martes, 27 de junio de 2017

Una aproximación a ZEBULON de Rudolph Wurlitzer [Trad. Irene Oliva]

Y digo aproximación con la boca pequeña y lo digo sin mucho convencimiento y lo digo un poco por decir y otro poco para evitar tomarme demasiado en serio una crítica que ni será crítica ni nada. Y no lo será porque Zebulon forma parte de ese grupo de novelas inclasificables cuya reseña no sabe uno bien cómo afrontar toda vez que la lectura ha resultado ser un tanto, digamos, sorprendente en la medida que decepcionante, incluso diría previsible o razonablemente decepcionante, a pesar de lo cual (a pesar de sospechar su condición de rara avis, se entiende) mi interés por ella fue total desde hace meses, cuando supe de su existencia y próxima publicación en Tropo, la típica editorial que de puro españófila no llega uno a tomarse demasiado en serio.

Para los desinformados les diré que Zebulon es, como bien insinúa la cubierta, un western; pero no contento con eso es un western psicodélico (contra dixit) e imprevisible (Tongoy dixit) más cerca de la también inclasificable Ciudad fantasma de Robert Coover que del Warlock de Oakley Hall o la melviliana y nunca suficientemente reconocida Butcher’s Crossing de John Williams. Para que se hagan una idea, hay quien habla de Pynchon cuando habla de Wurlitzer y de hecho el propio Pynchon fue en su momento por ahí diciendo a voz en grito que si NOG (la primera novela de Wurlitzer recientemente editada por Underwood, que ya es casualidad, también, pasar de la nada a la prácticamente todo) era no sé qué y no sé cuánto y que si iba a cambiar el mundo o reinventar la novela o volvernos a todos locos de puro pynchonismo. Pero no es su única peculiaridad. Se dice se cuenta se rumorea que la estupenda (o así la recuerdo) Dead man de Jim Jarmusch tiene su origen en el esbozo primero de Zebulon, motivo por el cual de repente Wurlitzer parece un genio oculto en un botella recién destapada.

Y bueno, mira, NO.

O SÍ, pero desde luego no gracias a Zebulón. Porque a una novela se le puede perdonar cualquier cosa —por no decir absolutamente todo— excepto que sea aburrida. Y Zebulon, lamento decirlo, lo es. Las aventuras y desventuras aquí descritas de un personaje que, por curpita de una mardisión, vaga entre el mundo de los vivos y los muertos o, más bien, vaga no sabe si vivo o muerto por su propio universo indescifrable, no ofrecen diversión ni acción suficientes que justifiquen sus más de trescientas páginas, por muchos tiroteos que haya, por muchos atracos a bancos, por mucho periodismo desinformado, por mucha mujer hermosa, por mucha bruja, por mucha familia desestructurada, por mucho barco prisión o por mucha huida o por mucho alcaide y mucho sheriff o por mucha leyenda que se forje o mucha recompensa que se pague; por mucho sabor a clásico, en definitiva, que empape sus páginas sin llegar nunca a mojarlas. Porque si no hay poco de garra, si no hay personajes carismáticos, si no hay algo más que niebla y desorientación, no hay nada que justifique avanzar. Y si lo hay, no es suficiente, al menos para un servidor, que sabedor de la existencia de novelas de género infinitamente mejores, lloraba amargamente la mala elección, no así la experiencia acumulada.

En definitiva y por aquello de no hacer más sangre de la estrictamente necesaria, Zebulon es una novela altamente (si he dicho altamente, ni puto caso, eh) recomendable para los amantes de rarezas, sueños o ensoñaciones o tránsitos entre la vida y la muerte mucho más que para amantes o buscadores de western puro y duro, el de toda la vida, aquel en el que la Frontera sigue siendo un estado mucho más físico que mental.


viernes, 16 de junio de 2017

Balance semestral [anticipado] de lecturas (2017.1)

Lo peor de pasarte a la reseña elogiosa (con esto no quiero dar a entender que eso es lo que le ha ocurrido en este santo blog pero tampoco puedo dejar de reconocer que es exactamente lo que parece) es que uno se queda pronto sin argumentos novedosos, no te digo ya chistes. Cierto: el “todo es una mierda” tampoco daba mucho margen a la innovación pero al menos se contaba con el respaldo de saber que, como decía no recuerdo quién, todo deporte es mucho más divertido si se practica con crueldad. 

Lo que quiero decir con esto es que lamento (es un decir) no pasar por aquí a dejar más perlas de sabiduría, pero las buenas lecturas, esto es, las buenas novelas, me tienen secuestrado y ya sólo quiero leer y leer y que me dejen en paz y ya volveré si vuelvo y si no que reviente todo.

Pero yo quería hacer balance.

Cuando empezó el año o cuando terminaba el anterior preparé, como siempre, una lista con todo aquello que quería leer sí o sí en 2017 pese a saber, sí o sí, que no sería una promesa fácil de cumplir. Era una lista relativamente pequeña, de 35 libros sobre un total anual estimado de 50, pero la intención era dejar espacio para todas las novedades que pudiesen ir saliendo, novedades de las que entonces no tenía constancia y que temía no poder, querer o saber evitar. En la lista figuraban muchos nombres ilustres tipo Thomas Mann, Thomas Wolfe, James, Nabokov, Atwood, Faulker, Tolstoi, Flaubert, Joseph y Philip Roth, Bernhard, Conrad, Dostoievski, Stendhal, Stevenson o Angela Carter.


Pero las cosas casi nunca salen como una las planea. Así como las promesas se hacen para no cumplirlas, las listas están para no hacerles ni puto caso. Es por ello que llegados a junio sólo he leído cuatro de los planeados (Luz de agosto, El ángel que nos mira, El cuento de la criada y días entre estaciones) a los que sumaría dos que serían relectura (los cursos de literatura rusa y europea de Nabokov). Lo peor no es eso, lo peor es que la lista, a día de hoy, ha variado ligeramente y ya incluye despropósitos tipo Los Miserables; Ulises; Contraluz de Pynchon (que me tiene, desde años, obsesionado); la Familia Real o la recién reeditada Europa Central de Vollmann; media colección Frontera de Valdemar amén de Henry James a cascoporro o, celebrando el aniversario de la revolución rusa, las más de dos mil páginas de El don apacible de Sholokhov.

Un feliz despropósito, como habrán visto, que tiene como origen el señor año que me estoy regalando pese al incumplimiento de contrato antes mencionado y gracias al cual he disfrutado lo indecible con casi todas las novelas (las cincuenta) que llevo leídas a día de hoy, entre ellas Meridiano de sangre, El ángel que nos mira, Pastoral americana, Luz de agosto, Suttree, En la frontera, Ada o el ardor, El camino del tabaco, La parcela de Dios, El villorrio, El libro más peligroso, varias de John Connolly o todas las de Raymond Chandler, de quien me acabo de leer, del tirón, las siete que tienen como protagonista a Philip Marlowe, una experiencia que debería prescribir la seguridad social de puro bien que le hace al cuerpo.

Pero yo no sería yo si no hiciese un poco de sangre.

Hablaba, al principio, de novedades. Decía que dejaba un espacio en el calendario, algo así como un treinta por ciento del total, para todo aquello susceptible de interés (la palabra clave es interés) que se fuese publicando. Si se fijan bien, verán, en la relación completa de lecturas de lo que llevamos de año, nada menos que diez libros publicados en 2017, ocho de los cuales son reediciones o novelas escritas en pasados más o menos remotos. Esto, definitivamente, no habla nada bien lo que se está perpetrando ahora mismo, y eso pese al esfuerzo que tantos y tantos críticos o blogeros o directamente autores, han hecho, en la feria de Madrid, para promocionar lo patrio por encima de todo, como si ahora una firma del escritor o una charla de cinco minutos con él fuese un valor que añadir un libro que la mitad de las veces no vale una décima parte del tiempo invertido en él.

Corren (desde hace tiempo, me temo) malos tiempos (todavía no imposibles, eh, no hagamos drama) para la literatura que se escribe actualmente, no ya en este país sino en general, y esto lo digo le pese a quien le pese y con toda la mala leche de la que soy capaz pero también con cierto (no todo, obviamente) conocimiento de causa. Se escriben novelas o relatos como quien escribe la lista de la compra y se eleva a la categoría de magisterio la primera soplapollez que nos viene a la cabeza y transcribimos tipo guiños privados ocultos entre las páginas de nuestra última obra maestra como que el nombre el gato es el acrónimo de mi plato favorito. Y eso, que no puede ser, está siendo y, no contento con eso, va camino de convertirse en marca. Nos gusta todo y nos vale todo pero nos gusta y nos vale por las razones equivocadas: no puede ser que una pupila imitadora, por más que lo sea por osmosis, de Eloy Tizón llegue a a no sé qué edición (que por qué lo llaman reedición cuando quieren decir reimpresión, pregunto) por más que tengan tiradas absolutamente miserables.

Dicho lo cual y aprovechando este delicioso anno fortunatus quiero romper en la cabeza de la industria editorial una lanza en favor de todo aquello que ya demostró ser y clama por un rescate en condiciones. Déjenseme de vainas y vuelvan a traducir, si quieren, y vuelvan a reeditar aquello que vale realmente la pena y vuelvan con ello a reeducar a quienes parecen haber perdido el norte, esa caterva de lectores conformistas que ya sólo merecen la total aniquilación. 





2017 en títulos

El nadador en el mar secreto de William Kotzwinkle (Navona, 2014)

Tardía fama de Arthur Schnitzler (Acantilado, 2016)

Carpe Diem de Saul Bellow (Seix Barral, 1968)

El gran Gatsby de Scott Fitzgerald (Sexto Piso, 1922)

Meridiano de sangre de Cormac McCarthy (Debolsillo, 2005)

El ángel que nos mira de Thomas Wolfe (Valemar, 2009)

Pastoral americana de Philip Roth (Debolsillo, 1998)

La muerte en Venecia de Thomas Mann (Navona, 2016)

Proust de Edmund White (Mondadori, 2001)

Días entre estaciones de Steve Erickson (Pálido Fuego, 2016)

El Maestro de Go de Yasunari Kawabata (Emecé, 2004)

Veinticuatro horas en la vida de una mujer de Stefan Zweig (Acantilado, 2001)

Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig (Acantilado, 2002)

Los vivos y los muertos de Joy Williams (Alpha Decay, 2014)

La felicidad de los pececillos de Simon Leys (Acantilado, 2016)

Los náufragos del Batavia de Simon Leys (Acantilado, 2012)

El mar, el mar de Iris Murdoch (Debolsillo, 2009)

Luz de agosto de William Faulkner (Debolsillo, 2010)

Suttree de Cormac McCarthy (Mondadori, 2004)

Gaspar Ruiz de Joseph Conrad (Yacaré, 2017)

La oscuridad exterior de Cormac McCarthy (Debolsillo, 2006)

El hielo en el fin del mundo de Mark Richard (Dirty Works, 2016)

En la frontera de Cormac McCarthy (Debolsillo, 2009)

Ada o el ardor de Vladimir Nabokov (Anagrama, 1999)

Golowin de Jacob Wassermann (Navona, 2015)

Estabulario de Sergi Puertas (Impedimenta, 2017)

El mosquito de Nueva York de Daniel Díez Carpintero (Sloper, 2016)

Schalken, el pintor de Joseph Sheridan Le Fanu (Yacaré, 2017)

Meaulnes el Grande, de Alain-Fournier (Alianza, 2012)

No, no soy en absoluto un excéntrico de Glenn Gould (Acantilado, 2017)

El camino del tabaco de Erskine Caldwell (Navona, 2011)

La parcela de Dios de Erskine Caldwell (Navona, 2008)

Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain (Bambú, 2010)

El villorrio de William Faulkner (Debolsillo, 2016)

La familia Carter de Frank Young (Impedimenta, 2017)

Padre e hijo de Larry Brown (Dirty Works, 2017)

El libro más peligroso de Kevin Birmingham (Pop Ediciones, 2016)

El cuento de la criada de Margaret Atwood (Salamandra, 2017)

Huracán en Jamaica de Richard Hughes (Alba, 2017)

sylvia de celso castro (Destino, 2017)

Voces que susurran de John Connolly (Tusquets, 2011)

Cuervos de John Connolly (Tusquets, 2012)

No hay bestia tan feroz de Edward Bunker (Sajalin, 2009)

La hermana pequeña de Raymond Chandler (RBA, 2009)

El sueño eterno de Raymond Chandler (RBA, 2009)

Adiós, muñeca de Raymond Chandler (RBA, 2009)

La ventana alta de Raymond Chandler (RBA, 2009)

La dama del lago de Raymond Chandler (RBA, 2009)

El largo adiós de Raymond Chandler (RBA, 2009)

Playback de Raymond Chandler (RBA, 2009)