alturas ya tendría que haber llegado la sangre al río, y sin embargo, será que estoy madurando, sólo siento lástima, sincera lástima, por tanto esfuerzo inútil, por tanta gente sin talento y sin amigos que les digan la verdad: que están malgastando su vida y perdiendo de hacer muchas otras cosas para las que sin duda tienen mucho más talento, tipo follar o visitar ancianos o ambas cosas a la vez.
Desde aquí, mi más sincero afecto y compasión.