miércoles, 23 de agosto de 2017

“Transcrepuscular” de Emilio Bueso

Porque no sé por dónde empezar es por lo que voy a empezar por aquí: yo les cuento muy someramente y con rigor cero el argumento, ustedes precipitan juicios a placer y luego sacamos conclusiones y al troll que llevamos dentro. Atentos.

Esto empieza con uno que roba una baratija y otro que lo persigue. El primero monta una serpiente y el segundo una libélula granate. Te meas. Juegan a la pilla hasta el fin de mundo conocido, cuando el malo se escapa cruzando un abismo insondable —que de todos los abismos son los mejores— y el otro no porque es medio planta de interior y aquello le supera por todos lados. El ladrón se ha llevado una reliquia de valor incalculado que nadie sabe qué es pero que probablemente lo mismo pueda salvar el universo que preparar huevos con chistorra. Le gente, pese a su confesa supina ignorancia, se enfada más que en twitter y prometen lapidaciones y degüellos a tumba abierta por el robo motivo por el cual tres personajes, inocentes como corderitos, salen por patas, por listos y por huevones.  

Ahora —y si voy a entrar en detalle que ya les adelanto que sí— viene la parte en que les cuento aquello que, mientras dibujo las frases en mi cabeza segundos antes de plasmarlas en el papel, me lleva a preguntarme en qué demonios estaba yo pensando mientras leía y no dejaba esta novela y si no será mucho acto de fe tanto acto de fe en según quién.

Asumo la contradicción y sigo. 

Los tres estos, es decir, el soldado Inmaculado, un pedazo de imbécil como no se ha visto en la literatura desde Frodo; la ejecutiva estresada y el mismísimo Gandalf redivivo, una suerte de Virgilio desorientado, recorren los varios círculos de la tierra media siguiendo la vía del tren en busca de la entrada al inframundo al que se han llevado la Piedra Filosofal (mero MacGuffin de esta primera parte) para lo cual tendrán que cruzar minas Tirith, entre otras maravillas de una naturaleza hostiable como pocas. Completan el ka-tet el marionetista loco, también llamado Miyamoto el Cabrón (que ya me dirás tú si no había nombres mejores), josiño el trampero y la novia ninfómana de Conan. Y todos con caracoles en la cabeza, porque en este mundo, en este Círculo Crepuscular del Tren Chuchú, la simbiosis lleva tiempo de moda siendo los moluscos lo más: inteligentes, divertidos, terapéuticos, rejuvenecedores (baba de caracol: un clásico de la cosmética); el complemento perfecto para el hombre del mañana, que unidos a la babosa telégrafo, el milpiés locomotora, la oruga quitanieves o la avispa guardián son como para no salir de la charca en la puta vida. 

O sea, TE MEAS.

La novela es básicamente otra puta novela sobre tres, cuatro o cinco que van en busca de algo que como poco salvará el mundo para lo cual han de cruzarlo (el mundo, digo) de punta a punta viviendo en el durante mil aventuras, saliendo de apuros varios y descubriendo el amor, el valor de amistad y la intemperie.

Puestos a buscarle defectos, la novela adolece por todas partes de consistencia —no siendo las más de la veces una suerte de viaje trasnochado y psicodélico que obliga a aceptar caracol como animal de compañía— además de ese mínimo exigible que sería, más que un correcto worldbuiding que cree saber hacer cualquiera que haya jugado un par de veces al Age of Empires, una correcta construcción de personajes que sean algo más que estereotipos y que directamente no tengan la profundidad de un plato de sopa porque luego llega el clásico momento Comunidad del anillo y no te dan las cuentas, ni las razones de peso para justificar tamaños sentimientos en semejante unión. 

(Ni malditas las ganas, dicho sea de paso, de seguir justificando, por mucha Cuestión de Gusto que sea, un exceso tal de coloquialismo en la prosa que más parece una manera de disimular carencias varias que un estilo macarrónico propio, íntimo y personal).

Con todo (ahora, los besos) la propuesta, en general, es sugerente (en particular ya no tanto, al menos durante una torpe y casi diría juvenil (infantil, incluso, me temo, en más de una ocasión) primera parte frente a una segunda donde a Bueso, toda vez que ya ha presentado personajes y situaciones, se le nota más relajado y centrado en la historia). No soy experto en literatura fantástica española pero así a bote pronto diría que esto se acerca bastante a la idea que personalmente tengo de Propuesta Ambiciosa (todo lo ambiciosa que pueda ser una propuesta como esta, se entiende) (y lo digo como un cumplido desde el momento que la literatura —literatura en general, no exclusivamente la de género, que, como digo, desconozco— que se practica en este país lleva demasiados años anclada en el conformismo, la apatía y la ausencia total de, insisto, ambición). Le habrá salido mejor, le habrá salido peor, le habrá salido para menores de quince (he aquí, en mi opinión, su mayor y peor defecto; que quisiera yo hablar de un Bueso duro de roer y me tengo que joder, morder la lengua y llevar el libro a la estantería de mis hijos), pero ahí está.

(Me he saltado la parte que tiene que ver con la promoción del libro, esa que trata el tema de la varias ediciones más o menos limitadas y las portadas más o menos variadas —con diferencia lo más divertido del asunto— por varias razones pero fundamentalmente por una cuestión de tiempo y espacio y por no abusar de su santa paciencia y…, bueno, mira, porque cada uno hace con su dinero lo que quiere, desde comprarse un iPhone para mandar whatsapps a comprarse un libro numerado y forrado con pan de oro o firmado con sangre y semen del autor).


miércoles, 16 de agosto de 2017

“Hombre” & “Que viene Valdez” de Elmore Leonard

Porque sé que o bien están casi todos ustedes muertos, hartos o de vacaciones, hoy seré anormalmente breve. Llevo un mes recomendando westerns, ya no insisto más. Prefiero que lo sepan por mí: han tenido tiempo más que suficiente para hacerme caso, si no ha sido así no he fracasado yo, sino ustedes, por no hacerme caso y perderse con ello con todo lo que se están perdiendo. 

Hoy, otra vez, Elmore Leonard. Si están pensando que lo correcto hubiera sido probar con otros autores, otros estilos u otras historias es porque no conocen a Elmore Leonard o sea que, chitón.

Hombre es la historia de... pues de un hombre medio indio que por circunstancias ajenas a su voluntad, que era pasar el resto de su vida cagando de campo, ha de subirse a una suerte de diligencia para ir a qué importa dónde a qué importa qué. El caso es subirlo a la diligencia con los sujetos A, B, C, D y E. Esto es un clásico de todos los tiempos: meter a cinco o seis personajes en un armario y obligarlos a enfrentarse a un conflicto externo que será el que sea y que nos llevará a conocer no digo ya la naturaleza humana sino diferentes motivaciones para hacer según qué cosas, cosas que iremos descubriendo con relativo asombro. 

Aquí la obviedad: novela corta fenomenal. Ejemplo de ritmo, de montaje, de tensión. No hay momento de respiro ni, a estas alturas, exceso de originalidad (arrastramos una historia demasiado larga de plagios y remakes) pero tampoco absolutamente nada que haga pensar que uno ha perdido el tiempo con su lectura, que no es una cosa que pase todos los días, y lo saben.

La segunda novela, Que viene Valdez la empecé con cierto miedo y toneladas de entusiasmo: pese a que lo había pasado rematadamente bien leyendo Hombre, me extrañaba que el mismo autor fuese capaz de superarse a sí mismo. Bueno, pues la primera en la frente.

Mejor y más entretenida y más todo lo que quieran. Con un protagonista de antología, esta segunda novela corta de Leonard es, una vez más, claro ejemplo de lo que se debe esperar siempre de una novela de estas características. 

Sin entrar en muchos detalles, Valdez representa, al igual que el Marlowe de Chandler, un ideal de integridad y valor. Aunque sin el sentido del humor de aquel, su eficacia está garantizada. Valdez, que de entrada parece la clase persona a la que no le confiarías una vaca, demuestra ser todo y más de lo que se espera de un héroe de Leonard. Él sólo quiere justicia, justicia, en este caso, con una india a la que le han matado al marido (voy a pasar muy de puntillas por todo para no destrozarles nada) por una tontada tipo ser negro en el lugar y el momento equivocado. A partir de ahí, la búsqueda de justicia llevará a Valdez a enfrentarse a uno de esos villanos que, de tanto que gustan en Hollywood, han acabado por agotarlo. Con todo, la novela es de las de no levantar los ojos del libro hasta que termina. Una vez más, ejemplo de trama (con todo lo sencilla que es), de diálogos, de ritmo, de tensión… bueno, lo habitual.

Estoy convencido de que esta novela —a la que, una vez más, llego tarde— la ha leído mucha gente pero también estoy convencido de que no la suficiente. Si yo tuviese algo que decir en esto de la educación la impondría (es un decir) de obligada lectura en el colegio. Qué Greguerías ni qué oscuras golondrinas ni que hostias. ¡Valdez! Y ya verían ustedes qué recreos tan fenomenales.

Pero claro, Western.

Miren, a la mierda todo: o se quitan de una puta vez el prejuicio o aquí va a arder Troya.

Aviso.





(Traducción de J.A. Santos y Marta Lila)


jueves, 10 de agosto de 2017

“Centauros del desierto” de Alan Le May (Trad. Marta Lila)

Y luego está Centauros del desierto.

La tentación de dejar la reseña así, con ese “y luego está Centauros del desierto” es grande y además estaría más que justificada. Porque es verdad, uno va leyendo westerns como si no hubiera un mañana total para descubrir lo que unas veces imaginaba y otras ya sabía, esto es, que por un lado de género menor nada, y por otro que hay historias y hay historias. Y esta es una de las grandes. Y cuanto menos se diga de ella mejor, que luego vienen los listos de turno y se hacen pasar por unos que la han leído aprovechando que se han visto la película como tres veces.

Entremedias, la sensación de estar haciendo el ridículo porque, a ver, CENTAUROS DEL DESIERTO, ¿vale?, o sea, como si hubiese algo que demostrar. Que puede ser: no sería la primera película que es mejor que el libro, aunque a mí ahora mismo no se me ocurra ningún ejemplo.

La historia tiene lugar en Texas durante “la ocupación”, cuando los colonos querían vivir felizmente en las tierras que hasta entonces habían pertenecido a los indios, esas malas bestias que de caballos bien pero de títulos de propiedad ni puta idea. Un día estás en tu casa tan ricamente sentado en tu hamaca de cedro y por la noche los comanches se llevan a tus hijas y matan al resto, tú incluido. Heredan sed de venganza tu hermano y un hijo adoptivo que suben a lomos de Rocinante y se echan al campo a buscar a las buenas de las mujeres. Y así chorrocientos años, pues no es grande Texas ni nada, y porque un día sucede al otro y por has ido a dar con el indio más cabrón de todos:

«Jamás se les ocurrió pensar que su búsqueda se estuviera convirtiendo en una enorme y extraordinaria gesta de resistencia; una epopeya de esperanza sin fe, de fortaleza sin recompensa, de tozudez más allá de los límites de la cordura. Simplemente siguieron buscando, dando el siguiente paso, porque siempre hubo un lugar más donde buscar, una leve esperanza que seguir».

Lo que dejan atrás, lo que les espera, lo que les ocurre. Todo suma y todo sirve para alimentar el odio: el cansancio, la frustración, los recuerdos. La novela crece en la medida que sus personajes son aniquilados durante una búsqueda sin sentido.

«Un indio persigue algo hasta que piensa que ya lo ha perseguido lo suficiente. Luego lo deja estar. Y lo mismo ocurre cuando huye. Después de un tiempo piensa que debe desistir, y comienza a aflojar. Por lo visto, no concibe que exista una criatura que persista en una persecución hasta el final».

Centauros incluye paisajes, horizontes, vientos huracanados, fríos glaciares, militares, rangers, amor, sexo, dramas familiares, conflictos armados y raciales, rivalidad, enemistad, errores y aciertos a partes desiguales y posos de locura para aburrir. Tiene hasta humor, un destello fugaz, un instante, un respiro. Y un final trepidante y casi cuatrocientas razones más (tantas como páginas tiene la novela) para no abandonar su lectura; y para no olvidarla, también.

Tal vez crean que es suficiente con haber visto la película pero eso es porque tal vez estén equivocados. Es más, me he tomado la molestia de hacerlo yo una vez más y ya les digo que sí, que están equivocados. Centauros del desierto (la película) es la sombra desdibujada del libro de Le May; es práctica e inevitablemente una sucesión de sketches todo lo memorables que quieran pero que se pasa completamente por forro algunas de la cosas más importantes que tienen lugar en la novela, tipo la evolución de los personajes, por ejemplo, sobre todo de Marty (para los que no son de letras: John Wayne no, el otro). El paso de los años ha de notarse en algo más que en color de los calzoncillos y la realidad es que dos horas no son suficientes para contar esta historia, así seas John Ford, así seas David Lean; es probable que ni siquiera una miniserie de HBO diera para tal cosa. No pretendo restarle valor a cinta, sigue siendo una película magnífica, pero lo es fundamentalmente por la historia que cuenta y por nuestra nostalgia de aquella épica, y tal vez con la nostalgia no podamos hacer gran cosa pero con la historia sí, con la historia podemos hacer mucho: para empezar nos la podemos leer y así tratar de entender el origen de aquello que vimos en pantalla y apreciar y valorar en papel su dimensión real.

O podemos seguir tratando el western como la tercera mierda, ustedes verán.


martes, 8 de agosto de 2017

“Los cautivos” de Elmore Leonard (Trad. Juan Antonio Santos)

Los cautivos es una colección de relatos. La palabra clave es relatos. Ya sólo con esto tengo yo excusas hasta el 2050 para no acercarme al libro ni con un palo. Si a esto le añades que los dichosos son del oeste, que es un género que tampoco es que arrastre (ni a mí ni a las masas) a las librerías, apaga y vámonos. No es de extrañar. Personalmente siempre he asociado el western con la televisión, toda vez que quedan ya demasiado lejos en la memoria aquellas novelitas que se canjeaban por otras en librerías especializadas en caos y segunda, por no decir trigésima, mano. No le demos más vueltas: mero desconocimiento o lo que hasta ahora venía siendo no tener ni puta idea.

No tengo la menor intención de hacer un resumen de todos y cada uno de quince relatos que se incluyen. No se me ocurre nada más aburrido que eso, honestamente, ni más inútil. Es bastante habitual encontrarse reseñas de ese tipo. No sé ustedes pero yo no recuerdo nunca haber leído ninguna completa ni recuerdo tampoco haberme decidido a leer equis libros basándome en los diferentes argumentos de sus relatos. Pocas cosas se me ocurren más estúpidas que leer tomando notas continuamente, algo a lo que te ves obligado si te dedicas a escribir ese tipo de reseña. No es el caso: el santo varón de este blog encuentra más placer en la lectura que en la escritura posterior de modo que van ustedes a tener que fiarse de mi palabra, mi buen gusto y mi memoria de mierda.

Empecemos.

Bajo cielos inmensos me abrió los ojos. Sin alcanzar la categoría de obra maestra es una novela que sirve para dejar meridianamente claro que el western es algo más que Clint Eastwood fumando y pegando tiros o Alan Ladd poniendo cara de fósil, una obviedad que no siempre tenemos demasiado en cuenta. Para un servidor de ustedes supuso un antes y un después en esto de los prejuicios, tanto de los que me mantienen alejado del relato, prejuicios estos a los que me niego a renunciar, como aquellos que me llevaban a tener este género siempre como la última de opciones posibles, por debajo incluso de producciones nacionales. 

Pero estoy divagando. Decía que Bajo cielos inmensos me abrió los ojos, pero no fue sólo eso. Hubo un factor determinante que me llevó a interesarme por este libro: Elmore Leonard. Porque, claro, a ver, Leonard es Leonard y por muy lejos que queden ya mis lecturas de sus novelas (la última, probablemente, hace más de diez años), Leonard sigue siendo Leonard, esto es, sigue siendo brevedad, concisión y entretenimiento a raudales y por encima de todo. Esto es: sigue siendo una garantía.

En Los cautivos hay muy pocos relatos que decepcionen, si acaso hay alguno, probablemente no. Sí hay relatos muy buenos, tipo el que da nombre al volumen, La hora de venganza o El día más largo de su vida o Hurra por el capitán Early o La mujer tonto (o… o… o…) y otros no tanto (fíjate que se me han olvidado hasta los nombres), pero en general incluso estos últimos mantiene un nivel más que correcto. 

Sin más rodeos: quince relatos del oeste son quince situaciones ambientadas en un momento de la historia bastante concreto y conociendo a Leonard, la cosa no va de recrearse en el paisaje sino más bien todo lo contrario: en todo momento está muy claro que su objetivo primero es entretener al lector, dibujando personajes que no siempre son meros estereotipos y creando, en sencillas tramas de hombres de pelo en pecho enfrentados entre sí, rápidas situaciones de tensión que se mantienen durante veinte o treinta páginas para terminar como en el fondo nos gusta que terminen las buenas historias.

Eso es Leonard: acción, acción, acción. Y mucha contención y cero digresión. Y es probable que, como dicen por ahí, tenga relatos mucho mejores, no dudo que así sea, pero una cosa no quita la otra y, ya lo he dicho, Los cautivos es puro Leonard y es pura diversión. Y yo ya no pido ni ESTO más.


miércoles, 2 de agosto de 2017

“Manifiesto Redneck” de Jim Goad (Trad. Javier Lucini)

Pregunta (fundamental): ¿qué demonios es “un redneck”? 

Respuesta: Jim Goad: «El redneck, tal y como se suele entender, es una entidad estadounidense, pero el paradigma, el arquetipo, el anteproyecto, el modelo, el puto antecedente socialmente evolutivo del redneck norteamericano fue el campesino europeo en sus distintas manifestaciones a lo largo del Oscurantismo y de la Alta Edad Media. Los cimientos para que un pequeño grupo de élites blancas despreciase y abusase de una gran masa rural de desposeídos blancos se construyeron al menos hace mil años, puede que incluso antes».

Esto es: redneck es la basura blanca americana. Los hemos visto en cien mil películas: los pobres, miserables blanquitos que no tienen dónde caerse muertos, que han sido puteados y ninguneados sistemáticamente desde el origen de los tiempos, que no han tenido jamás posibilidad alguna de salir del lodazal (aquellos para quienes el sueño americano es sólo eso, un sueño) y que pese a ello deben cargar con la misma culpa de quienes han llevado el país al desastre, pagar por errores que nunca tuvieron ocasión de cometer y aceptar igualmente su papel de parias, violentos, ignorantes, racistas y hasta terroristas, si quieres.

Esto, Jim Goad, que es a su vez redneck; un redneck que, harto de tragar lo indecible, escribe un libro que quiere ser una patada en la boca al sistema. Escrito desde el estómago, Manifiesto Redneck es la rabia incontenible de un don nadie que no tiene nada que perder:

«Soy un cínico. Un escéptico. Un epiléptico a ratos. Soy sádico, pero me veo incapaz de disfrutarlo. Soy un mestizo cultural, un bastardo ideológico. Soy un psicópata solitario en lo alto de un puente que se niega a saltar porque todo el mundo aplaudiría. Soy una mosca en la sopa. Un Goad en la máquina. Un pegote de esperma en el fondo de tus palomitas. Puede que sea una célula cancerígena flotante que se dedica a infectar el corpus collectivus. Quizá solo soy un cracker canijo descarriado que espolea a un caballo muerto. No soy Juan el Bautista, soy Jim Peligro en Potencia. No soy una persona malvada. Solo soy un poco extraño. No soy un nazi. Lo que pasa es que tengo la tripa descompuesta. No os quiero matar. Solo necesito alejarme. Y no os odio, simplemente os tengo calados. Así que, por favor, aire».

Y funciona. La ira de Goad es contagiosa y sus argumentos (de los que ahora hablaremos) fácilmente extrapolables a cualquier a cualquier otra nación del mundo. Pero por encima de todo, lo que Goad parece pretender realmente con este libraco de 400 páginas es poner en evidencia que, en lo tocante a él, esto es, a su país, se está mareando la perdiz y se está utilizando la excusa del racismo para sostener el capitalismo más salvaje y mantener oculto a la vista de todos —a golpe de ruido y furia— el auténtico problema, a saber, el mantenimiento de un sistema de clases al que ese uno por ciento que dirige el mundo no parece tener intención de renunciar. 

«Los blancos integraron la mayoría de los trabajadores coloniales esclavizados a lo largo de casi todo el siglo XVII. Los esclavos negros alcanzaron la paridad numérica con los siervos blancos en algún momento, ya avanzado, del mismo siglo o a principios del XVIII. La idea de la supremacía racial tuvo poco que ver con el cambio gradual de la esclavitud blanca a la negra».

Para demostrarlo, Goad se remonta prácticamente al origen de los tiempos (concretamente a la conquista del oeste e incluso más allá cuando habla de Europa) a lo largo de tres magníficos capítulos (los primeros) que destacan por su didactismo, su humor y su voluntad abiertamente desmitificadora, total para acabar fantaseando con algo tan simple como la idea de un anarquismo global que arranque con la desobediencia civil organizada. Lamentablemente su discurso es en ocasiones (en demasiadas ocasiones) demasiado parecido al de Donald Trump (America First y toda esa mierda). Pese a esto, quiero pensar que el odio de Goad, al estar dirigido al establisment evita que sea esa clase de imbécil. No completamente, al menos.

Porque, sí, Goad dispara, en este libro, contra todo y contra todos en tanto que el ser humano no merece otra cosa que hostias de puro despreciable: dispara contra los demócratas, contra los republicanos, contra los populistas… pero también contra los negros, los blancos… Contra todos. Tanto contra la clase privilegiada (que la hay), como directa responsable del desastre global, como a esa otra clase, la desfavorecida o directamente pobre, a quien considera responsable solidaria del sostenimiento y perpetuación del citado desastre con su silencio, su ignorancia supina y su inactividad manifiesta. Básicamente lo que Goad reclama es que dejemos de prestar tanta atención a la cuestión racial, a todas luces falsa en tanto minoritaria, para denunciar el verdadero problema de la sociedad, que es el económico y que sí afecta a un sector mucho más amplio de seres humanos. 

«Economía. De eso se trató, se trata y se tratará siempre, sin más. El racismo solo es una pantalla de humo, una táctica cínica de distracción. Una vez que se entiende eso, el resto es fácil».

«La gente tiende a excusar el ejercicio de cebarse con la basura con un: «Oh, bueno, su experiencia histórica ha sido completamente distinta a la de los afroamericanos». Como el espinoso pez globo que son, hincharán sus carrillos y escupirán tibios y melodiosos flujos de aire acerca de cómo los rednecks no tuvieron ni remotamente la misma historia de pobreza, sufrimiento y explotación que los negros americanos. De su investigación exhaustiva por producciones televisivas y semanarios alternativos gratuitos, han concluido que es IMPOSIBLE que un varón norteamericano blanco sea oprimido, con independencia de cómo cojones definan la opresión. Porque ellos SABEN que la hégira del chico blanco ha sido un enorme y monolítico polo de coco de privilegio cutáneo y que hay que ser muy estúpido para ser blanco y no triunfar en este país. Cuando ellos hablan de «igualdad» se expresan estrictamente en términos raciales y de género, como si los varones blancos hubiesen gozado alguna vez de una verdadera igualdad entre ellos, como si la experiencia del varón blanco en América hubiese sido un período vacacional estándar ininterrumpido».

El último capítulo (y ya termino) es puro Goad, esto es, pura rabia e incontinencia y se lo dedica a los progres de izquierdas a quienes deja a la altura del betún, como no podía ser de otro modo, por su cobardía y su doble moral y tantas otras cosas que estamos hartos de ver. Un gran final.

«En su encarnación hippie de finales de la década de 1960, el progresismo resultó a menudo divertido e irreverente. Ahora es irreverente hasta un punto que bordea lo cómico. No estoy muy seguro de cuándo perdieron exactamente su humor los progres, pero la pérdida parece irreversible. Al igual que a veces el pene de un hombre bascula de un lado al otro del pantalón, el péndulo ha oscilado hacia el otro lado. Con todo lo sensibles que son los progres para todo, se han vuelto completamente insensibles al humor. Oh, dirán que pueden apreciar la comedia, pero que hay ciertos temas que NUNCA SON GRACIOSOS. Han llegado a dominar la fisión nuclear y la teoría del caos, pero siguen sintiéndose incómodos con las palabras. ¿Cómo vas a confiar en gente que ni siquiera se da cuenta de cuándo estás de coña? Cuidadito con las caras sonrientes que no aguantan una broma. Y no solo es que sean incapaces de aguantar una broma, es que además te demandarán por difamación».

Lo sé, muchas citas. Lo siento; el libro se prestaba a ello.

Les dejo la última y así prácticamente no se tendrán que comprar el libro para poder leerlo.

«Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, de estar viva en la actualidad, habría sido una progre blanca. El problema con ella no era que criticase la esclavitud negra en el Sur, sino que era una chavala pudiente de la alta sociedad de Nueva Inglaterra que ignoraba a todos los obreros blancos mutilados de las fábricas y a los niños trabajadores blancos y lastimados que se amontonaban a las puertas de su puesta de largo. Era una aristócrata norteña que reprendía a los aristócratas sureños por el modo en que trataban a sus clases desfavorecidas, aunque ella defecaba sobre las clases desfavorecidas de su propia tierra natal.
Stowe se fue de gira a Gran Bretaña en 1853 auspiciada por la Duquesa de Sutherland, otra señora blanca de salón abominablemente adinerada que solía organizar tés y bollos en favor del negrodesarrollismo y la afrocaridad. Tras su viaje, Stowe se refirió a la familia Sutherland como «ilustrada». Debía referirse a esto: retrotrayéndonos a 1811, los Sutherland iniciaron la expulsión sistemática de los campesinos escoceses que llevaban siglos viviendo en las tierras comunales. De los ochocientos mil acres en disputa, los Sutherland reclamaron setecientos noventa y cuatro mil. Contrataron a la policía inglesa para expulsar por la fuerza a los escoceses aborígenes e incendiar sus hogares. A una anciana la quemaron viva en su choza. Apalearon a los campesinos y los abandonaron a su suerte. Muchos murieron de hambre. La variedad de ilustración de los Sutherland creó quince mil personas sin hogar que fueron reemplazadas por ovejas. Fue muy altruista por parte de la Duquesa de Sutherland derramar lágrimas por la esclavitud negra en el Sur de Norteamérica después de haber esquilmado a su propio campesinado. Ella también habría sido hoy una progre blanca.
Karl Marx se refirió al estilo de caridad de la Duquesa de Sutherland como «filantropía que escoge sus objetivos lo más lejos posible de casa, y mucho mejor si es al otro lado del océano». Charles Dickens se refirió a las sociedades británicas de apoyo al Negro como «filantropía telescópica», dado que se concentraban en ultramar e ignoraban la muerte y la hambruna que anidaba bajo su propio techo.
El progresista blanco moderno es igual. No puede llevarse bien con los oprimidos de su propia raza, pero quiere demostrar lo abierto de mente que es llevándose bien con los negros. Es el sufrimiento visto a través de la lente gruesa del monóculo de una matrona de alta sociedad. No es más que mecenazgo de ganchillo, como siempre ha sido. En su afán por ayudar a los pueblos oprimidos al otro lado del océano, se saltan la basura blanca de su propio lodazal. Niños muertos de hambre en la India. Niños muertos de hambre en África. Niños muertos de hambre en todas partes, menos en los Apalaches. Piensan globalmente, ignoran a la basura blanca localmente. Hay una extraña esquizofrenia de clase alta con respecto a qué sufrimiento parece más urgente. Los apuros de los indígenas excavadores de ñame a dieciséis mil kilómetros de distancia les provocan más lágrimas que los traumas apestosos de la basura del parque de caravanas que está a quince kilómetros de la ciudad. La primera norma del progresismo blanco parece ser que la caridad nunca empieza en casa».

Que pasen buena tarde. Nos vemos pronto.